Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Salió para tomar aire y trató de sumergirse lo más posible, hasta que le zumbaron los oídos. La langosta más grande que había visto en su vida lo amenazó con sus pinzas desde una roca, y huyó hacia las profundidades.

Víctor volvió a salir a la superficie, jadeante, y nadó hacia la orilla.

Bueno, si no conseguía entrar en las imágenes en acción, allí siempre podría ganarse la vida como pescador, de eso estaba seguro.

Un vendedor de madera también se podría ganar la vida. En aquella playa había suficiente leña reseca por el viento como para abastecer todas las chimeneas de Ankh-Morpork durante años. En Holy Wood, nadie soñaría con encender una hoguera, excepto para cocinar o para dar luz.

Y eso era lo que había estado haciendo alguien. Mientras hacía pie ya cerca de la orilla, Víctor advirtió que la madera que había más abajo, en la misma playa, no estaba amontonada al azar, sino con orden, en pilas simétricas. Junto a ella, unas cuantas piedras renegridas formaban un rudimentario lecho para una hoguera.

Estaba casi tapado por la arena. Quizá otra persona había estado viviendo en la playa, aguardando su gran oportunidad de entrar en las imágenes en acción. Ahora que lo pensaba, los troncos situados tras las piedras medio enterradas también parecían colocados a propósito. Mirándolos desde el mar, casi daba la sensación de que algunos de ellos estuvieran formando una destartalada puerta.

Quizá hubiera gente todavía allí. Quizá los inquilinos de la choza tuvieran algo para beber.

Seguían allí, desde luego. Pero hacía meses que no necesitaban beber.

 

Eran las ocho de la mañana. Un golpe retumbante despertó a Bezam Planter, el propietario del Odium, uno de los polvorientos tugurios de exhibición de imágenes en acción que había en Ankh-Morpork.

Había pasado una noche fatal. A la gente de Ankh-Morpork le encantaban las novedades. Lo malo era que no le encantaban las novedades durante mucho tiempo. El Odium había sido un gran negocio durante una semana, había conseguido no perder dinero durante la siguiente, y ahora estaba muriendo a toda velocidad. El último pase de la noche anterior había tenido como únicos espectadores a un enano sordo y a un enorme orangután, que hasta se había traído sus propios cacahuetes. Bezam, que dependía de la venta de cacahuetes y pajaritos para rentabilizar el negocio de exhibición de imágenes en acción, estaba de un humor de perros.

Abrió la puerta y miró hacia el exterior con ojos legañosos.

—Está cerrado hasta las dos de la tarde —dijo—. Es la primera función. Vuelve luego. Tranquilo, hay localidades de sobra.

Cerró la puerta de golpe. Ésta rebotó contra la bota de Ruina Escurridizo, y se estrelló contra la nariz de Bezam.

—He venido por lo del pase especial de Espadas de Pasión —dijo Ruina.

—¿Pase especial? ¿Qué pase especial?

—El pase especial del que voy a hablarte ahora mismo —replicó el ex-vendedor de salchichas.

—No estamos pasando nada especial sobre ningunas espadas apasionadas. Estamos pasando El emocionante…

—El señor Escurridizo dice que están pasando Espadas de Pasión —rugió una voz.

Escurridizo se apoyó contra el marco de la puerta. Tras él había una enorme losa de piedra. Parecía como si alguien le hubiera estado lanzando bolas de acero durante treinta años.

La losa se agrietó por el centro y se inclinó hacia Bezam.

El hombre reconoció a Detritus. Todo el mundo reconocía a Detritus. No era un troll que uno olvidara fácilmente.

—Pero si ni siquiera he oído hablar de… —empezó Bezam.

Ruina se sacó una gran lata de debajo de la capa, y sonrió.

—Y aquí tienes unos cuantos carteles —añadió, al tiempo que sacaba un grueso rollo blanco.

—El señor Escurridizo me ha dejado poner unos cuantos en las paredes —añadió Detritus con orgullo.

Bezam desenrolló un cartel. Los colores del dibujo hacían que le lloraran los ojos a cualquiera. Mostraba una imagen de alguien que quizá fuera Ginger, vestida con una blusa que le quedaba definitivamente pequeña, junto a Víctor, que estaba a punto de cargársela a un hombro mientras usaba la otra mano para luchar contra un amplio surtido de monstruos. Como fondo, había volcanes en erupción, dragones surcando los cielos y ciudades ardiendo hasta los cimientos.

—«¡Las imágenes en acción que nadie olvidará!» —leyó Bezam con voz titubeante—. «¡Una sobrecogedora aventura en el ardiente amanecer de un nuevo continente! ¡Un hombre y una mujer que luchan contra las fuerzas del destino en un mundo enloquecido! ¡CON LAS ESTRELLAS **Delores De Syn** como La Chica y **Víctor Maraschino** como Cohen el Bárbaro! ¡EMOCIONES! ¡AVENTURAS! ¡¡¡ELEFANTES!!! ¡¡¡¡Muy pronto, en tu tugurio más cercano!!!!»

Volvió a leerlo.

—¿Cómo es que tiene estrellas esa tal Delores De Syn? —preguntó, no muy convencido.

—Porque está en las imágenes en acción —le explicó Ruina—. Por eso hemos puesto esos simbolitos al lado de los nombres, ¿ves? —Se inclinó un poco más hacia delante y bajó la voz hasta convertirla en un susurro retumbante—. Se dice que es la hija de un pirata klatchiano y una de las hermosísimas y testarudas prisioneras de éste… y él… él es hijo de… de un mago renegado y una bailaora gitana…

—¡Vaya! —exclamó Bezam, asombrado a su pesar.

Escurridizo se dio una palmadita mental en la espalda. Últimamente estaba muy orgulloso de haberse conocido.

—Tengo entendido que vais a empezar la proyección dentro de una hora —dijo.

—¿Por la mañana tan temprano? —se sorprendió Bezam.

La película que había obtenido para aquel día era El emocionante mundo de la alfarería artesanal, cosa que lo tenía bastante preocupado. Aquella nueva proposición le parecía mucho más interesante.

—Sí —asintió Escurridizo—. Porque habrá mucha gente que querrá verla.

—No estoy tan seguro —titubeó Bezam—. Muchos tugurios han cerrado últimamente. El negocio no va bien.

—El público vendrá a ver ésta —le aseguró Ruina—. Confía en mí. ¿Te he engañado alguna vez?

Bezam se rascó la cabeza.

—Bien, el mes pasado, una noche, me vendiste una salchicha en un panecillo y me dijiste…

—Era una pregunta retórica —replicó Ruina.

—Eso —colaboró Detritus.

Bezam cedió.

—De acuerdo. Muy bien. Aunque no sé qué es eso de la retórica.

—Estaba seguro. —Ruina sonrió como un gnomo depredador—. Y ahora —siguió—, tenemos que hablar del asunto de los porcentajes.

—¿Qué son los porcentajes?

—¿Quieres un puro? —ofreció Escurridizo.

 

Víctor caminó lentamente por la innominada calle principal de Holy Wood. Tenía arena metida bajo las uñas.

No estaba seguro de haber hecho lo correcto.

Seguramente el hombre no había sido más que un viejo pescador que un día se fue a dormir y no despertó, aunque la descolorida túnica roja y dorada no era el atuendo típico de los pescadores. El joven no había podido precisar cuánto tiempo llevaba muerto. La sequedad y el aire salino habían actuado como agentes conservantes. Lo habían conservado con el mismo aspecto que debió de tener mientras vivía, o sea, con aspecto de cadáver.

Y, por lo que vio en la choza, había pescado cosas muy raras.

Víctor había pensado que debía informar a alguien, pero probablemente no había nadie en Holy Wood a quien le pudiera interesar el tema. Seguramente, en el mundo no había habido más que una persona interesada en si el anciano vivía o moría, y esa persona había sido la primera en enterarse.

El joven enterró el cadáver en la arena, tras la choza de tablones viejos, en un lugar donde no llegarían las olas.

Vio ante él el establecimiento de Borgle. Decidió que podía correr el riesgo de desayunar allí. Además, necesitaba un sitio tranquilo donde sentarse a leer el libro.

No era el tipo de cosas que se suelen encontrar en una playa, en una choza de tablones viejos, en la mano rígida de un cadáver.

En la cubierta se leían las palabras: El Libro de la Película.

Había más palabras en la primera página, escritas con la caligrafía redondeada de alguien que no está demasiado acostumbrado a escribir. Decían: Éstas son las Crónicas de los Guardianes del ParaMonte copiadas a limpio por mí, Deccan, porque las viejas se están cayendo a pedazos.

Pasó con cautela las páginas rígidas. A primera vista, todas parecían llenas de anotaciones casi idénticas. No había fechas en ningún momento, pero la cosa no tenía mayor importancia, puesto que todos los días eran iguales.

Me levanté. Fui al retrete. Encendí la hoguera. Anuncié la Primera Sesión. Acabé pronto. Recogí madera. Encendí la hoguera. Subí a la colina. Entoné la Sesión de Noche. Encendí la hoguera. Arreglé la casa. Cené. Recité el Cántico de la Última Sesión. Me acosté.

Me levanté. Fui al retrete. Encendí la hoguera y canté la Primera Sesión. Acabé pronto. Crullet, el pescador de la Cala Roja, me había dejado dos buenos atunes. Comí. Anuncié la Sesión de Noche. Encendí la hoguera. Cené. Limpié la casa. Entoné el Cántico de la Última Sesión. Me acosté. Me levanté a medianoche, fui al retrete y vigilé el fuego, pero no hacía falta más leña.

 

Vio a la camarera por el rabillo del ojo.

—Quisiera un huevo pasado por agua —pidió.

—Hay estofado. Estofado de pescado.

Alzó la vista hacia los ojos llameantes de Ginger.

—No sabía que fueras camarera —dijo.

La joven hizo un gesto de desempolvar el salero.

—Yo tampoco, hasta ayer —replicó—. Por suerte para mí, la chica que trabajaba por las mañanas para Borgle ha conseguido una oportunidad en las próximas imágenes en acción de Alquimistas Unidos. Soy afortunada, ¿eh? —Se encogió de hombros—. Si sigo teniendo tanta suerte, ¿quién sabe? Quizá consiga también el turno de tarde.

—Oye, yo no tenía intención de…

—Estofado. O lo tomas o lo dejas. Tres clientes de esta mañana han hecho las dos cosas.

—Lo tomaré. Mira, no te lo vas a creer, pero he encontrado este libro entre las manos de…

—No se me permite confraternizar con los clientes. Puede que éste no sea el mejor empleo de la ciudad, pero no vas a hacer que lo pierda —le espetó Ginger—. Estofado de pescado, ¿vale o no?

—Oh. Claro. Lo siento.

Víctor pasó las páginas del libro hacia atrás. Antes de Deccan había estado Tento, que también entonaba cánticos tres veces al día, y que también recibía de vez en cuando regalos de los pescadores, además de acudir al retrete, aunque en esto no era tan asiduo como Deccan, o no lo había considerado siempre digno de mención. Antes que él, el entonador de cánticos había sido un tal Meggelin. En aquella playa había vivido toda una cadena de personas, aunque si te remontabas lo suficiente las encontrabas en grupos, y si te remontabas aún más las anotaciones tenían un tono oficial. Era difícil comprenderlas. Parecían escritas en clave, había hileras e hileras de complicadas imágenes…

Un plato de sopa primigenia cayó bruscamente ante él.

—Oye —empezó—, ¿a qué hora sales de…?

—Nunca —replicó Ginger.

—Sólo iba a preguntarte si sabías dónde…

—No.

Víctor examinó la turbia superficie del caldo. Borgle trabajaba sobre la base de que, si lo encontrabas en el agua, era pescado. Allí había algo color púrpura que tenía por lo menos diez patas.

De todos modos, se lo comió. Le estaba costando treinta peniques.

Luego se levantó e intentó hablar de nuevo con Ginger, pero la chica se afanaba con resolución tras el mostrador, dándole la espalda ostensiblemente y girando como un faro de manera que, por mucho que Víctor intentaba atraer su atención, no le veía más que la espalda. Por último, el joven se rindió y salió a buscar otro trabajo.

Víctor no había trabajado en su vida. Según su experiencia, el trabajo era una cosa que les ocurría a los demás.

 

Bezam Planter colgó la bandeja del cuello de su esposa.

—Muy bien —dijo—, ¿lo tienes todo?

—Los pajaritos se han puesto blandos —replicó ella—. Y no hay manera de conservar calientes las salchichas.

—Todo estará oscuro, mi amor. Nadie se dará cuenta. Terminó de atar la cinta y dio un paso hacia atrás.

—Ya está —dijo—. Ya sabes lo que tienes que hacer. A media película, dejaré de proyectarla, y pondré la cartulina que dice «¿Por qué no toma una bebida refrescante y unos pajaritos?», y entonces sales tú por la puerta y recorres el pasillo.

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