Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Se preguntó si debería escribirle un mensaje alentador, pero tratándose de Detritus, probablemente sería una pérdida de tiempo. Además, el troll no iba a quedarse allí perdiendo el tiempo. Echó a correr por el túnel, con una expresión sombría en el rostro, concentrándose en su objetivo. Arrastraba los nudillos, dejando dos surcos en el polvo.

El pasadizo se abrió para dejar paso a la caverna. Víctor se dio cuenta de que era en realidad la antecámara del patio de butacas. Quizá miles de años antes, allí había acudido gente en manadas, para comprar… ¿qué? Quizá salchichas consagradas, o pajaritos bendecidos.

Ahora aparecía iluminado por una luz espectral. Allí donde Víctor miraba, todo seguía cubierto por musgo antiguo, húmedo. Pero, donde no miraba, en los bordes de su campo de visión, tenía la sensación de que el lugar entero estaba decorado como un palacio, con cortinajes de terciopelo rojo y barrocos adornos dorados. Una y otra vez volvió la cabeza bruscamente, tratando de atrapar la fantasmal imagen brillante.

Tropezó con la mirada preocupada del bibliotecario, y escribió con tiza en la pared:

—¿REALIDADES FUNDIÉNDOSE?

El bibliotecario asintió.

Víctor guió a su pequeño grupo de guerrilleros de Holy Wood por los gastados escalones que ascendían hacia el patio de butacas.

Y se dio cuenta más tarde de que Detritus los había salvado a todos.

Echaron un vistazo a las imágenes que se movían en la monstruosa pantalla y…

Sueña. Realidad. Cree.

Aguarda…

… y Detritus intentó pasar a través de ellos. Las imágenes diseñadas para atrapar y hechizar a cualquier mente inteligente rebotaron contra el cráneo del troll y volvieron a salir. No les prestó atención. No estaba por tonterías.[28]

Estar a punto de ser aplastado por un troll angustiado es la cura casi ideal para cualquier persona que no esté diferenciando la realidad de la fantasía. La realidad es una cosa muy pesada que te pisotea la espalda.

Víctor se incorporó rápidamente, tiró de los demás, señaló la pantalla parpadeante y vocalizó:

—¡No miréis!

Asintieron.

Ginger le agarró el brazo con fuerza mientras avanzaban por el pasillo.

Allí estaba todo Holy Wood. Vieron los rostros que tan bien conocían, en los asientos, inmóviles ante la luz temblorosa, cada expresión clavada en su lugar.

Víctor sintió las uñas de la chica clavadas en su piel. Allí estaban Rock, y Morry, y Fruntkin, el del restaurante, y la señora Cosmopilita, la encargada del vestuario. Vieron también a Silverfish, junto con todos los alquimistas. Estaban los carpinteros, y los operadores, y todas las estrellas que no llegaron a serlo, y todos los encargados de sujetar caballos, de limpiar mesas, o de hacer cola y aguardar a que llegara su gran oportunidad…

Langostas, pensó Víctor. Hubo una gran ciudad, y murió mucha gente, y ahora aquí sólo hay langostas.

El bibliotecario señaló.

Detritus había encontrado a Rubí en la primera fila, y estaba intentando levantarla de su asiento. La moviera para donde la moviera, los ojos de la troll seguían clavados en las imágenes. Cuando se puso delante de ella, parpadeó, frunció el ceño y lo apartó de un manotazo.

Luego, se acomodó de nuevo en el asiento y volvió a quedarse con una expresión vacía.

Víctor le puso una mano en el hombro e hizo lo que esperaba que fueran movimientos tranquilizadores para que fuera con ellos. El rostro de Detritus era la imagen misma de la tristeza.

La armadura seguía sobre la losa, tras la pantalla, delante del disco bruñido.

La miraron, desesperados.

Víctor pasó un dedo por el polvo. Dejó a la vista un surco de brillante metal amarillo. Miró a Ginger.

—¿Y ahora, qué? —vocalizó.

La chica se encogió de hombros. Significaba, ¿y yo qué ? Las otras veces estaba dormida.

Sobre ellos, la pantalla estaba cada vez más abultada, más gruesa. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que salieran las Cosas?

Víctor trató de sacudir al… bueno, al hombre, por llamarlo de alguna manera. Era un hombre muy alto. Con una armadura dorada sin costuras. Tanto le daría intentar despertar a una montaña.

Trató de soltarle la espada de las manos, aunque era más alta que él. Aunque pudiera levantarla, le resultaría tan inmaniobrable como una barcaza.

La tenía bien agarrada.

El bibliotecario estaba intentando leer el libro a la luz de la pantalla, pasaba las páginas, frenético.

—¿NO SE TE OCURRE NADA? —escribió Víctor en un lado de la losa.

Ginger cogió la tiza.

—¡NO! ¡¡TÚ ME DESPERTASTE!! ¡¡¡NO SÉ QUÉ HACER!!!

Las últimas exclamaciones se perdieron cuando se rompió la tiza. Se oyó un «ping» a lo lejos.

Víctor le cogió de la mano el trozo que quedaba.

—¿POR QUÉ NO ECHAS UN VISTAZO AL LIBRO? —Sugirió.

El bibliotecario asintió y trató de poner el volumen en las manos de Ginger. La chica se negó un momento, siguió mirando hacia las sombras.

Cogió el libro.

Miró al simio. Miró al troll. Miró al hombre.

Luego, levantó el brazo y lanzó el libro a lo lejos.

Esta vez no hubo ningún ping. Fue un «poooong» claro, resonante, definitivo. Algo podía hacer ruido en un lugar sin sonido.

Víctor rodeó la losa.

El gran disco era un gong. Lo tocó. Cayeron restos de óxido, pero el metal brillaba bajo la luz, y vibraba bajo sus dedos. Ahora que sus ojos lo buscaban instintivamente, vio debajo un barrote metálico de casi dos metros, con una bola en la punta.

Lo agarró y lo arrancó de sus soportes. O al menos, lo intentó. El óxido lo había fijado sólidamente.

El bibliotecario se situó al otro lado, miró a Víctor, y ambos tiraron a la vez. Las esquirlas de metal oxidado se clavaron en las manos del joven.

No había manera de moverlo. El martillo del gong y sus soportes se habían convertido, con el tiempo y la sal, en un todo metálico.

Entonces, el tiempo pareció ralentizarse en una serie de acontecimientos aislados por la luz parpadeante. Como las imágenes proyectadas por la caja.

Clic.

Detritus se inclinó sobre el hombro de Víctor, agarró el martillo por el centro, y lo levantó, arrancando de la roca el corroído soporte.

Clic.

Todos se lanzaron de bruces al suelo cuando el troll agarró el instrumento con ambas manos, flexionó los músculos, y lo blandió hacia el gong.

Clic.

Clic.

Clic.

Clic.

Atrapado en una serie de imágenes independientes, Detritus pareció moverse instantáneamente entre… clic… diferentes posiciones, pero conectadas, mientras pivotaba sobre un robusto pie, y la cabeza del martillo… clic… describía un brillante arco en la oscuridad.

Clic.

El impacto contra el gong fue tan fuerte que las cadenas se rompieron, y fue a estrellarse contra una pared del patio de butacas.

El sonido volvió rápidamente, y en grandes cantidades, como si hubiera estado encerrado en algún lugar y lo acabaran de liberar para que volviera alegremente al mundo, advirtiendo de su presencia a todos los tímpanos.

Boooong.

Clic.

 

La gigantesca figura tendida sobre la losa se incorporó lentamente, mientras el polvo caía a cascadas de ella. Su parte trasera seguía dorada, sin sufrir el paso de los años.

Se movía con lentitud, pero con decisión, como controlada por un mecanismo. Una mano agarró la gigantesca espada. La otra se apoyó en el borde de la losa. Las grandes piernas se situaron sobre el suelo.

El ser se alzó en sus tres metros de altura, apoyó las manos en la empuñadura de la espada, y se detuvo. No parecía haber adoptado una postura muy diferente de la que había tenido en la losa, pero ahora estaba alerta, parecía imbuido de poderosas energías. No prestó atención a los cuatro que lo habían despertado.

La pantalla dejó de palpitar. Algo había advertido la presencia del hombre dorado, y estaba concentrando su atención en él. Así que, al menos de momento, no concentraba su atención en otras cosas.

El público se agitó. Estaban despertando.

Víctor agarró al bibliotecario y a Detritus.

—Vosotros dos —dijo, apremiante—, encargaros de que salga todo el mundo. ¡Y deprisa!

—¡Oook!

La gente de Holy Wood no necesitó que la animaran demasiado. Al ver las formas de la pantalla, ahora sin el filtro de la hipnosis, cualquier ser más inteligente que Detritus tendría mucha prisa por marcharse. Víctor vio cómo todos se levantaban de los asientos y salían apresuradamente de la sala.

Ginger se dio la vuelta para seguirlos. Víctor la detuvo.

—Aún no —dijo en voz baja—. Nosotros no.

—¿Por qué? —casi gritó la chica.

—Tenemos que ser los últimos. Es parte de Holy Wood. Podemos usar la magia, pero ella también nos usa. Además, ¿no quieres ver cómo acaba?

—Preferiría verlo desde lejos.

—Vale, míralo de esta manera: toda esa gente tardará al menos un par de minutos en salir. Tanto da que esperemos a tener el camino despejado, ¿no?

Oyeron gritos en la antecámara, a medida que se producía un atasco de público en el túnel.

Víctor caminó por el pasillo, repentinamente desierto, hasta la última fila, y ocupó un asiento vacío.

—Espero que el pobre Detritus tenga el suficiente seso como para que no lo dejen otra vez sujetando el techo —dijo.

Ginger suspiró y se sentó a su lado.

Víctor puso los pies sobre el asiento de delante, y se rebuscó en los bolsillos.

—¿Quieres pajaritos? —dijo.

El hombre dorado estaba ahora bajo la pantalla. Tenía la cabeza inclinada.

—De verdad te lo digo, se parece a mi tío Oswald —señaló Ginger.

La pantalla se oscureció tan repentinamente que casi oyeron un ruido.

Esto debe de haber sucedido muchas veces antes de ahora, pensó Víctor. En docenas de universos. Llega la idea loca, y entonces el hombre dorado, el Oswald, o como se llame, se levanta. Para controlarla. O algo así. Quizá, allí donde está Holy Wood, está también Osric.

Un punto de luz púrpura apareció, y creció muy deprisa. Víctor sintió como si se desplomara por un túnel.

La figura dorada alzó la cabeza.

La luz se retorció, adoptó formas al azar. La pantalla ya no existía. Algo estaba entrando en el mundo. No era una imagen, sino algo que quería existir.

El hombre dorado alzó la espada.

Víctor sacudió a Ginger por el hombro.

—Creo que es hora de que nos vayamos —dijo.

La espada llegó a su objetivo. Una luz amarilla inundó la cueva. Víctor y Ginger corrían ya escalones abajo, por la antecámara, cuando sintieron la primera conmoción. Miraron la boca del túnel.

—Ni se te ocurra —dijo la chica—. No pienso volver a quedarme atrapada ahí.

Los escalones que llevaban hacia el mar estaban ante ellos. Parecían seguros, pero el agua era negra como la tinta y, según había dicho Gaspode, ominosa.

—¿Sabes nadar? —preguntó Víctor.

Una de las deterioradas columnas de la cueva se derrumbó tras ellos. Un aullido espantoso salió del patio de butacas.

—No muy bien —reconoció la chica.

—Yo tampoco.

En la sala, la conmoción parecía cada vez peor.

—Pero —siguió, cogiéndola de la mano— creo que debemos considerar esto una gran ocasión para aprender deprisa.

Saltaron.

Víctor salió a la superficie a cincuenta metros de la orilla, con los pulmones a punto de estallar. Ginger apareció cerca de él.

La tierra temblaba.

Holy Wood, construido con tablones resecos y clavos cortos, se estaba derrumbando. Las casas se colapsaban lentamente, como castillos de naipes. De cuando en cuando, una pequeña explosión marcaba la despedida de un almacén de octoceluloide. Las ciudades de lona y las montañas de escayola se hicieron añicos.

Y, entre todo aquello, esquivando los tablones que caían pero sin permitir que nada se interpusiera en su camino, los habitantes de Holy Wood huían para salvar sus vidas. Operadores, actores, alquimistas, duendes, trolls, enanos… todos corrían como hormigas de un hormiguero incendiado, con las cabezas gachas y los ojos clavados en el horizonte.

Una parte de la colina se derrumbó.

Por un momento, Víctor creyó ver la gran figura dorada de Osbert, tan insustancial como las motas de polvo en un haz de luz, que se alzaba sobre Holy Wood y movía su espada en un gigantesco arco.

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