Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Luego, desapareció.

 

Víctor ayudó a Ginger a llegar a la orilla.

Alcanzaron la calle principal, ahora silenciosa si se exceptuaba algún que otro crujido de los tablones al caer de los edificios medio derruidos.

Caminaron entre los escenarios en ruinas y las cajas de imágenes pisoteadas.

Se oyó un ruido estruendoso tras ellos cuando el cartel del «Siglo del Murciélago Frugívoro» se soltó de sus cuerdas y cayó en la arena.

Pasaron junto a los restos del restaurante de Borgle, cuya destrucción había elevado la calidad media de la comida en el mundo.

Pisaron trozos de película desenrollada, sacudidos por el viento.

Caminaron sobre sueños rotos.

Al final de lo que había sido Holy Wood, Víctor se volvió y miró atrás.

—Bueno, al final resultó que tenían razón —dijo—. Nunca volveremos a trabajar en esta ciudad.

Oyó un sollozo. Para su sorpresa, Ginger estaba llorando.

La rodeó con un brazo.

—Vamos —dijo—. Te llevaré a casa.

 

La magia de Holy Wood, ahora desarraigada, desapareciendo, chisporroteó sobre el paisaje, buscando caminos para enterrarse:

Clic…

Iba a anochecer. La luz rojiza del sol poniente inundaba las ventanas de Harga, La Casa de las Costillas, que estaba casi desierta a aquella hora del día.

Detritus y Rubí se sentaron incómodos en sillas para humanos.

Aparte de ellos, el único presente era Sham Harga en persona, que se dedicaba a esparcir la suciedad de manera regular por las mesas vacías, mientras silbaba vagamente.

—Eh… —aventuró Detritus.

—¿Sí? —lo animó Rubí, expectante.

—Eh… nada.

Se sentía fuera de lugar allí, pero Rubí había insistido. Detritus tenía la sensación de que la troll quería que dijera algo, pero a él no se le ocurría más que golpearle la cabeza con un ladrillo.

Harga dejó de silbar.

Detritus vio cómo volvía la cabeza, boquiabierto.

—Tócala otra vez, Sham —dijo Holy Wood.

Algo chasqueó. La pared trasera de La Casa de las Costillas se movió a cualquiera que sea la dimensión adonde van estas cosas, y una orquesta difusa, pero inconfundible, ocupó el lugar donde por lo general estaba la cocina de Harga y el sucio callejón de detrás.

El vestido de Rubí se transformó en una cascada de lentejuelas. Las otras mesas se apartaron.

Detritus se ajustó un inesperado smoking, y carraspeó.

—Puede que nos aguarden problemas… —empezó.

Las palabras llegaban fluidas a sus cuerdas vocales.

Tomó la mano de Rubí. Un bastón con punta de oro golpeó su oreja izquierda. Un sombrero de seda negra se materializó a toda velocidad y rebotó contra su hombro. Él no hizo caso.

—Pero mientras haya luz de luna, y música…

Titubeó. Las palabras doradas se estaban desvaneciendo. Volvieron las paredes, reaparecieron las mesas. Las lentejuelas brillaron por última vez antes de morir.

—Eh… —dijo Detritus.

Ella lo miraba fijamente.

—Eh… perdona —siguió—. No sé qué me ha pasado.

Harga se acercó a la mesa.

—¿Qué era eso…? —empezó.

Sin desviar la mirada, Rubí movió un brazo como un tronco de árbol, y lo empujó contra la pared.

—Bésame, tonto —dijo.

Detritus frunció el ceño.

—¿Qué?

Rubí suspiró. Bien, bravo por los métodos humanos.

Cogió una silla y le asestó un golpe en la cabeza. Mientras caía, Detritus sonrió.

La troll lo levantó con facilidad y se lo cargó al hombro. Si Rubí había aprendido algo de Holy Wood, era que resultaba inútil esperar a que el príncipe azul te atizara en la cabeza con un ladrillo. Tenías que buscarte tus propios ladrillos.

 

Clic

En una mina de enanos, a muchos, muchos kilómetros de Ankh-Morpork, un director muy furioso golpeó la roca con su pala para pedir silencio.

—Quiero que esto quede completamente claro —rugió—. Una vez más, lo digo en serio, una vez más ese aibó aibó, y saco el hacha de doble filo, ¿entendido? ¡Maldita sea, somos enanos! ¡Así que comportaros como enanos! ¡Eso va también por ti, Dormilón!

 

Clic

Alégrame-el-día, Llámame-Tambor, saltó sobre una duna de arena y echó un vistazo. Luego, volvió a bajar.

—Terreno despejado —informó—. Nada de humanos. Sólo ruinas.

—Ya volvemos a estar solos —dijo el gato alegremente—. En un lugar donde todos los animales, sea cual sea su forma o especie, pueden vivir juntos en perfecta…

El pato graznó.

—Dice —tradujo Llámame-Tambor-y-lo-Pagarás—, que vale la pena intentarlo. Si vamos a ser sapientes, más vale que lo hagamos bien. Venga.

En aquel momento, se estremeció. Había sentido una especie de sacudida de electricidad estática. Por un momento, la pequeña zona entre las dunas despidió un brillo caluroso.

El pato graznó de nuevo.

Nada-de-Tambor arrugó la nariz. De repente, le resultaba difícil concentrarse.

—El pato dice —tartamudeó—, dice… dice… el pato… dice… ¿cuac…?

El gato miró al ratón.

—¿Miau? —preguntó.

El ratón se encogió de hombros.

—Iiiik —comentó.

El conejo arrugó la nariz, titubeante.

El pato miró al gato. El gato miró al conejo. El conejo miró al gato.

El pato echó a volar. El conejo desapareció rápidamente en una nube de arena. El ratón se escurrió por entre las dunas. Y, mucho más feliz de lo que había sido en semanas, el gato echó a correr tras él.

 

Clic

Ginger y Víctor estaban sentados a la mesa, en un rincón del Tambor Remendado.

—Eran buenos perros —dijo la chica tras un rato de silencio.

—Sí —asintió Víctor, distraído.

—Morry y Rock llevan siglos buscando entre los cascotes. Dicen que ahí abajo hay cantidad de sótanos y esas cosas. Lo siento.

—Sí.

—Quizá deberíamos levantarles una estatua, o algo así.

—No estoy muy seguro —replicó él—. Piensa en lo que hacen los perros con las estatuas. Quizá el que hayan muerto es parte de Holy Wood. No lo sé.

Ginger siguió el perfil de un nudo de la madera con el dedo.

—Ahora todo ha terminado, ¿verdad? —dijo—. Se acabó Holy Wood. Del todo.

—Sí.

—El patricio y los magos no permitirán que se hagan más películas. El patricio lo dijo muy en serio.

—No creo que nadie quisiera hacerlas —suspiró Víctor—. ¿Quién se va a acordar de Holy Wood ahora?

—¿Qué quieres decir?

—Aquellos viejos sacerdotes construyeron una especie de religión acerca de esto. Se olvidaron de lo que había sido la realidad. Pero no creo que eso importara. No creo que haga falta que se entonen cánticos o que se enciendan hogueras. Lo único que hace falta es que alguien recuerde Holy Wood.

—Sí —asintió Ginger, sonriente—. Para eso harán falta cien elefantes.

—Sí —rió Víctor—. Pobre Escurridizo. Además, nunca los consiguió.

Ginger apartó un trozo de patata. Tenía algo en la cabeza, y no era comida.

—Pero fue estupendo, ¿verdad? —dijo al final—. Tuvimos algo realmente increíble.

—Sí.

—Y a la gente le gustaba.

—Y tanto —asintió Víctor.

—Es decir, dimos algo grande al mundo.

—Y que lo digas.

—No me refería a eso —bufó la chica—. Ser una diosa de la pantalla no es tan divertido como cree la gente.

—Claro.

Ginger suspiró.

—Se acabó la magia de Holy Wood —suspiró.

—Supongo que debe de quedar algo —indicó Víctor.

—¿Dónde?

—Por ahí, por todas partes. Buscando maneras de ser, supongo.

La chica miró su vaso.

—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber.

—No lo sé. ¿Y tú?

—Quizá vuelva a la granja.

—¿Por qué?

—Mira, Holy Wood fue mi oportunidad, ¿entiendes? Además, en Ankh-Morpork no hay muchos trabajos para una chica. Al menos —añadió rápidamente— no son trabajos que me gusten. He tenido tres ofertas de matrimonio. De hombres bastante importantes.

—¿De verdad? ¿Por qué?

Ginger frunció el ceño.

—Oye, que no soy tan fea…

—No quería decir eso —se apresuró a tranquilizarla Víctor.

—Bueno, supongo que, si eres un comerciante adinerado, te gusta tener una esposa famosa. Es como poseer joyas. —Bajó la vista—. La señora Cosmopilita dijo que si podía quedarse con alguno de los que yo no quisiera. Yo le dije que se quedara con los tres.

—A mí también me pasa lo mismo cuando tengo que elegir —dijo Víctor para animarla.

—¿De verdad? Si eso es todo lo que hay para elegir, no pienso elegir. ¿Qué puedes ser cuando ya has sido tú mismo, lo más grande posible?

—Nada —asintió el joven.

—Nadie sabe lo que se siente.

—Menos nosotros.

—Sí.

—Sí.

Ginger sonrió. Era la primera vez que Víctor veía su rostro desprovisto de petulancia, ira, preocupación o maquillaje de Holy Wood.

—Anímate —dijo—. Mañana será otro día.

 

Clic

El sargento Colon, de la guardia de Ankh-Morpork, fue arrancado de su tranquilo dormitar en la garita junto a la entrada de la ciudad por un retumbar lejano.

Una nube de polvo se extendía de horizonte a horizonte. La observó pensativo durante unos minutos. Se iba haciendo más grande y, al final, alcanzó a ver a un joven de piel oscura que cabalgaba a lomos de un elefante.

El animal trotó por el camino que llevaba a las puertas, y se detuvo ante las murallas de la ciudad. Colon no pudo dejar de advertir que la nube de polvo seguía en el horizonte, cada vez más grande.

El chico se llevó las manos a la boca.

—¡Puedes decirme por dónde se va a Holy Wood! —gritó.

—Por lo que he oído, ya no existe Holy Wood —replicó Colon.

El chico pareció meditar la respuesta. Examinó un trozo de papel que llevaba en la mano.

—¿Sabes dónde puedo encontrar al señor Y.V.A.L.R. Escurridizo?

El sargento Colon repitió las iniciales entre dientes.

—¿Te refieres a Ruina? —preguntó—. ¿Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo?

—¿Está aquí?

El sargento Colon volvió la vista hacia la ciudad que tenía a su espalda.

—Iré a ver —respondió—. ¿Quién le digo que le busca?

—Tenemos una entrega para él.

En la nube de polvo, se empezaban a discernir grandes cabezas grises. También llegaba el olor característico de un millar de elefantes que llevan días pastando en campos de repollos.

—Espera aquí —indicó el guardia—. Iré a buscarlo.

Colon se metió en la garita y despertó de un codazo al cabo Nobbs, que en aquel momento constituía la otra mitad de las fuerzas defensoras de la ciudad.

—¿Qué pasa?

—¿Has visto a Ruina esta mañana, Nobby?

—Sí, estaba en la calle Tranquila. Le compré una Supersalchicha Sorpresa.

—¿Ahora vuelve a vender salchichas?

—A la fuerza. Perdió todo su dinero. ¿Qué pasa?

—Echa un vistazo ahí fuera —señaló Colon.

Nobby echó el vistazo.

—Parece… ¿no te da la sensación de que son mil elefantes, sargento?

—Sí. Unos mil, diría yo, sí.

—Ya me parecía a mí que eran unos mil.

—Ese chico dice que Ruina los encargó.

—Caray, entonces esto de las Supersalchichas da más dinero de lo que pensaba.

Se miraron. La sonrisa de Nobby era malévola.

—Anda, por favor —suplicó—. Deja que vaya yo a decírselo.

 

Clic

Thomas Silverfish, alquimista y productor fracasado de películas, agitó el contenido de una probeta y suspiró.

En Holy Wood había quedado mucho oro, a disposición de quien tuviera el valor de ir a buscarlo. Para los que no lo tenían, y Silverfish no dudaba en contarse entre ellos, sólo quedaba el método tradicional, probado y fallido hasta la saciedad, de producir riqueza. Así que había vuelto a su casa, para seguir desde donde lo había dejado.

—¿Qué tal? —preguntó Peavie, que había pasado por allí para compadecerse.

—Bueno, es plateado —titubeó Silverfish—. Y tiene un algo metálico. Es más pesado que el plomo. Hay que hervir una tonelada de mineral, claro. Lo raro es que, esta vez, pensé que lo tenía.

—¿Cómo lo vas a llamar?

—Ni idea. Seguramente ni siquiera vale la pena ponerle nombre.

—¿Ankhmorporkerio? ¿Silverfishio? ¿Noplomodio? —sugirió Peavie.

—Más bien «inutilesio» —murmuró el alquimista—. Me rindo. Pienso dedicarme a algo sensato.

Peavie echó un vistazo al horno.

—No explotará, ¿verdad?

Silverfish lo miró extrañado.

—¿Esto? —preguntó—. ¿Qué te hace pensarlo?

 

Clic

Bajo los cascotes, la oscuridad era absoluta.

La oscuridad era absoluta desde hacía tiempo.

Gaspode podía sentir las toneladas de piedras sobre el pequeño espacio que ocupaba. Para eso no hacía falta ningún sentido canino especial.

Se arrastró hacia la columna que se había derrumbado en el sótano.

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