Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—También podrías mencionar las salchichas refrescantes —suspiró su mujer.

—Y la verdad, tengo la sensación de que deberías dejar de usar esa antorcha para mostrar sus asientos a la gente —señaló Bezam—. Estás provocando demasiados incendios.

—Si no, no veo en la oscuridad —replicó ella.

—Sí, pero anoche tuve que devolverle su dinero a aquel enano. Ya sabes lo mucho que cuidan sus barbas. Haremos una cosa, cariño, te traeré una salamandra en una jaula. Llevan en el tejado desde el amanecer, así que ya deben de estar preparadas.

Estaban preparadas. Las criaturas dormitaban en sus jaulas, con los cuerpos vibrando suavemente a medida que absorbían luz. Bezam eligió seis de las más maduras, volvió a bajar a la sala de proyecciones del tugurio, y las metió en la caja de mostrar imágenes.

Empezó a rebobinar la película que le había entregado Escurridizo, y echó un vistazo hacia la oscuridad.

A ver si por casualidad había alguien aguardando en el exterior.

Se dirigió hacia la puerta principal, arrastrando los pies, bostezando.

Alzó la mano y corrió un cerrojo.

Bajó la mano y corrió el otro.

Abrió las puertas.

—Muy bien, muy bien —gruñó—. Empezad a… Se despertó en la sala de proyecciones, mientras la señora Planter lo abanicaba desesperadamente con su delantal.

—¿Qué ha pasado? —gimió el hombre, tratando de quitarse de la cabeza el recuerdo de la estampida de pies.

—¡Hay un lleno hasta los topes! —exclamó ella—. ¡Y todavía queda gente haciendo cola fuera! ¡Es increíble, la cola baja por toda la calle! ¡Es por esos asquerosos carteles, te lo digo yo!

Bezam se incorporó, inseguro pero decidido.

—¡Calla ya, mujer! ¡Baja a la cocina y prepara más pajaritos! —gritó—. ¡Y luego, vuelve aquí para ayudarme a pintar carteles nuevos! ¡Si hacen cola por localidades de cinco peniques, no les importará pagar diez!

Se arremangó y cogió la manivela.

En primera fila estaba sentado el bibliotecario, con una bolsa de cacahuetes en el regazo. Tras unos minutos, dejó de masticar y se quedó con la boca abierta, mirando, mirando, mirando las temblorosas imágenes.

 

—¿Le sujeto el caballo, señor? ¿Señora?

—¡No!

Al mediodía, Víctor había ganado dos peniques. No era porque la gente no tuviera caballos, ni porque no necesitaran que alguien los sujetara. Al parecer, lo que no querían era que Víctor los sujetara.

Al final, un hombrecillo deforme que trabajaba calle abajo se dirigió hacia él, tirando de cuatro caballos. Víctor llevaba varias horas mirándolo, sin poder creerse que alguien dirigiera al homúnculo una sonrisa amable, por no mencionar ya que le confiaran un caballo. Pero el caso era que no paraba de trabajar, mientras que los anchos hombros de Víctor, su perfil atractivo y su sonrisa amplia y sincera debían de ser un auténtico impedimento a la hora de cuidar caballos.

—Eres nuevo en esto, ¿eh? —le preguntó el hombrecillo.

—Sí —reconoció Víctor.

—Ya se nota, ya. Supongo que estarás esperando tu gran oportunidad de entrar en las imágenes en acción, ¿no? Le dirigió una sonrisa alentadora.

—No. La verdad es que ya entré —replicó el joven.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Víctor se encogió de hombros.

—Es que salí.

—Ah, ¿de verdad? Sí, jefe, gracias, adiós, jefe, claro, jefe —asintió el hombrecillo, al tiempo que recogía otras riendas.

—Supongo que no necesitarás un ayudante… —se atrevió a sugerir Víctor.

 

Bezam Planter contempló boquiabierto el montón de monedas que tenía ante él. Entonces, Ruina Escurridizo movió las manos, y el montón resultante fue más pequeño, pero aun así seguía siendo el montón de monedas más grande que Bezam había visto estando despierto.

—¡Y todavía seguimos proyectándola cada cuarto de hora! —exclamó Bezam—. ¡He tenido que contratar a otro chico para dar vueltas a la manivela! No sé, ¿qué puedo hacer con todo este dinero?

Ruina le dio unas palmaditas en la espalda.

—Compra un local más grande —le dijo.

—Ya lo había estado pensando —asintió Bezam—. Sí. Algo con columnas bonitas en la entrada. Y mi hija Calíope toca el órgano muy bien, no estaría nada mal que hiciera el acompañamiento. También tiene que haber montones de pintura dorada, y decoración de escarola…

Le brillaban los ojos.

Eso había encontrado otra mente.

Holy Wood sueña.

…y convertirlo en un palacio, como el legendario Roxie en Klatch, o el templo más rico que haya existido, con esclavas para vender los pajaritos y los cacahuetes, y Bezam Planter caminando por él con aires de dueño, vestido con una chaqueta roja llena de bordados de oro…

—¿Eh? —se sobresaltó, mientras el sudor le perlaba la frente.

—He dicho que me tengo que ir —repitió Ruina—. En el negocio de las imágenes en acción, hay que estar siempre en acción, ya sabes.

—La señora Planter dice que tenéis que hacer más películas con ese joven —señaló Bezam—. Toda la ciudad habla de él. Según me ha contado, muchas mujeres se desmayaron cuando les dirigió esa mirada ardiente suya. La ha visto cinco veces —añadió, con la voz repentinamente teñida de sospecha—. Y esa chica… ¡ufff!

—No te preocupes por nada —sonrió Ruina—. Los tengo con contrato en exclu…

La sombra de una duda cubrió su rostro.

—Hasta pronto —añadió bruscamente.

Salió corriendo del edificio.

Bezam se quedó solo, y miró a su alrededor, contemplando el interior del mugriento Odium, mientras su imaginación calenturienta llenaba los rincones oscuros de palmeras en macetas, decoraciones doradas y querubines regordetes. Sus pies aplastaron cáscaras de cacahuetes y bolsas de pajaritos. Hay que hacer que lo limpien antes de la próxima sesión, pensó. Supongo que ese mono volverá a estar el primero en la cola.

Entonces, sus ojos se posaron en el cartel de Espadas de Pasión. Increíble, realmente increíble. La verdad era que no había habido volcanes ni elefantes, y los monstruos no eran más que trolls con cosas raras pegadas a los cuerpos, pero en aquel primer plano… bueno… todos los hombres habían suspirado, y luego todas las mujeres habían suspirado… Era como la magia. Sonrió a las imágenes de Víctor y Ginger.

Se preguntó qué estarían haciendo aquellos dos en ese momento. Probablemente, comer caviar en platos de oro, y caminar sobre cojines, absolutamente felices. Seguro.

 

—No pareces nada feliz, muchacho —dijo el guardador de caballos.

—Es que me temo que no le cojo el tranquillo a esta profesión —confesó Víctor.

—Ah, claro, porque guardar caballos es un trabajo difícil —asintió el hombre—. Hay que aprender todos los matices, hay que ensayar el estilo descarado pero no demasiado atrevido del experto. La gente no sólo quiere que le sujetes el caballo, ¿sabes? Quieren que se lo sujetes como un profesional.

—¿De verdad?

—Quieren que estés en tu papel —siguió el otro—. No es sólo cuestión de coger las riendas.

Víctor empezó a comprender.

—O sea, que es como actuar —dijo.

El guardador de caballos se dio un toquecito en la nariz de patata.

—¡Exacto!

 

En Holy Wood brillaban las antorchas. Víctor luchó contra la multitud que se apelotonaba en la calle principal. Todos los bares, todas las tabernas, hasta la última tienda, tenían las puertas abiertas de par en par. Un mar de gente entraba y salía de todas partes. Víctor probó a saltar para ver las caras de los transeúntes.

Se encontraba solo, perdido y muy hambriento. Tenía que hablar con alguien, y no la veía por ninguna parte.

—¡Víctor!

El joven se dio media vuelta. Rock cayó sobre él como una avalancha.

—¡Víctor! ¡Amigo mío!

Un puño del tamaño y dureza de unos cimientos de piedra lo golpeó en el hombro juguetonamente.

—Ah, hola —respondió Víctor débilmente—. Eh… ¿cómo van las cosas, Rock?

—¡De maravilla! ¡De maravilla! ¡Mañana por la mañana empezaremos a rodar La Oscura Amenaza del Valle de los Trolls.

—Me alegro mucho por ti.

—¡Eres mi humano de la suerte! —sonrió Rock—. ¡Rock! ¡Es un nombre sensacional! ¡Venga, vamos a tomar algo, te invito yo!

Víctor aceptó. La verdad era que no tenía otra alternativa, porque Rock le había agarrado por el brazo antes de echar a andar entre la multitud como un rompehielos. Mitad caminando y mitad a rastras, el joven se dejó arrastrar hasta la puerta más cercana.

Una luz azulada iluminaba un cartel. Casi todos los morporkianos sabían leer en troll, que no era un idioma en absoluto difícil. Las angulosas runas decían: El Liásico Azul.

Era un bar de trolls.

El brillo mortecino de los hornos colocados bajo la losa de piedra que servía como mostrador era la única iluminación. Permitía distinguir a tres trolls tocando… bueno, algo de percusión, pero Víctor no conseguía enterarse de qué era, porque el nivel de decibelios estaba ya en las regiones donde el ruido es una fuerza sólida que hace vibrar los globos oculares. El humo de los hornos era tan espeso que ocultaba el techo.

—¿Qué vas a tomar? —rugió Rock.

—No tendrá que ser metal fundido, ¿no? —se estremeció Víctor.

Para hacerse oír, tenía que chillar a pleno pulmón.

—¡Tenemos todo tipo de bebidas humanas! —gritó la troll hembra situada tras el mostrador.

Tenía que ser hembra. De eso no quedaba duda. Guardaba un cierto parecido con las estatuillas de las diosas de la fertilidad que habían tallado hacía miles de años los hombres de las cavernas, pero en versión gigante.

—¡Somos muy cosmopolitas! —añadió la troll con un rugido de risa.

—¡Entonces, una cerveza!

—¡Y un flores de azufre on the rocks, Rubí! —añadió Rock.

Víctor aprovechó la ocasión para mirar a su alrededor, ahora que empezaba a acostumbrarse a la penumbra y los tímpanos se le habían entumecido piadosamente.

Se dio cuenta de que había masas de trolls sentados junto a largas mesas, y, cosa insólita, algún que otro enano. Por lo general, los enanos y los trolls peleaban entre sí como… bueno, como enanos y trolls. En sus montañas natales había un estado de venganza constante. Desde luego, Holy Wood podía cambiarlo todo.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —gritó Víctor a la oreja puntiaguda de Rock.

—¡Cómo no!

Rock dejó su copa. Incluía una pequeña sombrilla de papel, que empezaba a chamuscarse por el calor.

—¿Has visto a Ginger? ¿Sabes quién te digo? ¿Ginger?

—¡Trabaja en el local de Borgle!

—¡Sólo por las mañanas! ¡Ahora vengo de allí! ¿Adonde suele ir cuando no está trabajando?

—¿Quién sabe adonde va la gente aquí?

Entre la densa atmósfera del local, se hizo un repentino silencio. Uno de los trolls cogió una piedrecita del suelo y empezó a dar golpes suaves en la mesa con ella, marcando un ritmo lento y pegadizo que se aferraba a las paredes igual que el humo. Y, de entre el humo, surgió Rubí, como un galeón saliendo de la niebla, con una ridícula boa de plumas en torno al cuello.

Era la deriva continental con curvas.

Empezó a cantar.

Los trolls se levantaron, en un silencio reverente. Tras un rato, Víctor escuchó un sollozo. Las lágrimas corrían por las mejillas de Rock.

—¿De qué habla la canción? —susurró.

Rock se inclinó hacia él.

—Es una antigua canción folclórica de los trolls —le explicó—. Cuenta la historia de Ámbar y Jaspe. Eran… —Titubeó y movió las manos en un gesto vago—. Amigos. Muy buenos amigos.

—Creo que te entiendo.

—Y un día, cuando Ámbar va a su cueva para llevarle la cena, se lo encuentra… —Rock movió las manos en otro gesto igual de vago, pero ampliamente descriptivo—. Se lo encuentra con otra troll. Así que se va a casa, coge el garrote, vuelve y lo mata a golpes, tump, tump, tump. Porque él era su troll, y la había traicionado. Es una canción muy sentimental, muy romántica.

Víctor miró a Rubí. La troll, todo ondulaciones, había bajado del pequeño escenario y se deslizaba entre los clientes del local, como una pequeña montaña sobre un carrito. Debe de pesar más de dos toneladas, pensó. Si se me sienta en las rodillas, tendrán que despegarme del suelo como si fuera una alfombra.

—¿Qué le acaba de decir a ese troll? —preguntó cuando todos los presentes estallaron en carcajadas.

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