Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Se encogió de hombros al estilo canino.

—¿A qué te refieres con eso de que tengo un aspecto especial? —insistió Víctor.

—Pues eso, que tienes un aspecto especial. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos, ya me entiendes.

—¿Qué aspecto?

—Pues ya me entiendes, que has sido llamado aquí y no sabes por qué. —Gaspode trató de rascarse la oreja de nuevo—. Te vi haciendo de Cohen el Bárbaro —añadió, cambiando de tema.

—Eh… ¿y qué te pareció? —quiso saber Víctor.

—Bueno… supongo que, mientras el viejo Cohen no se entere, no te pasará nada.

 

—¡He preguntado que cuánto hace que se fue de aquí! —gritó Escurridizo.

En el pequeño escenario, Rubí cantaba algo con una voz como un barco a punto de hundirse y en medio de un espeso banco de niebla.

—GrooOOowwonnogghrhhooOOo…[6]

—¡Estaba aquí hace nada! —aulló Rock a modo de respuesta—. ¡Y a ver si me dejas escuchar la canción de una puñetera vez! ¿Vale?

—… OowoowgrhhffrghooOOo… [7]

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dio un codazo a Detritus, que arrastraba los nudillos por el suelo y contemplaba con la boca abierta el espectáculo que se desarrollaba en el escenario.

Hasta aquel momento, la vida del viejo troll había sido sencilla: se limitaba a recibir dinero de unas personas para golpear a otras personas.

Pero ahora se le empezaba a complicar. Rubí le había guiñado un ojo.

El descascarillado corazón de Detritus hervía con sensaciones extrañas, desconocidas.

—… groooOOOooohoofooOOoo… [8]

—¡Vamos de una vez! —le gritó Ruina.

Detritus consiguió recuperar el control perdido sobre sus piernas y dirigió una última mirada anhelante hacia el escenario.

—… ooOOOgooOOmoo. OOhhhooo… [9]

Rubí le lanzó un beso. Detritus se puso del color del granate recién sacado de la cantera.

 

Gaspode lo guió para salir del callejón y atravesar la oscura extensión de maleza, arbustos esqueléticos y dunas que había tras la ciudad.

—En este lugar hay algo que no va bien, estoy seguro —murmuró.

—Es diferente —lo corrigió Víctor—. ¿Qué quieres decir con eso de que no va bien?

Gaspode tenía pinta de estar a punto de escupir.

—Mírame a mí, por ejemplo —replicó, haciendo caso omiso de la interrupción—. Soy un perro. En toda mi vida, jamás había soñado más que con cazar algún que otro bicho. Y con el sexo, por supuesto. Y ahora, de repente, tengo estos sueños. Sueños en color. Me ponen los pelos de punta. Porque yo en mi vida había visto colores, ¿sabes? Los perros vemos en blanco y negro, supongo que ya estabas enterado, con todo lo que has leído… Y te garantizo que el rojo es una sorpresa de mil diablos. Te pasas la vida creyendo que la cena es de color blanco hueso con algunos matices de gris, y de pronto te encuentras que has estado comiendo cosas color púrpura y rojo escalofriante.

—¿Qué clase de sueños? —inquirió Víctor.

—Da vergüenza hasta decirlo —suspiró Gaspode—. Mira, por ejemplo en uno el río se ha llevado un puente, y yo tengo que correr y ladrar para avisar a todo el mundo, ¿entiendes? Y en otro hay una casa en llamas, y yo saco a rastras a los críos que viven ahí. Tengo otro sueño en el que unos niños se han perdido en unas cuevas, y yo los encuentro y guío hasta ellos a la gente que los busca… Pero el caso es que detesto a los niños. Y, aun así, últimamente, parece que no sé hacer otra cosa que pasarme la vida rescatando gente, o salvando a gente, o deteniendo a ladrones, o lo que sea. No sé si me entiendes, ya he vivido siete años, he tenido parásitos, moquillo, garrapatas y unas pulgas que te mueres, maldita la falta que me hace ponerme en plan héroe cada vez que me echo a dormir.

 

—Vaya, ¡qué interesante es la vida cuando la ves desde el punto de vista de otro! —exclamó Víctor.

Gaspode puso en blanco los ojos legañosos.

—Eh… ¿adonde vamos? —quiso saber el joven.

—A ver a unos cuantos habitantes de Holy Wood —replicó el perro—. Porque aquí está pasando algo muy, muy raro.

—¿En la colina? No tenía ni idea de que en la colina viviera gente.

—No son gente —fue la respuesta de Gaspode.

 

Una pequeña hoguera de ramitas ardía en la ladera de la colina Holy Wood. Víctor la había encendido porque… bueno, porque le resultaba tranquilizadora. Porque era el tipo de cosas que hacían los seres humanos.

Sentía la necesidad de recordarse que era humano, y que probablemente no estaba loco.

No porque hubiera estado hablando con un perro. Había mucha gente que hablaba con los perros. Y lo mismo se podía decir del gato. Quizá hasta incluso del conejo. En cambio, la conversación con el ratón y con el pato podía empezar a considerarse dentro de los límites de lo extraño.

—¿Te crees que nosotros queríamos hablar? —le espetó el conejo—. Yo era un conejo normal y corriente, la mar de feliz, y entonces, de repente, ¡pumba!, empiezo a pensar. Es una auténtica pesadilla cuando lo que quieres es realizarte como conejo. Un conejo busca hierba y sexo, no le interesan para nada los pensamientos como, «¿De dónde venimos, adonde vamos, cuál es el sentido de la vida?».

—Sí, pero tú al menos comes hierba —señaló Gaspode—. Por lo menos a ti la hierba no te habla. Cuando tienes hambre, lo que menos falta te hace es un jodido acertijo ético haciéndote preguntas desde el plato.

—¿Y tú crees que lo tuyo son problemas? —intervino el gato, que al parecer le leía la mente—. Yo sólo puedo comer pescado. No te imaginas lo que es poner la zarpa sobre tu cena y que empiece a gritar «¡Socorro!».

Se hizo un largo silencio. Todos miraron a Víctor. Incluido el ratón. Incluido también el pato. El pato parecía particularmente agresivo. Seguramente había oído hablar de la salsa de naranja.

—Eso, fíjate en nosotros —asintió el ratón—. Yo estaba tan tranquilo, corriendo porque me perseguía éste… —Señaló al gato, que se erguía amenazador a su lado—. Iba por toda la cocina, aterrado, como debe ser, con chilliditos y todo eso. Entonces oigo una especie de zumbido sobre mi cabeza, y veo una sartén… ¿lo entiendes? Hasta hacía un segundo, no sabía ni lo que era freír un huevo. Entonces, me dio por agarrarla por el mango, y en cuanto éste dio la vuelta a la esquina, clang. Se quedó tambaleándose, preguntando «¿Qué me ha golpeado?». Y yo voy y le digo, «Yo». En ese momento, los dos nos dimos cuenta de que estábamos hablando.

Conceptualizando —intervino el gato.

Era un gatazo negro, con las zarpas blancas, orejas como dianas de tiro al blanco y la cara llena de cicatrices de un felino que ya ha vivido plenamente ocho vidas.

—¿Qué te parece? —siguió el ratón.

—Decidle lo que hicisteis a continuación —intervino Gaspode.

—Vinimos aquí —explicó el gato.

—¿Desde Ankh-Morpork? —se asombró Víctor.

—Sí.

—¡Está a casi cincuenta kilómetros!

—Sí, y te garantizo que no es fácil hacer auto-stop cuando eres un gato —suspiró el felino.

—¿Lo ves? —dijo Gaspode—. Desde que empezó todo esto, sucede lo mismo constantemente. A Holy Wood llegan todo tipo de seres. Ninguno sabe por qué ha emprendido el viaje, sólo que es importante estar aquí. Y no se comportan como en el resto del mundo. He estado observándolo todo. Aquí pasa algo muy raro.

El pato graznó. En aquel graznido había palabras, pero tan trastocadas por la incompatibilidad del pico y la laringe que Víctor no entendió ni una.

Los animales atendieron, compasivos.

—¿Qué pasa, Pato? —inquirió el conejo.

—El pato dice —tradujo Gaspode— que es como eso de las corrientes migratorias. Que se siente igual que cuando emigraba su bandada.

—¿De verdad? Yo no he tenido que venir de tan lejos —contribuyó el conejo—. Nosotros vivíamos ya en las dunas. —Suspiró con tristeza—. Siempre habíamos vivido en las dunas. Durante tres felices años y cuatro días infernales —añadió.

A Víctor se le ocurrió una idea.

—Entonces, ¿llegasteis a conocer al anciano de la playa? —preguntó.

—Ah, ese tipo. Sí. Y tanto. Se pasaba la vida subiendo aquí.

—¿Qué clase de persona era? —quiso saber el joven.

—A ver si me entiendes, tío, hasta hace cuatro días todo mi vocabulario consistía en dos verbos y un sustantivo. ¿Cómo demonios quieres que tenga una opinión sobre él? Lo único que sé es que no nos molestaba. Seguramente pensábamos que era una roca con patas, o algo así.

Víctor pensó en el libro de notas que llevaba en el bolsillo. Cánticos y hogueras. ¿Qué tipo de persona hacía aquellas cosas?

—No tengo ni idea de qué está pasando —dijo—. Pero me gustaría averiguarlo. Escuchad, ¿no tenéis nombres? Me siento un poco raro hablando con gente que no se llama de ninguna manera.

—El único que tiene nombre soy yo —respondió Gaspode—. Como soy un perro… Me lo pusieron en honor al famoso Gaspode, ya te puedes imaginar.

—Una vez un niño me llamó Michino —aportó el gato, dubitativo.

—Pues yo pensaba que teníais nombres en vuestro propio idioma —insistió Víctor—. No sé, algo como «Zarpas Fuertes» o… o «Cazador Veloz». O cosas por el estilo.

Sonrió, alentador.

Los otros lo miraron, sin comprender.

—Es que lee libros —les explicó Gaspode—. Mira, intentaré que lo entiendas —añadió al tiempo que se rascaba vigorosamente—. Los animales no nos solemos molestar en tener nombres. Porque sabemos quiénes somos.

—Pues la verdad es que me gusta eso de «Cazador Veloz» —intervino el ratón.

—En realidad, ese nombre parece más apropiado para un gato —dijo Víctor, que empezaba a sudar—. Los ratones suelen tener nombres más pacíficos y cariñosos, como… como «Patitas».

—¿Patitas? —inquirió el ratón con frialdad. El conejo sonrió.

—Y… y siempre pensé que los conejos se llamaban Bolita. O Tambor —insistió el joven.

El conejo dejó de sonreír y giró las orejas.

—Oye, tío… —empezó.

—No sé si conocéis esa leyenda… —intervino Gaspode alegremente, en un intento de calmar los ánimos y reavivar la conversación—. Esa que cuenta que los dos primeros seres humanos del mundo dieron nombre a todos los animales. Qué cosas, ¿eh?

Víctor se sacó el libro del bolsillo para ocultar su vergüenza. Entonar cánticos y encender hogueras. Tres veces al día.

—Este anciano… —empezó a decir.

—¿Qué tenía de especial? —le espetó el conejo—. ¡Si no hacía nada más que subir aquí, a la colina, y hacer ruido un par de veces al día! Era como un… como un… para marcar el tiempo… —titubeó—. Siempre a las mismas horas. Varias veces al día.

—Tres veces al día. Tres sesiones. ¿Como si fuera una especie de teatro? —preguntó Víctor, pasando el dedo por la página.

—No sabíamos contar hasta tres —replicó el conejo con amargura—. Sólo diferenciábamos entre uno y varios. Varias veces. —Miró a Víctor—. Tambor —repitió en tono despectivo.

—Y gente procedente de otros lugares le traía pescado —insistió el joven, sin darse por aludido—. Porque por estos alrededores no vive nadie. Debían de venir de muchos kilómetros de distancia. Había gente que navegaba kilómetros y kilómetros para traerle pescado. Como si el viejo no quisiera comer los peces de estas playas. ¡Y hay a montones! Cuando fui a nadar, vi una langosta increíble.

—¿Y cómo la llamaste? —bufó Tambor, que no era un conejo que olvidara un insulto fácilmente—. ¿Doña Pinzas?

—Sí, me interesa que eso quede bien claro —chilló el ratón—. Entre los míos, soy un ratón de cierta posición. Puedo dar órdenes a cualquier otro roedor de la casa. Quiero un nombre a mi altura. Si ahora alguien se dedica a llamarme Patitas… —Miró directamente a Víctor—, ese alguien estará pidiendo a gritos que le sacuda en la cabeza con una sartén. ¿Ha quedado claro?

El pato lanzó un largo graznido.

—Un momento, un momento —intervino Gaspode—. Conservemos la calma. Según el pato, todo esto forma parte del mismo problema. Aquí están viniendo humanos, enanos, trolls y todo tipo de seres. De pronto, hasta los animales empiezan a hablar. El pato dice que cree que la causa se encuentra en Holy Wood.

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