Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Contempló horrorizado al gran simio que, con un gruñido, agarró un trozo de película con ambas manos y, de dos mordiscos, lo censuró. Luego el bibliotecario lo puso en pie, le sacudió el polvo de la ropa, le dio unas palmaditas en la cabeza, depositó el enrevesado montón de película desenrollada en sus brazos impotentes, y salió rápidamente de la habitación con unos cuantos fotogramas de película colgando de una zarpa peluda.

Bezam se lo quedó mirando sin poder hacer nada.

—¡Te voy a prohibir la entrada! —gritó, cuando consideró que el simio estaba lo suficientemente lejos como para no poder oírlo. Entonces, bajó la vista hacia los dos extremos cortados. No era poco corriente que las películas se rompieran. Bezam se había pasado muchos minutos febriles cortando y pegando, mientras el público pateaba alegremente y lanzaba cacahuetes, cuchillos y hachas de doble filo a la pantalla con entusiasmo.

Dejó que las volutas de película cayeran a su alrededor, y buscó rápidamente las tijeras y el pegamento. Al menos (esto lo averiguó tras examinar a la luz de una lámpara los dos extremos del corte), el bibliotecario no se había llevado un trozo muy interesante. Era extraño. Bezam se habría apostado cualquier cosa a que el simio había elegido el trozo en que la chica mostraba demasiado pecho, o bien una de las escenas de peleas. Pero lo único que había cogido era el trozo en el que aparecían los hijos del desierto galopando por las llanuras, en fila india, todos en camellos idénticos.

—No sé para qué querría eso —refunfuñó al tiempo que destapaba el bote de pegamento—. Ahí sólo aparecían un montón de rocas.

 

Víctor y Gaspode estaban de pie entre las dunas arenosas cercanas a la playa.

—Ahí es donde estaba la choza de troncos —dijo Víctor, señalando con el dedo—. Además, si miras bien, verás una especie de camino que llevaba hacia la cima de la colina. Pero el caso es que en esa colina no hay nada más que árboles viejos.

Gaspode volvió la vista hacia la Bahía de Holy Wood.

—Es extraño que tenga una forma tan circular —apuntó.

—A mí también me lo pareció —asintió Víctor.

—Oí decir a alguien que aquí hubo en el pasado una ciudad, pero sus habitantes eran tan malvados que los dioses la convirtieron en un charco de cristal fundido —dijo Gaspode, aunque no viniera mucho a cuento—. Y además, la única persona que vio cómo sucedía se transformó en una columna de sal durante el día y en un batidor de mantequilla durante la noche.

—Cielos. ¿Qué había estado haciendo esa gente?

—Ni idea. Seguramente, no fue gran cosa. Hace falta bien poco para molestar a los dioses.

¡Yo buen chico! ¡Buen chico Laddie!

El perro llegó trotando sobre las dunas, como un cometa de pelaje dorado y naranja. Frenó con un patinazo delante de Gaspode, y luego empezó a dar saltitos, nervioso, al tiempo que ladraba.

—Se ha escapado y ahora quiere que juegue con él —dijo Gaspode, despectivo—. ¿No es ridículo? ¡Muérete, Laddie!

Laddie, obediente, se dejó caer rodando, con las patas en el aire.

—Le gustas —señaló Víctor.

—Ja —bufó Gaspode—. ¿Cómo vamos a conseguir los perros que se nos respete aunque sólo sea un poco si vamos por ahí adorando a la gente, simplemente porque nos dan algo de comer? ¿¿Qué quiere que haga con esto??

Laddie había dejado caer un palito delante de Gaspode, y lo miraba expectante.

—Quiere que lo lances lejos —explicó Víctor.

—¿Para qué?

—Para que él te lo traiga.

—Lo que no consigo comprender —dijo el perro, cuando Víctor recogió el palito y lo lanzó a la distancia, mientras Laddie salía corriendo tras él—, es cómo es que descendemos de los lobos. Es decir, por término medio, los lobos son tipos inteligentes, ¿entiendes a qué me refiero? Mentes llenas de astucia, y todo eso. Zarpas grises que corren sobre la tundra virgen, ahí es a donde quería llegar.

Gaspode contempló pensativo las montañas lejanas.

—Y de repente, unas cuantas generaciones más tarde, tenemos a Percy el Cachorro, con su morro húmedo, sus ojos animados, su pelaje brillante y el cerebro de un arenque en salazón.

—Y a ti —añadió Víctor.

Laddie llegó en medio de una nube de arena, y dejó caer el palito mojado delante de él. Víctor lo recogió y lo lanzó de nuevo. Laddie se alejó saltando, ladrando hasta ponerse enfermo de emoción.

—Sí, bueno —asintió Gaspode, deambulando sobre sus patas torcidas—. Pero la diferencia está en que yo sé cuidar de mí mismo. Ahí fuera, el perro es un lobo para el perro. ¿Tú crees que ese cretino tan mono sobreviviría cinco minutos en Ankh-Morpork? En cuanto pusiera una pata en las calles, lo convertirían en tres pares de guantes de piel y en dos platos combinados en el primer restaurante klatchiano abierto las veinticuatro horas.

Víctor volvió a lanzar el palito.

—Dime —pidió—, ¿quién fue ese famoso Gaspode, en honor al cual te pusieron el nombre?

—¿No has oído hablar de él?

—No.

—Pues fue muy famoso.

—¿Era un perro?

—Sí. Vivió hace muchos años. Había no sé qué tío en Ankh que la palmó. Practicaba una de esas religiones extrañas en las que te entierran cuando te mueres, y el tipo tenía este perro viejo…

—… ¿llamado Gaspode…?

—Eso es, y este perro viejo había sido su única compañía durante muchos años. El caso es que, cuando enterraron al tipo, se tendió sobre su tumba y aulló y aulló durante un par de semanas. Gruñía a todo el que se atrevía a acercarse. Y luego se murió.

Víctor se detuvo cuando iba a lanzar el palito de nuevo para Laddie.

—Es una historia muy triste —dijo.

Lo lanzó. Laddie echó a correr tras él, y desapareció entre unos árboles resecos de la ladera de la colina.

—Sí. Todo el mundo dice que eso demuestra lo sincero y eterno que es el amor que un perro profesa a su amo —suspiró Gaspode, escupiendo las palabras como si fueran hebras de tabaco.

—¿Y tú no lo crees?

—La verdad es que no. Lo que creo es que cualquier jodido perro se quedará tendido y aullará si le pillas la cola con la losa de la tumba.

Se oyeron feroces ladridos.

—No te preocupes por él, seguro que se ha encontrado con una roca amenazadora, o algo por el estilo —dijo Gaspode, despectivo.

Había encontrado a Ginger.

 

El bibliotecario arrastró los nudillos decididamente por el laberinto que era la biblioteca de la Universidad Invisible, y descendió por los peldaños que llevaban a las estanterías de máxima seguridad.

Casi todos los libros de la biblioteca eran considerablemente más peligrosos que los libros normales, por el simple hecho de ser mágicos. La mayoría estaban encadenados a los estantes para impedir que se pasaran el día revoloteando por la estancia.

Pero, los niveles inferiores…

… en los niveles inferiores era donde se guardaban los libros malvados, los libros cuyo comportamiento, o cuyo mero contenido exigía una estantería entera, cuando no una habitación entera, para ellos solos. Libros caníbales, libros que, si se quedaban en un estante con sus congéneres más débiles, aparecerían a la mañana siguiente mucho más gordos y con pinta de satisfacción junto a un montoncito de cenizas humeantes. Eran libros cuyas páginas podían reducir una mente desprotegida a la condición de queso azul. Se trataba de libros que no eran simples libros de magia, sino libros mágicos.

Se dicen muchas tonterías sobre la magia. La gente va por ahí hablando de armonías místicas, equilibrios cósmicos y unicornios… y todo eso es a la auténtica magia lo que una marioneta de guante a la Royal Shakespeare Company.

La auténtica magia es la mano que se acerca al interruptor, la chispa que prende en la caja de pólvora, la distorsión dimensional que te lleva de bruces al corazón de una estrella, la espada llameante que arde desde la punta al pomo. Es mucho más seguro hacer malabarismos con antorchas en un pozo lleno de alquitrán que trastear con la auténtica magia. Es mucho más seguro tumbarse delante de un millar de elefantes.

Al menos, eso es lo que dicen los magos, y por eso se permiten el lujo de cobrar unas tarifas tan desmesuradas por tener que practicarla.

Pero allí abajo, en los oscuros túneles, no había manera de esconderse detrás de amuletos, túnicas con estampado de estrellas y sombreros puntiagudos. Aquí abajo, o la tenías o no la tenías. Y si no la tenías, lo tenías crudo.

Al paso del bibliotecario, se oían sonidos amortiguados detrás de las pesadas puertas de barrotes. En un par de ocasiones, algo muy pesado se lanzó contra una puerta, haciendo que se estremecieran las bisagras.

También había ruidos.

El orangután se detuvo delante de una entrada en forma de arco, bloqueada por una puerta que no era de madera, sino de piedra. La puerta estaba fabricada de manera tal que se podía abrir fácilmente desde el exterior, pero era capaz de soportar cualquier presión procedente del interior.

Hizo una pausa momentánea, y luego rebuscó en un pequeño nicho. Extrajo una máscara de hierro y cristal ahumado, que se puso, y un par de pesados guantes de piel reforzados con acero. También había una antorcha hecha con trapos empapados en aceite. La encendió en una de las titubeantes lámparas que iluminaban el túnel.

En el fondo del nicho había una llave de latón.

Cogió la llave, y respiró hondo.

Todos los Libros de Poder tienen su naturaleza particular. El Octavo era rudo y dominante. El Grimorio Para Morirte de Risa era aficionado a poner en práctica algunas bromas mortíferas. El Placer Tántrico de Amar se tenía que mantener constantemente en agua helada. El bibliotecario conocía cada uno de los libros, y sabía muy bien cómo tratar con ellos.

Éste era diferente. Por lo general, la gente sólo veía copias de décima o duodécima generación, tan semejantes al auténtico original como el dibujo de una explosión es semejante a… bueno, a una explosión. Éste era el libro que había absorbido la maldad pura de grafito gris del tema que trataba.

Su nombre estaba grabado en grandes letras sobre el arco, para que ni hombres ni simios lo olvidaran.

NECROTELICOMNICON.

El bibliotecario metió la llave en la cerradura y elevó una plegaria a los dioses.

—Oook —dijo fervorosamente—. Oook.

La puerta se abrió.

En la oscuridad del interior, una cadena tintineó ligeramente.

 

—Todavía respira —dijo Víctor.

Laddie saltaba en torno a ellos, sin dejar de ladrar furiosamente.

—Supongo que deberías aflojarle la ropa, o algo por el estilo —sugirió Gaspode—. No era más que una idea —se apresuró a añadir—. Tampoco es para que me mires así. Soy un perro, ¿qué quieres que sepa?

—Parece que está bien, pero… mírale las manos —indicó Víctor—. ¿Qué demonios habrá estado intentando hacer?

—Abrir esa puerta —replicó Gaspode.

—¿Qué puerta?

—Esa de allí.

Parte de la arena de la colina se había deslizado. De la tierra surgían ahora enormes bloques de cemento. Se veían los tocones de antiguas columnas, que se alzaban en el aire como dientes fluorizados.

Entre dos de ellos había una entrada en forma de arco, tres veces tan alta como Víctor. La sellaban un par de puertas color gris claro, que o bien eran de piedra o de madera a la que los años habían dado la dureza de la piedra. Una de ellas estaba ligeramente abierta, pero la arena que había caído delante le había impedido abrirse más. En la arena había surcos frenéticos, como si alguien hubiera estado intentando apartarla a la desesperada. Ginger había querido quitarla con las manos.

—Vaya tontería, con este calor —dijo Víctor vagamente.

Paseó la mirada desde la puerta hasta el mar, y luego volvió a clavar la vista en Gaspode.

Laddie excavaba en la arena, muy excitado, y ladraba a la ranura que quedaba entre las puertas.

—¿Para qué hace eso? —preguntó Víctor, que de pronto estaba asustado—. Tiene todo el pelaje de punta. ¿Crees que puede tener una de esas misteriosas premoniciones animales sobre algo maligno?

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