Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

¡Sonido! Según se decía, los primeros estudios que consiguieran el sonido, se harían dueños de Holy Wood. La gente acudía ahora en bandadas a ver las películas, pero ya se sabe que el público se aburre pronto. El color era otra cosa. El color no era más que cuestión de criar demonios capaces de pintar a la suficiente velocidad. Lo verdaderamente novedoso sería el sonido.

Mientras llegaba, se habían tomado medidas muy diferentes. El estudio de los enanos se había apartado de la práctica habitual de escribir el diálogo en carteles y colocarlos entre las escenas, y habían inventado los subtítulos. Los subtítulos funcionaban muy bien, aunque los actores tenían que acordarse de no avanzar demasiado para no derribar las letras.

Pero, si no había sonido, era imprescindible llenar toda la pantalla con un festín para los ojos. El ruido de los martillazos había sido siempre el sonido de fondo en Holy Wood, pero ahora parecía redoblado…

En Holy Wood se estaban construyendo las ciudades de todo el mundo.

Alquimistas Unidos fueron los que empezaron, con un bosque entero en escala uno-diez, y una réplica sobre lienzo de la Gran Pirámide de Camis-Et. Pronto los matorrales resecos de la colina se llenaron de calles enteras de Ankh-Morpork, palacios de Pseudópolis, castillos de las regiones del Eje… en algunos casos, las calles estaban pintadas por la parte de detrás de los palacios, de manera que lo único que separaba a los príncipes del populacho era el espesor de una lona pintarrajeada.

Víctor se pasó el resto de la mañana trabajando en una película de un rollo. Ginger apenas le dirigió la palabra, ni siquiera después del beso obligatorio cuando la rescató de lo que fuera Morry aquel día. La magia de Holy Wood que funcionaba sobre ellos no estaba funcionando aquel día. Víctor se alegró de terminar.

Después, se dedicó a vagabundear por entre la maleza, y a observar cómo se iniciaba el adiestramiento de Laddie, el Perro Maravilla.

Al ver aquel cuerpo esbelto, aerodinámico como una flecha, que saltaba por encima de los obstáculos y mordía a su entrenador en un brazo bien acolchado, no cabía duda de que se trataba de un perro casi diseñado por la naturaleza para ocupar un lugar privilegiado en las imágenes en acción. Hasta sus ladridos eran fotogénicos.

—¿Y sabes qué dice concretamente? —preguntó una voz gruñona junto a Víctor.

Era Gaspode, la viva imagen del abatimiento con las patas torcidas.

—Sí, ¿qué dice?

Yo Laddie. Yo buen chico. Buen chico Laddie —refunfuñó Gaspode—. ¿No te dan ganas de vomitar?

—Bueno, vale, pero… ¿podrías tú saltar un obstáculo de un metro ochenta? —inquirió Víctor.

—¿Y eso te parece inteligente? —replicó el perro, airado—. Yo me limitaría a pasar por un lado… oye, ¿qué están haciendo ahora?

—Parece que le dan la comida.

—¿Y a eso lo llaman comida?

Víctor se quedó mirando cómo Gaspode avanzaba para echar un vistazo en el cuenco del otro perro. Laddie le dirigió una mirada de soslayo. Gaspode ladró en voz baja. Laddie gimoteó. Gaspode ladró de nuevo.

Hubo un prolongado intercambio de ladridos breves.

Luego, Gaspode volvió trotando, y se sentó al lado de Víctor.

—Mira ahora —indicó.

Laddie cogió el cuenco de comida en la boca, y lo volvió del revés.

—Era una cosa repugnante —susurró Gaspode—. Todo ternillas y sobras. No se lo daría ni a un perro, y yo soy un perro.

—¿Le has dicho que tirara su propia comida? —exclamó Víctor, horrorizado.

—Y me ha parecido un muchacho muy obediente —asintió Gaspode, complacido.

—¡Qué cosa más cruel!

—No, qué va. También le he dado unos consejos.

Laddie ladró en tono dominante a la gente que se arremolinaba en torno a él. Víctor los oyó hacer comentarios entre ellos.

El perro no quiere comer —le llegó la voz de Detritus—. El perro pasará hambre.

—No seas bestia. ¡El señor Escurridizo dice que vale más que nosotros!

—Quizá no es la comida a la que está acostumbrado. La verdad es que es un perro de postín, y lo que le hemos puesto daba asco, ¿no?

—¡Es comida para perros! ¡Es lo que se supone que comen los perros!

—Sí, vale, pero… ¿es comida para perros maravilla? ¿Qué comen los perros maravilla?

—¡El señor Escurridizo nos echará de comer al perro si hay algún problema!

—De acuerdo, de acuerdo… Detritus, ve al local de Borgle, a ver si tienen algo bueno. Que no te den lo que les ponen a los clientes.

—Ya le hemos dado lo que pone a los clientes.

—Por eso mismo.

Cinco minutos más tarde, Detritus volvió al lugar acarreando unos cinco kilos de carne cruda. Los dejó caer en el cuenco del perro. Los entrenadores se quedaron mirando fijamente a Laddie.

Laddie miró de soslayo a Gaspode quien asintió de manera casi imperceptible.

El gran perro puso una pata sobre uno de los extremos del trozo de carne, agarró el otro con los dientes, y lo desgarró de un tirón. Después, trotó por el terreno y fue a dejarlo caer respetuosamente delante de Gaspode, que examinó la comida con gesto crítico.

—No sé, no sé… —dijo por fin—. ¿A ti te parece que esto es el diez por ciento, Víctor?

—¿Has negociado su comida?

La voz de Gaspode le llegó amortiguada por la carne que tenía en la boca.

—Me parece que un diez por ciento es un trato justo. Muy justo, dadas las circunstancias.

—¿Sabes que eres un hijo de perra? —señaló Víctor.

—A mucha honra —replicó Gaspode al tiempo que masticaba.

Deglutió los últimos fragmentos de carne y suspiró con satisfacción.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—La verdad es que hoy debería acostarme pronto. Mañana saldremos muy temprano hacia Ankh-Morpork —respondió el muchacho, dubitativo.

—¿Sigues sin hacer progresos con el libro?

—Sí.

—Anda, deja que le eche un vistazo.

—¿Sabes leer?

—No lo sé, nunca lo he intentado.

Víctor miró a su alrededor. Nadie les prestaba atención. Nadie les prestaba atención nunca. Cuando las manivelas de las cajas de imágenes dejaban de dar vueltas, nadie se molestaba en mirar a los actores. Era como si se volvieran invisibles temporalmente.

Se sentó sobre un montón de tablones, abrió el libro al azar por una de las primeras páginas, y lo sostuvo ante la mirada crítica de Gaspode.

—Está lleno de marquitas —dijo al final el perro.

Víctor suspiró.

—Eso es escritura —dijo.

Gaspode entrecerró los ojos.

—¿El qué, todos esos dibujitos enanos?

—La escritura antigua era así. La gente dibujaba imágenes pequeñas para representar ideas.

—De manera que… si una imagen aparece mucho, eso significa que se trata de una idea importante, ¿no?

—¿Qué? Bueno… sí, es muy posible.

—Como el hombre muerto.

Víctor se había perdido.

—¿El hombre muerto de la playa?

—No. El hombre muerto que hay en estas páginas. ¿Lo ves? Está por todas partes.

Víctor lo miró extrañado, y luego cogió el libro para examinarlo más de cerca.

—¿Dónde? No veo a ningún hombre muerto.

Gaspode dejó escapar un bufido.

—Está aquí, por toda la página —dijo—. Tiene la misma pinta que esas tumbas que se ven en los templos antiguos y en sitios así, ¿sabes a qué me refiero? Esas que tienen una estatua rígida tumbada encima de la losa, con los brazos cruzados sobre el pecho y una espada entre las manos. Los muertos nobles.

—¡Santo dios! ¡Tienes razón! Parece una especie de… muerto…

—Seguro que toda la escritura habla de lo buen tipo que era cuando estaba vivo —dijo Gaspode con tono de entendido—. Ya sabes, que mató a miles, y esas cosas. Probablemente dejó mucho dinero para que los sacerdotes recitaran plegarias, encendieran velas y sacrificaran cabras y esas cosas. Antes esas cosas se hacían mucho. ¿Te lo imaginas? Esos tipos se pasaban la vida de putas, bebiendo y haciendo lo que les daba la gana, pero en cuanto la Parca asoma la guadaña afilada, de repente se vuelven la mar de religiosos y pagan montones de dinero a los sacerdotes para hacerle un lavado rápido al alma, la pintan por encima e intentan que los dioses se crean que eran gente de lo más decente.

—¿Gaspode? —dijo Víctor con voz neutra.

—¿Qué?

—Eras un perro de espectáculos callejeros. ¿Cómo es que sabes todas esas cosas?

—No soy sólo una cara bonita.

—Ni siquiera eres una cara bonita, Gaspode.

El perrito se encogió de hombros.

—Siempre he tenido ojos y oídos —dijo—. Te sorprendería saber la cantidad de cosas de las que se entera uno cuando es un perro. En su momento, no sabía qué significaban, claro. Pero ahora, sí.

Víctor volvió a mirar fijamente las páginas. Desde luego, aquella figurita se asemejaba mucho a la estatua de un caballero con las manos reposando sobre una espada, aunque había que entrecerrar un poco los ojos para advertir la similitud.

—Puede que no signifique que es un hombre —dijo—. La escritura pictográfica no funciona de esa manera. Todo se interpreta según el contexto, ¿sabes? —Se exprimió los sesos para intentar recordar algunos libros que había visto—. Por ejemplo, en el idioma agateo, los signos de «mujer» y «esclavo», cuando aparecen juntos, significan en realidad «esposa».

Observó detenidamente la página. El hombre muerto (o el hombre durmiendo, o el hombre de pie con las manos apoyadas sobre su espada… la figura era demasiado esquemática como para estar seguro), aparecía la mayoría de las veces junto a otro dibujo bastante común. Pasó el dedo por la línea de pictogramas.

—Mira —señaló de repente—, es posible que la figura del hombre sea sólo parte de una palabra. ¿Ves? Aquí, por ejemplo. Siempre está a la derecha de este otro dibujo, que parece… es como… como una puerta, o algo así. Así que quizá signifique realmente… «Puertahombre» —aventuró.

Giró el libro ligeramente.

—Puede que se trate de algún rey viejo —intervino Gaspode—. A lo mejor quiere decir que El Hombre de la Espada está Prisionero, o algo así. O quizá significa Cuidado, Hombre con Espada detrás de la Puerta. La verdad es que puede significar cualquier cosa.

Víctor examinó el libro de nuevo.

—Es raro —dijo, titubeante—. No parece muerto. Parece… no vivo. ¿A la espera de estar vivo? ¿Un hombre que espera con una espada?

Víctor examinó de cerca el dibujo esquemático del hombrecito. Apenas si tenía rasgos, pero aun así le resultaba vagamente familiar.

—¿Sabes? —empezó—. Es igual que mi Tío Osric…

 

Clicaclicaclica. Clic.

La película se detuvo. Se oyó el retumbar de los aplausos, el ruido de las pisadas por el pasillo, y el crepitar de las bolsas vacías de pajaritos.

En la primera fila del Odium, el bibliotecario contemplaba la pantalla, ahora vacía. Era la cuarta vez aquella tarde que veía la película Sombras del Desierto, porque los orangutanes de ciento cincuenta kilos tienen un no sé qué que hace que la gente no sienta demasiadas ganas de echarlos del local al acabar cada sesión. Junto a sus pies había un montón de cáscaras de cacahuetes y varias bolsas de papel arrugadas.

Al bibliotecario le encantaban las películas. Le hablaban directamente al alma. Incluso había empezado a escribir una historia que, en su opinión, sería buen material para las imágenes en acción[17]. Se la había enseñado a varios conocidos, y todos le habían dicho que era sencillamente excepcional, muchos incluso antes de leerla.

Pero aquella película en concreto tenía algo que le preocupaba. La había visto de principio a fin cuatro veces, y seguía preocupado.

Se levantó de los tres asientos que había estado ocupando, y arrastró los nudillos por el pasillo, en dirección a la pequeña sala donde Bezam estaba rebobinando ya la película.

Cuando el orangután abrió la puerta, Bezam alzó la vista.

—Fuera de… —empezó. En ese momento, sonrió desesperado, y se corrigió a media frase—. Hola, señor. Bonita película, ¿eh? Volveremos a proyectarla de un momento a otro y… ¿Qué demonios haces? ¡Estate quieto! ¡No puedes coger eso!

El bibliotecario arrancó el gran rollo de película del proyector, y lo repasó con sus dedos de cuero, alzándolo para examinar cada fotograma a la luz. Bezam intentó arrebatárselo, y consiguió una palmada en el pecho que lo dejó firmemente sentado en el suelo, donde grandes bobinas de películas se derrumbaron sobre él.

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