Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Y:

—Estas cosas, mmm, estas, se llaman cuchillos y tenedores, mmm.

Y:

—Esta, mmm, cosa verde que hay sobre, mmm, los huevos revueltos, mmm, ¿crees que puede ser, mmm, perejil, mmm?

Pero como el nuevo archicanciller jamás prestaba demasiada atención a lo que decían los demás mientras estaba comiendo, y Poons nunca llegó a darse cuenta de que no le llegaba respuesta alguna, se estaban llevando bastante bien.

Además, el tesorero tenía otras preocupaciones en la cabeza.

Para empezar, los alquimistas. No se podía confiar en los alquimistas. Se tomaban las cosas demasiado en serio.

Bum.

Y aquélla fue la última. Pasaron días enteros sin que se oyeran más explosiones. La ciudad se tranquilizó de nuevo. Eso fue una estupidez por su parte.

El tesorero no se dio cuenta de que, el hecho de que no hubiera más detonaciones, no quería decir que hubieran dejado de hacer lo que fuera que estuvieran haciendo. Quería decir que lo estaban haciendo bien.

 

Era medianoche. Las olas se estrellaban contra la playa, y emitían un brillo fosforescente en la oscuridad de la noche. Pero en torno a la antiquísima colina, el sonido parecía tan amortiguado como si llegara a través de varias capas de terciopelo.

El agujero en la arena era ya bastante grande.

Si alguien pudiera acercar la oreja a ese agujero, casi tendría la sensación de estar oyendo aplausos.

 

Seguía siendo medianoche. Una luna llena planeaba sobre el humo y la contaminación de Ankh-Morpork, agradecida de tener varios miles de kilómetros de cielo que la separasen de ambas cosas.

El edificio del Gremio de los Alquimistas era nuevo. Siempre era nuevo. Había padecido cuatro demoliciones por explosión con sus consiguientes reconstrucciones durante los dos años anteriores. La última vez, no se había incluido sala de conferencias ni laboratorio de experimentos, con la esperanza de que así les durase más.

Aquella noche en concreto, un buen número de figuras discretas entraron en el edificio como a hurtadillas. Tras unos pocos minutos, las luces que se divisaban a través de la ventana del piso superior se hicieron más tenues, y se apagaron por completo.

Bueno, casi por completo.

Allí arriba estaba sucediendo algo. La luz que salió por la ventana durante breves segundos fue extrañamente titubeante, entrecortada. La siguió al instante un aplauso estruendoso.

Y también hubo un ruido. Esta vez no fue una explosión, sino un extraño ronroneo mecánico, como el de un gatito satisfecho metido en un tambor de hojalata.

Era algo así como clicaclicaclicaclicaclica… clic.

Duró varios minutos, aunque en algunas ocasiones quedaba enterrado bajo los aplausos.

Y luego una voz dijo:

—Eso es todo, amigos.

 

—¿Qué era todo? —preguntó el patricio de Ankh-Morpork a la mañana siguiente.

El hombrecillo que tenía delante estaba temblando de miedo.

—No lo sé, señoría —respondió—. A mí no se me permite el paso. Me hicieron esperar al otro lado de la puerta cerrada, señoría.

Se retorcía los dedos de puro nerviosismo. La mirada del patricio lo tenía petrificado en el sitio. Era una buena mirada, una mirada a la que se le daba de maravilla hacer que la gente siguiera hablando cuando creía que ya había dicho todo lo que tenía que decir.

Sólo el mismo patricio sabía cuántos espías tenía en la ciudad. El que temblaba delante de él en concreto era uno de los criados que trabajaban en el Gremio de los Alquimistas. En cierta ocasión, hacía ya mucho tiempo, había tenido la desgracia de caer ante el patricio acusado de diversos delitos, todos reiterados, y había elegido por su propia voluntad y sin coacción alguna convertirse en espía a su servicio[3].

—Eso es todo lo que sé, señoría —gimió—. Lo único que se oyó fue ese sonido de clicaclic, no se veía más que una luz parpadeante por debajo de la puerta. Ah, y los alquimistas dijeron que… que… bueno, dijeron que la luz del día estaba mal.

—¿Mal? ¿En qué sentido?

—En… No lo sé, señor. Sólo dijeron eso, que estaba mal. Que tenían que ir a algún lugar donde fuera mejor, eso también. Ah… y me ordenaron que fuera a buscarles algo para comer.

El patricio bostezó. Las bufonadas de los alquimistas tenían por naturaleza algo que le resultaba infinitamente aburrido.

—Claro, claro —asintió.

—Lo raro es que habían cenado hacía tan sólo quince minutos —insistió el criado.

—Quizá lo que estaban haciendo, fuera lo que fuera, provoca apetito en la gente —sugirió el patricio.

—Sí, y la cocina ya estaba cerrada porque era de noche. Tuve que ir a comprar una bandeja de salchichas calientes en panecillos, de las que vende Ruina Escurridizo.

—Claro, claro. —El patricio bajó la vista hacia el montón de papeles oficiales que se acumulaban sobre su escritorio—. Gracias. Puedes marcharte.

—¿Y sabe una cosa, señoría? Les gustaron. ¡Las salchichas les gustaron!

 

El hecho de que los alquimistas tuvieran un gremio ya era notable de por sí. Los magos eran igual de anticooperativos, pero también eran jerárquicos y competitivos por naturaleza. Necesitaban una organización tanto como respirar. ¿De qué le servía a uno ser mago de Séptimo Nivel si no existían otros seis niveles a los que mirar con desprecio y un Octavo Nivel al que aspirar? Les hacía falta tener cerca otros magos a los que odiar y despreciar.

Por el contrario, cada alquimista era un alquimista solitario, que trabajaba en habitaciones oscuras o en sótanos ocultos y dedicaba todas sus horas a buscar el premio gordo… la Piedra Filosofal, el Elixir de la Vida. Eran, por lo general, hombrecillos delgados, de ojos rosados, con barbas que en realidad no eran barbas, sino grupos de pelos individuales reunidos para protegerse mutuamente; muchos alquimistas tenían esta expresión vaga, ultraterrena, consecuencia de pasar demasiado tiempo en el radio de acción del mercurio hirviente.

No era que los alquimistas detestasen a los otros alquimistas. Lo más normal era que ni siquiera se apercibieran de su existencia, o que pensaran que eran morsas.

De manera que su pequeño gremio, despreciado por todos, no había aspirado jamás a tener el nivel de poder con que contaban otros gremios, como el de los Ladrones, o el de los Mendigos, o el de los Asesinos; el de los Alquimistas se dedicaba más que nada a ayudar a las viudas y huérfanos de aquellos profesionales que habían adoptado una actitud excesivamente relajada ante el cianuro potásico, por poner un ejemplo, o que habían destilado alguna seta interesante y se bebieron el resultado, para luego subir al tejado de la casa y saltar a jugar con las hadas. La verdad es que tampoco había demasiadas viudas o huérfanos, porque a los alquimistas les resultaba dificilísimo relacionarse con otras personas durante el tiempo necesario para contraer matrimonio. Por lo general, los que llegaban a casarse lo hacían sólo para que alguien les sujetara los crisoles.

En resumidas cuentas: hasta aquel momento, la única habilidad que habían demostrado poseer los alquimistas de Ankh-Morpork era la de transformar el oro en oro de menos quilates.

Hasta aquel momento…

Ahora todos andaban nerviosos y emocionados, como quien ha encontrado una fortuna inesperada en su cuenta bancaria y no sabe si llamar la atención de la gente o limitarse a coger el botín y escapar a toda prisa.

—A los magos no les va a gustar nada de nada —dijo uno de ellos, un hombrecillo delgado y titubeante que respondía al nombre de Lully—. Van a decir que es magia. Ya sabéis cómo se cabrean cada vez que piensan que uno que no es mago se mete a hacer magia.

—Pero en realidad aquí no hay nada mágico —señaló Thomas Silverfish, el presidente del gremio.

—Hombre, están los duendes…

—Eso no es magia. No es más que ocultismo vulgar y corriente.

—¿Y lo de las salamandras, qué?

—Ciencias naturales completamente normales. No tienen nada de malo.

—Vale, lo que quieras. Pero ya veréis como dicen que es magia. Ya sabéis cómo son.

Los alquimistas asintieron con gesto sombrío.

—Son reaccionarios —dijo Sendivoge, el secretario del gremio—. Unos taumócratas engreídos. Y los de los otros gremios, también.

¿Qué saben ellos sobre el avance y el progreso? ¿Acaso les importa lo más mínimo? Seguro que tenían lo posibilidad de estar haciendo algo como esto desde hace años, y ni caso. ¡Qué va, estas cosas no están a su altura, no se dignarían! Imaginad cómo podemos hacer que la vida de las personas sea mucho más… bueno, mejor. Las posibilidades son infinitas.

—Educativas —asintió Silverfish.

—Históricas —añadió Lully.

—Y también está la cuestión del entretenimiento, claro —señaló Peavie, el tesorero del gremio.

Era un hombre bajito y nervioso. La mayoría de los alquimistas eran gente nerviosa, claro: es una característica compartida por todos aquellos que no saben a ciencia cierta lo que hará a continuación el crisol de materia burbujeante con el que están experimentando.

—Bueno, sí. Algo de entretenimiento también, claro —dijo Silverfish.

—Algunos de los grandes dramas históricos —asintió Peavie—. ¡Imaginaos la escena! Sólo hay que reunir a unos cuantos actores para que la representen una sola vez, ¡y todos los habitantes del Mundodisco podrán ver su actuación tantas veces como quieran! Con lo cual se amortizan los costes, por cierto —añadió.

—Pero siempre que se haga todo con buen gusto —dijo Silverfish—. Tenemos una gran responsabilidad, debemos asegurarnos de que nada sea ni por un momento… —Le tembló la voz—. Bueno, ya sabéis… grosero.

—No nos dejarán hacer nada —dijo Lully, el pesimista—. Conozco bien a esos magos.

—La verdad es que he estado pensando en eso —intervino de nuevo Silverfish—. De cualquier manera, la luz aquí es mala. En eso estamos todos de acuerdo. Necesitamos cielos despejados. Y necesitamos alejarnos todo lo posible. Creo que conozco el lugar perfecto.

—¿Sabéis una cosa? Casi no me puedo creer que estemos haciendo esto —dijo Peavie—. Hace apenas un mes, no era más que una idea loca. ¡Y ahora todo está funcionando de maravilla! ¡Es como si fuera cosa de magia! Sólo que no es… no es magia, por supuesto, ya me entendéis —se apresuró a añadir.

—No son simples ilusiones, sino ilusiones reales —asintió Lully.

—No sé si alguno de vosotros habrá caído en la cuenta —siguió Peavie—, pero con esto podemos ganar un poco de dinero, ¿verdad?

—Aunque eso no tiene importancia —señaló rápidamente Silverfish.

—No. No, claro que no —murmuró Peavie. Miró de reojo a los demás.

—¿La vemos otra vez? —preguntó con timidez—. No me importa dar vueltas a la manivela. Además… bueno, sé que no he contribuido demasiado en este proyecto, pero se me ocurrió traer algo… eh… esto.

Se sacó una bolsa muy grande del bolsillo de la túnica, y la dejó caer sobre la mesa. La bolsa se abrió, y se desparramaron unas cuantas bolitas blancas, deformes, de aspecto algodonoso.

Los alquimistas se las quedaron mirando.

—¿Qué es eso? —quiso saber Lully.

—Bueno —respondió Peavie, algo incómodo—, es lo que se obtiene de meter unos cuantos granos de maíz en un crisol del número 3, por ejemplo, junto con un poco de aceite para cocinar, casi se me olvida. Lo más importante es poner un plato encima del crisol, porque cuando empiezas a calentarlo hace bang… no un bang serio de los de siempre, un bang flojito por cada grano de maíz. Cuando dejan de estallar, quitas el plato, y el maíz se ha metamorfoseado en estas… en estas cosas… —Contempló los rostros extrañados, que no acababan de comprender—. Se comen —murmuró en tono apologético—. Si les echas mantequilla y sal, saben como a mantequilla salada.

Silverfish extendió una mano llena de zonas descoloridas por los productos químicos, y eligió con cautela una bolita deforme. La masticó con gesto pensativo.

—La verdad es que no sé por qué lo hice —siguió Peavie, rojo como la grana—. De repente se me ocurrió la idea, una inspiración, como si estuviera haciendo lo adecuado.

Silverfish siguió masticando.

—Saben como a cartón —dijo al final.

—Lo siento —se apresuró a disculparse el otro al tiempo que trataba de meter el resto del montoncito otra vez en la bolsa. Silverfish puso la mano amablemente sobre su brazo.

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