Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Oook —dijo el bibliotecario con paciencia—. Oook.

—¡No le entiendo! —chilló Ginger.

Víctor frunció el ceño.

—¿No?

—¡No! ¡Para mí no son más que ruidos de mono!

Víctor puso los ojos en blanco.

—Eh…

El bibliotecario se irguió por un momento como una pequeña estatua prehistórica. Luego, cogió la mano de Ginger y, con suavidad, le dio unas palmaditas.

—Oook —dijo amablemente.

—Perdona —respondió la chica.

—¡Escucha bien! —insistió Víctor—. ¡Lo entendí al revés! ¡No estabas intentando ayudarlos a Ellos, querías detenerlos! ¡Leí el libro al revés! No es un nombre detrás de una puerta, ¡es un hombre delante de una puerta! Y un hombre delante de una puerta… —Tomó aliento—. ¡Un hombre delante de una puerta es un guardia!

—Sí, vale, pero no podemos llegar a Holy Wood, ¡está a muchos kilómetros!

Víctor se encogió de hombros.

—Llama al operador —dijo.

 

La tierra que rodeaba Ankh-Morpork era muy fértil. Había sobre todo campos de repollos, lo que contribuía a proporcionar a la ciudad su olor característico.

La luz grisácea del preamanecer se desenroscó sobre la extensión verdeazulada, pasando por encima de un par de labradores que iban a empezar temprano la cosecha de la espinaca.

Alzaron la vista, no hacia un sonido, sino hacia un punto de silencio allí donde debería haber sonido.

Eran un hombre, y una mujer, y algo que parecía otro hombre talla pequeña con una chaqueta de pieles talla extra. Todos viajaban en un carruaje parpadeante. El carruaje pasó como una centella en dirección a Holy Wood. Pronto lo perdieron de vista.

Un par de minutos más tarde, lo siguió una silla de ruedas. El eje de la silla brillaba al rojo vivo. Iba llena de hombres que se gritaban unos a otros. Uno de ellos daba vueltas a la manivela de una caja.

Estaba tan sobrecargada de magos que, de cuando en cuando, uno se caía y tenía que ir corriendo detrás, gritando, hasta que tenía oportunidad de saltar de nuevo a bordo para seguir gritando.

Si alguien intentaba conducir, no tenía demasiado éxito, y la silla describía curvas ebrias por el camino. Al final, completamente descontrolada, se estrelló contra el costado de un granero.

Uno de los granjeros dio un codazo al otro.

—Esto lo he visto en las películas —dijo—. Siempre pasa lo mismo. Se estrellan contra un granero, y luego salen todos por el otro lado cubiertos de pollos que chillan.

Su compañero se apoyó en la azada con gesto pensativo.

—Valdrá la pena verlo —dijo.

—Y tanto.

—Porque ahí dentro no hay más que veinte toneladas de repollos.

En aquel momento, la silla salió del granero entre una nube de pollos, y avanzó de nuevo enloquecidamente hacia el camino.

Los granjeros se miraron.

—A mí que me registren —dijo uno.

 

Holy Wood era un brillo en el horizonte. Los temblores de tierra eran ahora más fuertes.

El carruaje parpadeante salió de entre un grupo de árboles, y se detuvo en la cima del empinado sendero que descendía hacia la ciudad.

La niebla amortajaba Holy Wood. En esa niebla, unas lanzas de luz surcaban el aire.

—¿Es demasiado tarde? —preguntó Ginger esperanzada.

—Casi demasiado tarde —replicó Víctor.

—Oook —dijo el bibliotecario.

Su uña pasaba a toda velocidad mientras leía los antiguos pictogramas. De derecha a izquierda, de derecha a izquierda.

—Sabía que fallaba algo —había dicho antes Víctor—. Aquella estatua durmiente… el guardia. Los antiguos sacerdotes entonaban cánticos y celebraban ceremonias para mantenerlo despierto. Recordaban Holy Wood lo mejor que podían.

—¡Yo no sé nada de ningún guardia!

—Sí que lo sabes. En lo más profundo de ti.

—Oook —dijo el bibliotecario, señalando una página—. ¡Oook!

—Dice que, seguramente, eres descendiente de las primeras Sumas Sacerdotisas. Cree que todos los que vinieron a Holy Wood descienden de… ya me entiendes… o sea, la primera vez que las Cosas irrumpieron en el mundo, la ciudad resultó destruida, y los supervivientes se dispersaron en todas las direcciones. Pero todo el mundo tiene una manera especial de recordar las cosas que les sucedieron a sus antepasados. Es decir, hay como un gran estanque de recuerdos, y todos estamos unidos a él. Cuando esto empezó a suceder otra vez, fuimos llamados, y tú trataste de arreglarlo todo, pero tu impulso era débil y no podía dominarte a menos que estuvieras dormida…

Se quedó sin palabras.

—¿«Oook»? —se mosqueó Ginger—. ¿Él dice un «oook» y tú entiendes todo eso?

—Bueno, no ha dicho sólo uno —señaló Víctor.

—En mi vida había oído semejante sarta de… —empezó Ginger.

Se interrumpió bruscamente. Una mano más suave que el más suave de los cueros había cogido la suya. Clavó los ojos en una cara que saldría mal parada de la comparación con un balón deshinchado de fútbol.

—Oook —dijo el bibliotecario.

La chica suspiró.

—Pero… nunca me he sentido nada suma sacerdotisa…

—Ese sueño del que me hablaste —le recordó Víctor—, a mí me sonaba muy sumasacerdótico. Muy… muy…

—Oook.

—Eso, muy sacerdotal —tradujo el joven.

—No es más que un sueño —replicó Ginger, nerviosa—. Lo he tenido desde que puedo recordar.

—Oook oook.

—¿Qué ha dicho?

—Que probablemente lo tengas desde mucho antes de lo que puedes recordar.

Ante ellos, Holy Wood brillaba como el hielo, como una ciudad hecha de luz congelada.

—¿Víctor? —titubeó Ginger.

—¿Sí?

—¿Dónde está todo el mundo?

Víctor miró hacia abajo. Allí donde debería haber gente, refugiados, todos huyendo a la desesperada… no había nada. Sólo silencio, y la luz.

—¿Dónde están? —repitió ella.

Vio la expresión de la chica.

—¡Pero el túnel se derrumbó! —exclamó en voz alta, con la esperanza de que así resultase verdad—. ¡Está sellado!

—Pero unos trolls no tardarían mucho tiempo en despejar el camino —replicó Ginger.

Víctor pensó en el… el Cthinema. Y en el primer local que había estado funcionando miles de años. Mientras arriba, las estrellas se movían.

—Claro que, también pueden estar… en otro lugar —mintió.

—No —replicó Ginger—. Eso lo sabemos los dos.

Víctor contempló impotente la ciudad de las luces.

—¿Por qué nosotros? —preguntó—. ¿Qué nos está pasando?

—Todo le tiene que suceder a alguien —respondió la chica.

Víctor se encogió de hombros.

—Y sólo se tiene una oportunidad —dijo Víctor—, ¿verdad?

—Sí, justo cuando necesitas salvar el mundo, hay un mundo que necesita que lo salves —asintió Ginger.

—Qué suerte tenemos —bufó el joven.

 

Los dos granjeros escudriñaron a través de las puertas del granero. Había montones de repollos, que aguardaban estoicamente en la penumbra.

—Te dije que eran repollos —señaló uno de ellos—. Sabía que no eran pollos. Yo sé reconocer un repollo en cuanto lo veo, y creo en mis ojos.

Desde muy arriba, les llegaron unas voces que se acercaban.

—¡Por lo que más quieras, hombre! ¿Es que no puedes girar?

—¡No, archicanciller, porque no dejas de echarte para un lado!

—¿Dónde estamos? ¡No veo nada con esta niebla!

—A ver si puedo hacer que vayamos… ¡no te eches a ese lado, decano! ¡No te eches…!

Los granjeros se lanzaron de bruces al suelo, mientras la escoba pasaba zumbando por la puerta abierta, y desaparecía entre las hileras de repollos. Se oyó el ruido de uno al aplastarlo.

—Te has echado hacia un lado —dijo tras un rato una voz amortiguada.

—Tonterías. En menudo lío me has metido. ¿Qué es esto?

—Repollos, archicanciller.

—¿Una especie de verdura?

—Sí.

—No soporto la verdura. Te convierte la sangre en agua.

Hubo otra pausa. Luego, los granjeros oyeron decir a la otra voz:

—Vete a la mierda.

Otra pausa.

Luego:

—Tesorero, ¿puedo despedirte?

—No, archicanciller. Tengo el cargo en propiedad.

—En ese caso, ayúdame a levantarme y vayamos a buscar algo para beber.

Los granjeros se alejaron arrastrándose.

—Son magos —dijo el que creía en los repollos—. Es mejor no meterse en los asuntos de los magos.

—Buena idea —confirmó el otro.

 

Fue la hora del silencio.

Nada se movía en Holy Wood, a excepción de la luz. Parpadeaba lentamente. Luz de Holy Wood, pensó Víctor.

Había un ambiente de temerosa expectativa. Si la escena de un rodaje era un sueño que quería hacerse realidad, entonces la ciudad era un plató a gran escala, un lugar real esperando a algo nuevo, algo que el lenguaje corriente no podía describir.

— —dijo Víctor, y se interrumpió.

—¿ ? —respondió Ginger.

—¿ ?

—¡ !

Se miraron un instante. Luego, Víctor la cogió por la mano y se la llevó a rastras hacia el edificio más cercano, que resultó ser el restaurante.

La escena con que se encontraron dentro era indescriptible, y siguió siéndolo hasta que Víctor encontró la pizarra negra que se utilizaba para lo que alguien denominó, entre risas, el menú.

Cogió un trozo de tiza.

—ESTOY HABLANDO, PERO NO ME OIGO —escribió.

Le tendió la tiza con solemnidad.

—IGUAL QUE YO.

Víctor jugueteó con la tiza. Luego, escribió:

—CREO QUE ES PORQUE NO SE HA LLEGADO A INVENTAR EL SONIDO PARA LAS PELÍCULAS. SI NO TUVIÉRAMOS DEMONIOS QUE PINTARAN A COLOR, QUIZÁ TAMBIÉN SERÍAMOS EN BLANCO Y NEGRO.

Contemplaron el interior del local. Había comidas no tocadas o a medio comer en casi todas las mesas. Aquello no era desacostumbrado en el restaurante de Borgle, pero por lo general también había gente que se quejaba amargamente.

Con delicadeza, Ginger mojó un dedo en el plato más cercano.

Aún caliente —vocalizó.

Vamos —indicó Víctor sin hablar, señalando la puerta. La chica intentó decir algo complicado, hizo un gesto despectivo cuando él no la comprendió, y escribió:

—DEBERÍAMOS ESPERAR A LOS MAGOS.

Víctor se detuvo un instante. Luego, sus labios dieron forma a una frase que Ginger no admitió entender, y salió de allí.

La sobrecargada silla llegaba ya por la calle, con los ejes humeando. El joven saltó ante ella, moviendo los brazos.

Tuvo lugar una larga conversación silenciosa. Quedó mucha tiza en la pared más cercana. Por fin, Ginger no pudo contener más su impaciencia, y se acercó rápidamente.

—TENÉIS QUE ALEJAROS. Si ENTRAN A TRAVÉS DE VOSOTROS, OS LIQUIDARÁN.

—A TI TAMBIÉN.

(Ésta era caligrafía más pulcra, la del decano.)

—PERO YO CREO SABER LO QUE PASA —escribió Víctor—. ADEMÁS, SI ALGO FALLA, OS NECESITARÁN.

Hizo un gesto de asentimiento en dirección al decano, y volvió con Ginger y con el bibliotecario. Lanzó una mirada de preocupación al simio. Técnicamente, el bibliotecario era un mago… al menos, mientras fue humano, había sido mago, con lo que cabía suponer que aún lo era. Por otra parte, también era un simio, y resultaba muy útil tenerlo al lado en caso de emergencias. Decidió arriesgarse.

—Vamos —vocalizó.

Fue fácil encontrar el camino hacia la colina. Lo que había sido un sendero era ahora un camino ancho, salpicado con los restos de un tránsito apresurado. Una sandalia. Una caja de imágenes. Una boa de plumas.

Habían arrancado de sus bisagras la puerta que entraba en la colina. Un brillo mortecino surgía del túnel. Víctor se encogió de hombros y entró.

Nadie se había molestado en retirar los cascotes, simplemente los habían apartado a un lado y aplastado para que pasara la multitud. El techo no se había desplomado. No era gracias a los restos de rocas. Era gracias a Detritus.

Que lo estaba sujetando.

Aunque a duras penas. Ya se había visto obligado a apoyar una rodilla en el suelo.

Víctor y el bibliotecario amontonaron los cascotes en torno al troll, hasta que el pobre pudo quitarse el peso de los hombros. Dejó escapar un gemido, o al menos dio la impresión de que gemía, y se derrumbó hacia delante. Ginger lo ayudó a levantarse.

—¿Qué ha pasado? —vocalizó la chica.

—¿ ? ¿ ?

Detritus pareció asombrado al no oír su voz, y trató de mirarse la boca.

Víctor suspiró. Imaginó a la gente de Holy Wood corriendo aterrada por el pasadizo, mientras los trolls alisaban los cascotes. Como Detritus era el más fuerte, le habían dejado el papel principal. Y, dado que sólo utilizaba el cerebro para evitar que se le cayera la parte de arriba de la cabeza, también era lógico que lo hubieran dejado para sujetar el peso de la colina. Víctor se lo imaginó llamando a sus congéneres, sin que lo oyeran, mientras todos pasaban corriendo junto a él.

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