Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Laddie alzó la vista y gruñó.

—Te comprendo —asintió Gaspode—. Ya dije yo que era ominoso. Espero que todo el mundo recuerde que lo dije.

Su pelo chisporroteaba.

—Vamos —suspiró—. Tenemos que avisar a la gente. Eso se te da bien.

 

Clicaclicaclica

Era el único sonido que se escuchaba en el Odium. Calíope había dejado de tocar y tenía la vista clavada en la pantalla.

Todas las bocas estaban abiertas. Se cerraban sólo para masticar puñados de pajaritos.

Víctor era vagamente consciente de haber intentado combatirlo. Había intentado apartar la vista. Incluso en aquel momento, una vocecilla dentro de su propia mente le decía que las cosas iban mal, muy mal. Pero él no hacía caso. Obviamente, las cosas iban bien, muy bien. Había participado en el coro de suspiros mientras la heroína trataba de defender la vieja mina de la familia en un Mundo Enloquecido… se había estremecido en las batallas de la guerra. Había observado la escena de la sala de baile inmerso en una nube de romanticismo. Había… de pronto, notó una sensación fría contra su pierna. Era como si le hubieran metido un cubito de hielo a medio derretir por la pernera de los pantalones. Intentó hacer caso omiso, pero la sensación tenía un algo que no lo permitía. Bajó la vista.

—Mil perdones —dijo Gaspode.

Víctor consiguió enfocar la mirada. Al momento, sintió que sus ojos se veían arrastrados de nuevo hacia la pantalla, donde una enorme versión de sí mismo estaba besando a una enorme versión de Ginger.

Volvió a sentir el frío pegajoso en la pierna. De nuevo, salió a la superficie.

—Si quieres, te puedo morder —ofreció Gaspode.

—Yo… eh… yo… —empezó Víctor.

—Puedo morder muy fuerte —añadió el perro—. Sólo tienes que decirlo.

—No, eh…

—Ominoso, justo lo que dije yo, ominoso. Ominoso, ominoso, ominoso. Laddie ha estado ladrando hasta quedarse afónico, y nadie le hace caso. Así que decidí probar con el viejo truco de la nariz fría. Nunca falla.

Víctor miró a su alrededor. El resto del público contemplaba la pantalla como si estuvieran dispuestos a quedarse en sus asientos durante… durante…

… durante toda la eternidad.

Cuando levantó bruscamente los brazos del asiento, sus dedos chisporrotearon. El aire tenía un tacto aceitoso que hasta los estudiantes de magia aprendían pronto a identificar con una vasta acumulación de potencial mágico. Y, en la sala, había niebla. Era ridículo, pero allí estaba, cubriendo el suelo como una marea plateada.

Sacudió el hombro de Ginger. Le pasó una mano por delante de los ojos. Le gritó al oído.

Luego intentó hacer lo mismo con el patricio, y con Escurridizo. Todos cedían ante la presión, pero, en cuanto los soltaba, volvían suavemente a su sitio.

—La película les está haciendo algo —dijo—. Tiene que ser la película. Pero no lo entiendo, ¡no lo entiendo! Es una película vulgar y corriente. En Holy Wood no usamos magia. Al menos… no es magia normal…

Se abrió paso empujando las rodillas que encontró en su camino, hasta llegar al pasillo. Lo recorrió rápidamente entre los tentáculos de la niebla. Golpeó la puerta de la sala desde donde se proyectaban las imágenes. Al no obtener respuesta, la derribó de una patada.

Bezam estaba contemplando la pantalla a través de un diminuto ventanuco horadado en la pared. El proyector de imágenes seguía cliqueteando alegremente por su cuenta. Nadie daba vueltas a la manivela. Al menos, se corrigió Víctor, nadie que él pudiera ver.

Se oyó un retumbar lejano. El suelo tembló.

Se arriesgó a echar un rápido vistazo a la pantalla. Reconoció la escena. Era poco antes de que se quemara Ankh-Morpork.

Su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Cómo era la frase que se solía decir sobre los dioses? ¿Que no existirían si la gente no creyera en ellos? La misma teoría se podía aplicar a todo. La realidad era lo que sucedía en la mente de la gente. Y, delante de él, cientos de personas estaban creyendo de verdad lo que veían…

Víctor rebuscó apresuradamente entre los trastos que abarrotaban la mesa de trabajo de Bezam. No encontró ni unas tijeras, ni un cuchillo, ni nada por el estilo. La máquina seguía cliqueteando, rebobinando realidad del futuro al pasado.

Oyó la voz de Gaspode, casi como en un sueño.

—Bueno, os he salvado a todos, ¿eh?

Por lo general, en el cerebro suelen resonar los gritos de varios pensamientos irrelevantes, todos intentando llamar la atención a la vez. Hace falta que tenga lugar una verdadera emergencia para que se callen. En aquel momento, estaban callados. Un pensamiento claro, que llevaba mucho tiempo tratando de hacerse oír, había conseguido que su voz resonara en el silencio.

¿Y si hubiera algún punto donde la realidad fuera un poco más delgada que en los demás sitios? ¿Y si se hiciera algo que debilitara todavía más esa capa de realidad? Los libros no lo hacían. Ni siquiera el teatro habitual lo hacía, porque, en lo más profundo de su corazón, los espectadores saben que están viendo a gente con ropas raras sobre un escenario. Pero Holy Wood entraba directamente por los ojos y llegaba al cerebro. El corazón pensaba que todo era real. Las películas sí lo hacían.

Eso era lo que había bajo la Colina de Holly Wood. Los habitantes de la vieja ciudad habían usado el agujero en la realidad para divertirse. Y, entonces, las Cosas los habían encontrado.

Y ahora la gente lo estaba haciendo otra vez. Era como aprender a hacer juegos malabares con antorchas en una fábrica de fuegos artificiales. Las Cosas habían estado aguardando su oportunidad…

Pero ¿por qué seguía sucediendo aquello? Había detenido a Ginger.

La película seguía su curso. Parecía haber una niebla alrededor de la caja proyectora de imágenes, algo que difuminaba su perfil.

Agarró la manivela que giraba. Opuso resistencia un instante, antes de romperse. Víctor apartó suavemente a un lado a Bezam, que se cayó de la silla. La cogió y golpeó con ella la caja proyectora. La silla se hizo pedazos. Abrió la caja por detrás y sacó las salamandras. Aun así, la película siguió desarrollándose en la pantalla.

El edificio tembló de nuevo.

Sólo tienes una oportunidad, pensó, y luego muertes.

Se quitó la camisa y se envolvió la mano con ella. Luego agarró la tira de película, y la arrancó.

La caja se movió bruscamente hacia atrás. La película se siguió desenrollando en brillantes rizos, que caían al suelo como serpientes.

Clicaclic… a… clic.

Las ruedecillas se detuvieron.

Con cautela Víctor pisoteó el montón de película que tenía a los pies. Casi esperaba que, de un momento a otro, le atacara.

—¿Qué, hemos salvado al mundo, o no? —dijo Gaspode—. La verdad es que me gustaría saberlo.

Víctor miró hacia la pantalla.

—No —dijo.

Aún había imágenes. No eran muy claras, pero se podían distinguir las formas difusas de Ginger y de él mismo, aferrándose a la existencia. Y la pantalla, la pantalla en sí, se movía. Se abultaba en algunas zonas, había ondulaciones como las que podrían darse en un estanque de mercurio. Aquello le resultaba desagradablemente familiar.

—Nos han encontrado —dijo.

—¿Quién? —quiso saber Gaspode.

—¿Te acuerdas de esas criaturas espantosas de las que hablaste?

Gaspode frunció el ceño.

—¿Las de antes del amanecer de los tiempos?

—En el lugar de donde vienen, no hay tiempo —replicó Víctor.

El público se empezaba a mover.

—Tenemos que sacar de aquí a todo el mundo —dijo—. Pero sin que cunda el pánico…

Se oyó un coro de gritos. Los espectadores empezaban a despertar.

La Ginger de la pantalla se estaba bajando de ella. Era tres veces más grande que la Ginger original, y parecía hecha de luz parpadeante. También era vagamente transparente, pero tenía peso, porque el suelo se combó y se astilló bajo sus pies.

Los espectadores se habían levantado para marcharse. Víctor se abrió camino pasillo abajo justo en el momento en que la silla de ruedas de Poons avanzaba en marcha atrás con la marea de gente.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Que ahora empieza lo bueno! —aullaba su ocupante.

El profesor agarró el brazo de Víctor, apremiante.

—¿Esto es habitual? —quiso saber.

—¡No!

—Entonces, ¿no es un efecto especial? —insistió el profesor, esperanzado.

—A menos que los hayan mejorado muchísimo en las últimas veinticuatro horas, no —replicó Víctor—. Creo que son las Dimensiones Mazmorra.

El profesor lo miró fijamente.

—Tú eres el joven Víctor, ¿verdad? —dijo.

—Sí. Discúlpame —replicó el muchacho.

Empujó a un lado al atónito mago y trepó por los asientos hasta llegar a donde estaba Ginger, todavía sentada, contemplando su propia imagen. La Ginger monstruo miraba a su alrededor y parpadeaba muy despacio, como un lagarto.

—¿Ésa soy yo?

—¡No! —exclamó Víctor—. Bueno, quiero decir, sí. A lo mejor. No del todo. Más o menos. ¡Vámonos!

—¡Pero parezco yo! —insistió la chica, con la voz agudizada por la histeria.

—¡Eso es porque tienen que utilizar Holy Wood! Holy Wood… define la manera en que aparecen. O eso creo —añadió Víctor apresuradamente.

La obligó a levantarse. Echó a correr, con los pies perdidos entre la niebla, haciendo crujir la capa de pajaritos. La chica se tambaleaba como podía tras él, sin dejar de lanzar miradas por encima del hombro.

—¡Hay otro que quiere salir de la pantalla! —gritó.

—¡Sigue corriendo!

—¡Eres tú!

—¡Yo soy yo! ¡Eso es… otra cosa! ¡Lo que pasa es que utiliza mi forma!

—¿Y qué forma tiene si no?

—¡No quieres saberlo!

—¡Claro que quiero! ¿Por qué crees que te lo he preguntado, si no? —chilló Ginger mientras caminaban a trompicones por entre los asientos rotos.

—¡Pues tiene un aspecto peor de lo que puedas imaginar!

—¡Te advierto que puedo imaginar cosas horribles!

—¡Por eso he dicho que peor!

—Oh.

La gigantesca Ginger espectral pasó de largo junto a ellos, parpadeando como una luz estroboscópica. Se oyeron gritos en el exterior.

—Parece como si se estuviera haciendo más grande —susurró la chica.

—Sal fuera —indicó Víctor—. Di a los magos que lo detengan.

—¿Qué vas a hacer tú?

Víctor se irguió en toda su estatura.

—Hay Cosas que un hombre tiene que hacer solo —afirmó con orgullo.

La chica lo miró, irritada, sin comprender.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Ahora te dan ganas de ir al lavabo?

—¡Haz el favor de salir!

La empujó hasta las puertas. Luego, se volvió, y se encontró con los dos perros, que lo miraban expectantes.

—Vosotros también, fuera —dijo.

Laddie ladró.

—Un perro tiene que permanecer junto a su amo, o eso se dice —gruñó Gaspode, avergonzado.

Víctor miró a su alrededor, desesperado. Cogió un trozo de asiento, abrió la puerta, y lanzó la madera tan lejos como pudo.

—¡A por ella! —gritó.

Ambos perros salieron corriendo tras el palo, impulsados por el instinto. Pero, a mitad de la carrera, Gaspode recuperó el suficiente autocontrol como para lanzar un grito.

—¡Cabrón!

Víctor abrió de un empujón la puerta de la sala del proyector, y salió con un montón de Lo que la Tempestad se Llevó en las manos.

El Víctor gigante tenía problemas para salir de la pantalla. La cabeza y uno de los brazos ya estaban libres y tridimensionales. El brazo se agitó vagamente en dirección a su versión original, mientras el joven le lanzaba metódicamente los rizos de octoceluloide.

Corrió de vuelta a la sala del proyector, y sacó todos los rollos de películas que Bezam, desafiando a la lógica más elemental, había almacenado debajo de la mesa.

Trabajando con la calma metódica que da ese terror que se aferra a los intestinos, llevó las latas hasta la pantalla y las lanzó hacia allí. La Cosa consiguió liberar otro brazo de la bidimensionalidad, y trató de arrebatárselas, pero, fuera lo que fuera lo que lo controlaba, no tenía práctica en el dominio de aquella nueva forma. Probablemente le resultaba extraño tener sólo dos brazos, razonó Víctor.

Lanzó la última lata al montón.

—En nuestro mundo, tienes que obedecer nuestras reglas —dijo—. Y apuesto a que ardes muy bien, ¿eh?

La Cosa se debatió para sacar una pierna.

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