Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

… uuhhmm… uuhhmm…

Ponder Stibbons conocía la existencia de la vasija, por supuesto. Todos los estudiantes habían pasado por allí para echarle un vistazo.

No le prestó mucha atención mientras se deslizaba a hurtadillas por el pasillo, intentando una vez más escaparse para tener una noche de libertad.

… uuhhmmuuhhmm…UUHHMMUUHHMMUUHHMMMMuuhhmm.

Lo único que tenía que hacer era atajar por los claustros y…

PLIB.

Los ocho elefantes de cerámica dispararon perdigones a la vez. El resógrafo estalló, convirtiendo el techo en algo muy semejante a un molinillo de pimienta.

Tras uno o dos minutos, Ponder se incorporó con sumo cuidado. Su sombrero no era más que una colección de agujeros unidos por hebras de hilo. Le faltaba un trozo de oreja.

—Sólo quería tomar una copa —dijo con voz ronca—. ¿Qué tiene de malo?

 

El bibliotecario se acurrucó en la cúpula de la biblioteca, y observó el movimiento de la multitud por las calles a medida que la monstruosa figura se acercaba.

Le sorprendió un poco ver que la seguía una especie de caballo espectral, cuyos cascos no hacían el menor ruido contra los adoquines.

Y que al caballo lo seguía una silla de tres ruedas que dobló la esquina sobre tan sólo dos de ellas, dejando a su paso una estela de chispas. La silla iba cargada de magos, que gritaban a pleno pulmón. De cuando en cuando, uno de los magos perdía su asidero y tenía que correr hasta coger impulso suficiente como para volver a saltar a bordo.

Tres de los magos no lo habían conseguido. Mejor dicho, al menos uno lo había conseguido lo justo como para agarrarse a la túnica de otro de los que conservaban el equilibrio, y los dos restantes se agarraron el primero a su túnica, y el segundo a la del primero… de manera que ahora, cada vez que la silla tomaba una curva, una cola de tres magos gritando «aaaaaah» serpenteaba locamente por el camino tras ella.

También había bastantes civiles, pero la verdad era que gritaban aún más que los magos.

El bibliotecario había visto muchas cosas extrañas en su vida, y aquélla, sin lugar a dudas, ocupaba el puesto 57° en la lista.[27]

Ahora ya alcanzaba incluso a oír las voces con claridad.

—¡…tienes que seguir dándole vueltas! ¡Víctor sólo conseguirá que funcione si no dejas de darle vueltas! ¡Es magia de Holy Wood! ¡La está haciendo funcionar en el mundo real!

Ésa era la voz de una chica.

—Vale, vale, pero te advierto que los duendes son muy reacios a…

Ésa era la voz de un hombre sometido a una presión terrible.

—¡A tomar por culo los duendes!

—¿Cómo ha podido hacer un caballo? —Ése era el decano. El bibliotecario reconoció la voz gimoteante—. ¡Es magia del más alto nivel!

—No es un caballo de verdad, es un caballo de imágenes en acción. —La chica de nuevo—. ¡Eh, tú! ¡No bajes el ritmo!

—¡No lo bajo! ¡No lo bajo! ¡Estoy dando vueltas a la manivela! ¡Estoy dando vueltas a la manivela!

—¡No se puede cabalgar en un caballo que no es real!

—¿Y lo dices tú, un hechicero?

Mago, —señorita.

—Bueno, lo que sea. Da igual. No es magia de la vuestra.

El bibliotecario asintió, y dejó de escuchar. Tenía que ocuparse de otros asuntos.

La Cosa estaba ya muy cerca de la Torre del Arte, y pronto giraría para encaminarse hacia la biblioteca. Las Cosas siempre se encaminaban hacia la fuente de magia más cercana. La necesitaban.

El bibliotecario había encontrado una larga pica de hierro en uno de los mugrientos almacenes de la Universidad. La sostuvo cuidadosamente con un pie mientras desanudaba la cuerda que había atado a la veleta. La cuerda llegaba hasta la cima de la Torre. Había tardado toda la noche en preparar aquello.

Examinó la ciudad que se extendía a sus pies. Entonces, se golpeó el pecho y rugió:

—¡AaaaAAAaaaAAA… ngh, ngh!

Quizá los golpes en el pecho no habían sido del todo necesarios, pensó mientras esperaba a que le dejaran de zumbar los oídos y desaparecieran las lucecitas que tenía ante los ojos.

Asió la pica con una mano, la cuerda con la otra, y saltó.

La manera más gráfica de describir la trayectoria del bibliotecario entre los edificios de la Universidad Invisible es, sencillamente, transcribir los sonidos que emitió durante su vuelo.

Primero: «AaaAAAaaaAAAaaa». Esto se explica solo, y hace referencia a la primera parte del balanceo, cuando todo parecía ir bien.

Luego: «Aaaarghhhh». Éste fue el ruido que emitió cuando falló el golpe contra la Cosa por varios metros, y se estaba dando cuenta de que, si has atado una cuerda a la cima de una torre de piedra muy alta y extremadamente sólida, y has decidido balancearte desde ella, no golpear el objetivo que te marques es un error que lamentarás durante el resto de tu truncada vida.

La cuerda completó el arco. Se oyó un ruido que era exactamente igual al de un saco de goma lleno de mantequilla al chocar contra una losa de piedra. Lo siguió tras unos segundos, un «oook» muy bajito.

La pica cayó en la oscuridad. El bibliotecario, con los brazos abiertos de par en par, se aferró como pudo con los dedos a las grietas de la pared.

Quizá habría podido bajar por el muro, pero no tuvo ocasión de intentarlo, porque la Cosa movió una mano parpadeante y lo despegó de la torre con un ruido semejante al de un desatascador. Lo alzó hasta la altura de lo que, en aquel momento, era su cara.

 

La multitud llegó hasta la plaza que se extendía ante la Universidad Invisible, con los Escurridizo a la cabeza.

—¡Míralos! —suspiró con tristeza Y-Voy-A-La-Ruina—. Aquí debe de haber miles de personas, y nadie les vende nada.

La silla de ruedas patinó y se detuvo en otra lluvia de chispas.

Víctor la estaba esperando, montado en el espectral caballo parpadeante. No en un caballo, sino en una sucesión de caballos. Que no se movían, sino que cambiaban de plano en plano.

El relámpago brilló de nuevo.

—¿Qué hace? —quiso saber el profesor.

—Va a impedir que Eso entre en la biblioteca —explicó el decano, tratando de escudriñar la escena entre la lluvia que empezaba a caer—. Para seguir viviendo en la realidad, las Cosas necesitan algo que mantenga su integridad. No tienen un campo morfogénico natural, como todo el mundo sabe, y…

—¡Haz algo! ¡Lánzale magia! —chilló Ginger—. ¡Ay, pobre monito!

—¡No podemos utilizar magia! ¡Sería como echar aceite al fuego! —replicó el decano—. Además… no sé qué hacer para acabar con una mujer de quince metros. No me he visto muchas veces en la tesitura.

—¡No es una mujer! ¡Es… es una criatura de película, imbécil! ¿De verdad te parece que soy así de grande? —gritó la chica—. ¡Está usando a Holy Wood! ¡Es un monstruo de Holy Wood! ¡De la tierra de las películas!

 

—¡Gira, maldita sea! ¡Gira!

—¡No sé!

—¡Sólo tienes que echar tu peso a un lado!

El tesorero se agarró a la escoba, nervioso. Se dice fácil, pensó. Tú estás acostumbrado.

Estaban a punto de salir de la Gran Sala cuando una giganta cruzó la verja de entrada, con un simio farfullante en una mano. Ahora el tesorero intentaba controlar una vieja escoba, sacada del museo de la Universidad, mientras, tras él, un loco trataba febrilmente de cargar una ballesta.

A volar, había dicho el archicanciller. Era imprescindible que remontaran el vuelo.

—¿No puedes hacer que esto se tambalee menos? —exigió el archicanciller.

—¡No es para dos personas!

—¡Pues no puedo apuntar si se sigue moviendo así!

El contagioso espíritu de Holy Wood, que recorría la ciudad como un cable de acero, azotó una y otra vez la mente del archicanciller.

—No abandonaremos a nuestros hombres —murmuró.

—Simios, archicanciller —replicó el tesorero automáticamente.

 

La Cosa avanzó hacia Víctor. Se movía insegura, luchando contra las fuerzas de la realidad, que la arrastraban. Parpadeaba intentando conservar la forma con que había llegado al mundo, de manera que la imagen de Ginger se alternaba con atisbos de algo lleno de tentáculos serpenteantes.

Necesitaba magia.

Miró a Víctor, miró la espada. Y, si era capaz de algo tan sofisticado como la comprensión, en aquel momento comprendió que era vulnerable.

Se volvió hacia Ginger y los magos.

Que empezaron a arder.

 

El decano ardía con una llama azulada, bastante bonita.

—No te preocupes, jovencita —dijo el profesor, desde el corazón de su fuego—. Es una ilusión. No es real.

—¿Y me lo dices a mí? —bufó Ginger—. ¡Seguid!

Los magos avanzaron un poco más.

Ginger oyó pisadas tras ella. Eran los Escurridizo.

—¿Por qué tiene miedo del fuego? —preguntó Soll, mientras la Cosa retrocedía ante el avance de los magos—. No es más que una ilusión. Tiene que darse cuenta de que no está caliente.

Ginger sacudió la cabeza. Parecía estar navegando sobre el oleaje de la histeria, quizá porque no todos los días ve una chica una imagen gigante de sí misma pisoteando la ciudad.

—Ha utilizado la magia de Holy Wood —dijo—. Así que no puede desobedecer las reglas de Holy Wood. No siente, no oye. Sólo ve. Y lo que ve es real. Y la película tiene miedo del fuego.

La Ginger gigante estaba ya de espaldas a la torre.

—Está atrapada —dijo Escurridizo—. Ya la tenemos.

La Cosa parpadeó ante las llamas que se aproximaban.

Se dio media vuelta. Alzó la mano libre. Empezó a trepar por la torre.

 

Víctor se bajó del caballo y dejó de concentrarse. El animal desapareció.

Pese al pánico, tuvo tiempo para un poco de vanidad. Si los magos hubieran visto películas, habrían sabido qué hacer en aquel momento.

Se trataba de la frecuencia de fusión crítica. Hasta la realidad tenía una. Si podías hacer que algo existiera durante una fracción de segundo, eso no significaba que hubieras fracasado. Significaba que tenías que seguir haciéndolo.

Caminó con la espalda apoyada a la base de la torre, alzando la vista hacia la Cosa que trepaba. Entonces, tropezó con algo metálico. Era la pica que se le había caído al bibliotecario. Un poco más allá, el extremo de la cuerda yacía dentro de un charco.

Contempló ambas cosas un instante. Luego, con ayuda de la pica, arrancó un metro de cuerda y se hizo un arnés rudimentario para el arma.

Cogió la cuerda que colgaba, le dio un tirón experimental, y entonces…

La desagradable falta de resistencia con que se encontró no presagiaba nada bueno. Dio un salto atrás justo antes de que muchos metros de cuerda húmeda se estamparan pesadamente contra el cemento.

Miró desesperadamente a su alrededor, en busca de otra manera de llegar a la cima.

 

Los Escurridizo observaron boquiabiertos a la Cosa que trepaba. No se movía demasiado deprisa, y de cuando en cuando tenía que dejar al aullante bibliotecario en el contrafuerte que más a mano tenía mientras buscaba el siguiente asidero. Pero, aun así, seguía subiendo.

—Oh, sí. Sí. Sí—jadeó Soll—. ¡Qué película! ¡Pura acción!

—¡Una giganta llevando a un simio que grita hacia la cima de un edificio alto! —asintió Escurridizo—. ¡Y ni siquiera tendremos que pagar a los actores!

—Sí —asintió Soll.

—Sí… —dijo Escurridizo.

Pero en su voz había un algo de inseguridad.

Su sobrino parecía ansioso.

—Sí—repitió—. Eh…

—Ya sé lo que quieres decir —asintió Escurridizo lentamente.

—Es… O sea, parece sensacional, pero… bueno, tengo la sensación de que…

—Sí, de que algo va mal.

—Mal no es la palabra —replicó Soll, a la desesperada—. No es que vaya mal, exactamente. Es como si faltara algo…

Se detuvo. No encontraba las palabras.

Suspiró. Escurridizo también suspiró.

En el cielo, retumbó un trueno.

Y del cielo llegó una escoba sobre la que montaban dos magos histéricos.

 

Víctor abrió de un empujón la puerta en la base de la Torre del Arte.

Dentro, todo estaba oscuro. Oía el agua gotear en el lejano techo.

Se decía que la torre era el edificio más antiguo del mundo. Desde luego, lo parecía. Ahora no se utilizaba para nada, y los suelos interiores se habían desmoronado hacía ya tiempo, de manera que en el interior no quedaba más que la escalera de caracol.

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