Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Pues eso no ha sido un impedimento para ti —replicó ella.

—Te prometo que no suelo hacer esas cosas. Debo de haber estado… enfermo, o algo así.

—Ah, estupendo. Y se supone que con eso lo arreglas todo, ¿no?

—¿Por qué no nos sentamos a la sombra? Aquí hace mucho calor.

—Se te pusieron los ojos como… como brasas.

—¿De veras?

—Sí, tenían una pinta muy extraña.

—Yo sí que me sentía extraño.

—Lo sé. Es este lugar. Se te mete dentro. No sé si lo sabes —siguió la chica, sentándose en la arena—, pero hay montones de normas hasta para los demonios, el tiempo máximo que los pueden hacer trabajar, qué clase de alimentos deben recibir, todo eso. Pero de nosotros no se ocupa nadie. Incluso los trolls reciben un trato mejor.

—Supongo que se debe a que se pasan el día midiendo dos metros y pesando quinientos kilos —señaló Víctor.

—Me llamo Theda Withel, pero mis amigos me llaman Ginger —siguió la chica.

—Yo me llamo Víctor Tugelbend. Eh… pero mis amigos me llaman Víctor —contestó el joven.

—Es tu primera peli, ¿verdad?

—¿Cómo lo has sabido?

—Porque parecía que te divertías.

—Bueno, es mejor que trabajar, ¿no?

—Ya verás cuando lleves tanto tiempo como yo —dijo ella con amargura.

—¿Desde cuándo estás aquí?

—Casi desde el principio. Unas cinco semanas.

—Cielos. Todo ha sucedido muy deprisa.

—Es lo mejor que ha pasado jamás —señaló sencillamente Ginger.

—Supongo que sí… Oye, ¿se nos permite marcharnos a comer algo? —preguntó Víctor.

—No. De un momento a otro volverán a llamarnos a gritos —respondió ella.

Víctor hizo una mueca. Al fin y al cabo, toda la vida se las había arreglado bastante bien para hacer lo que le daba la gana, eso sí, de una manera tranquila y sin alardes, y no veía ningún motivo para abandonar aquella costumbre, ni siquiera en Holy Wood.

—Pues tendrán que gritar mucho —dijo—. Quiero comer algo, y beber cualquier cosa fresca. Me parece que me ha dado demasiado el sol.

Ginger parecía insegura.

—Bueno, podríamos ir a la cafetería, pero…

—Estupendo. Así me enseñas dónde está.

—Por menos de esto despiden a cualquiera…

—¿Cómo, antes de rodar el tercer rollo?

—Siempre te dicen, «Hay gente de sobra que se muere por entrar en las imágenes en acción», así que…

—Bien. Eso significa que tendrán toda la tarde para encontrar a dos que sean exactamente iguales que nosotros.

Pasó caminando junto a Morry, que también trataba de mantenerse a la sombra de una roca.

—Si alguien nos busca, di que estamos comiendo algo —le pidió.

—¿Qué? ¿Ahora? —se sorprendió el troll.

—Sí —replicó Víctor firmemente, sin detenerse.

Tras él, divisó a Escurridizo y a Silverfish, enzarzados en una acalorada discusión en la que a menudo intervenía el operador, hablando con el tono despreocupado de quien va a cobrar sus seis dólares diarios pase lo que pase.

—… diremos que es una saga épica. ¡La gente hablará de esto durante siglos!

—¡Sí, dirán que fue el fracaso que nos llevó a la bancarrota!

—Sé dónde podemos conseguir unos grabados a color casi a precio de…

—… he estado pensando que a lo mejor, con un poco de cordel, puedo atar unas ruedas a la caja de imágenes para que se mueva por…

—No, la gente dirá que Silverfish es un artista de las imágenes en acción, con el talento suficiente para dar al público lo que el público busca, eso es lo que dirán. Dirán que su nombre marca un comosellame en el medio…

—… y a lo mejor, con una pértiga y un mecanismo de poleas, podríamos maniobrar la caja de imágenes para acercarla más a…

—¿De verdad? ¿En serio?

—Tú confía en mí, Tommy.

—Bueno… de acuerdo. De acuerdo. Pero nada de elefantes. Quiero que eso quede bien claro. Nada de elefantes.

 

—Me parece muy extraño —dijo el archicanciller—. No son más que unos cuantos elefantes de cerámica. ¿No decías que se trataba de una máquina?

—Es más bien un… un mecanismo —respondió el tesorero, inseguro.

Dio un empujoncito al objeto. Varios de los elefantes de cerámica se balancearon.

—Creo que lo construyó Riktor el Calderero —siguió—. Yo no llegué a conocerlo.

El objeto parecía una vasija grande, muy ornamentada, casi tan alta como un hombre de la altura de una vasija muy alta. Del borde colgaban ocho elefantes de cerámica, suspendidos de cadenitas de bronce. Uno de ellos se balanceó cuando el tesorero lo rozó con el dedo.

El archicanciller escudriñó el interior.

—Aquí hay un montón de palancas y fuelles —dijo con cara de asco.

El tesorero se volvió hacia la encargada de la limpieza de la Universidad.

—Cuéntenos qué sucedió exactamente, señora Whitlow —pidió.

La señora Whitlow, corpulenta, sonrosada y encorsetada, se palmeó la ostentosa peluca y dio un codazo a la menuda doncella que orbitaba a su alrededor, como un bote amarrado a un buque.

—Díselo a su señoría, Ksandra —ordenó.

Ksandra tenía aspecto de estarse arrepintiendo de haber hablado.

—Bueno, señor, el caso, señor, es que yo estaba limpiando el polvo, ya sabe…

—Eshtaba limpihando el polhvo —colaboró la señora Whitlow.

Cuando la señora Whitlow se encontraba en las garras de una profunda conciencia de clase, podía poner haches allí donde la naturaleza ni las había imaginado.

—…y entonces empezó a hacer un ruido…

—Hempezó a hacer hun ruihdo —asintió la señora Whitlow—. Hentonces la chihca vihno a verhme, señoría, a ver qué leh dehcía.

—¿Qué clase de ruido fue, Ksandra? —inquirió el tesorero con toda la amabilidad de que fue capaz.

—Pues, señor, una especie de… —Puso los ojos en blanco—. Era como… «Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhmmuuhhmmmuuhhmmm UUHHMMUUHHMMMuuhhmmm… plib», señor.

—Plib —repitió el tesorero con solemnidad.

—Sí, señor.

—Plihb —repitió la señora Whitlow.

—Eso fue cuando escupió —añadió Ksandra.

Hexpectoró —la corrigió la mujer.

—Al parecer, uno de los elefantes escupió un pequeño perdigón de plomo, señor —dijo el tesorero—. Eso fue el… eh… el «plib».

—Pues a ver qué hacemos —bufó el archicanciller—. No podemos consentir que las vasijas vayan por ahí lanzando escupitajos a la gente.

La señora Whitlow hizo una mueca.

—Además, ¿por qué lo hace? —añadió Ridcully.

—La verdad es que no lo sé, señor. Pensé que a lo mejor tú podías decirnos algo. Tengo entendido que, en tus tiempos de estudiante, Riktor daba clases aquí. La señora Whitlow está muy preocupada —agregó en un tono que daba a entender que, cuando la señora Whitlow estaba preocupada por algo, un archicanciller inteligente haría bien en prestarle atención—. No quiere que el personal sufra ningún tipo de interferencia de índole mágica.

El archicanciller dio unos golpecitos con los nudillos a la vasija.

—¿Te refieres al viejo «Números» Riktor? ¿Hablamos de la misma persona?

—Eso parece, archicanciller.

—Estaba como una cabra. El tipo pensaba que todo se podía medir. No sólo en términos de longitud, o de peso, o de esas cosas, sino todo. Su frase favorita era, «Si existe, debe ser posible medirlo». —Los ojos de Ridcully se empañaron con el recuerdo—. Fabricaba toda clase de instrumentos raros. Decía que se podía medir la veracidad, la belleza, los sueños y todo lo demás. Así que éste es uno de los juguetitos de Riktor, ¿eh? ¿Qué querría medir con él?

—Hen mi opinióhn —intervino la señora Whitlow—, dehberíamos guardarhlo en ahlgún lugar dohnde no puehda hacer dahño a nadie. Si a uhstedes no lehs imporhta.

—Sí, sí, claro —se apresuró a asentir el tesorero. No era fácil conservar durante mucho tiempo al personal en la Universidad Invisible.

—Tíralo a la basura —ordenó el archicanciller. El tesorero se quedó horrorizado.

—Oh, no, señor —dijo—. Aquí nunca tiramos nada. Además, es probable que tenga un gran valor.

—Mmm —se interesó Ridcully—. ¿Valor?

—Sí, señor, seguramente se trata de un importante artefacto histórico.

—En ese caso, llévalo a mi estudio. Ya he dicho hasta la saciedad que hay que animar un poco este sitio. Bueno, ahora tengo que irme, he quedado con un tío que está entrenando un grifo. Buenos días, señoras…

—Eh… archicanciller, si tuvieras la amabilidad de firmar… —empezó a decir el tesorero.

Pero hablaba ya con una puerta cerrada.

Nadie se molestó en preguntar a Ksandra cuál de los elefantitos de cerámica había escupido la bala. Y, aunque lo hubieran hecho, la dirección del proyectil no habría significado nada para ellos.

Aquella misma tarde, un par de conserjes de la Universidad trasladaron el único resógrafo[5] operativo del universo al estudio del archicanciller.

 

Aún no habían encontrado la manera de añadir sonido a las imágenes en acción, pero había un ruido que siempre se asociaba con Holy Wood: era el sonido de los martillos golpeando clavos.

Holy Wood se expandía a toda velocidad: casas nuevas, calles nuevas, hasta vecindarios nuevos, aparecían de la noche a la mañana. Y, en aquellas zonas donde los aprendices de alquimista, que habían hecho unos cursillos hiperacelerados, no estaban del todo familiarizados con los aspectos más delicados del octoceluloide, desaparecían aún más deprisa. Aunque eso no tenía demasiada importancia. El humo no se había terminado de despejar cuando ya se volvían a oír los martillazos.

Y Holy Wood crecía por fisión. Lo único que hacía falta era un muchacho de pulso firme y no fumador que supiera leer instrucciones de alquimia, un operador, un saco de demonios y montones de luz solar. Ah, y unas cuantas personas. Pero personas había de sobra. Si uno no tenía talento para criar demonios, o para mezclar productos químicos, o para dar vueltas rítmicamente a una manivela, siempre podía cuidar caballos o servir mesas, y poner cara de interesante sin perder las esperanzas. Y, si todo lo demás fallaba, clavar clavos. Edificio destartalado tras edificio destartalado, la antigua colina se iba poblando. El sol despiadado decoloraba y retorcía los delgados tablones, pero la construcción nunca cesaba.

Porque Holy Wood lanzaba su llamada. Cada día llegaba más gente. No llegaban para ser palafreneros, ni camareras, ni carpinteros de urgencias. Llegaban para hacer películas.

Y no tenían ni idea de por qué.

Como bien sabía Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, allí donde se reunieran dos o más personas alguien intentaría venderles sospechosas salchichas dentro de panecillos.

Ahora que él estaba ocupado con otros asuntos, no había faltado quien cumpliera con ese cometido.

Una de esas personas era Nodar Borgle el Klatchiano, cuya enorme barraca donde había hasta ecos no era tanto un restaurante como una fábrica de alimentación. En uno de los extremos había grandes soperas humeantes. El resto eran mesas, y en torno a las mesas había…

Víctor se quedó atónito.

… había trolls, humanos y enanos. Y unos cuantos gnomos. Y hasta unos pocos elfos, la raza más elusiva del Mundodisco. Y muchas otras cosas que Víctor esperaba que fueran trolls disfrazados, porque, si no lo eran, los clientes del restaurante estarían pronto en apuros. Pero todo el mundo comía, y lo más sorprendente era que no se comían unos a otros.

—Tienes que coger un plato, hacer cola y luego pagarlo —le explicó Ginger—. Lo llaman autotumismo.

—¿Y tienes que pagar antes de comerlo? ¿Qué pasa si luego resulta que está asqueroso?

Ginger hizo una mueca.

—Por eso se paga antes.

Víctor se encogió de hombros y se inclinó hacia el enano que había tras el mostrador.

—Quisiera…

—Estofado —replicó el enano.

—¿Qué clase de estofado?

—No hay más que una clase de estofado —bufó—. Estofado de estofado.

—En realidad, lo que preguntaba es de qué está hecho —insistió Víctor.

—Si tienes que preguntarlo es que no estás lo suficientemente hambriento —intervino Ginger—. Dos estofados, Fruntkin.

Víctor observó cómo el enano vertía en su plato la sustancia color marrón grisáceo. Unos extraños bultos, impulsados por misteriosas corrientes, afloraron un instante antes de hundirse de nuevo, cabía esperar que para siempre.

Borgle pertenecía a la misma escuela de cocina que Escurridizo.

—O estofado, o nada, chaval —rió el cocinero—. Es medio dólar. Bien barato.

Víctor le tendió el dinero de mala gana, y miró a su alrededor buscando a Ginger.

—¡Aquí! —le llamó la chica, que se había sentado junto a una de las largas mesas—. Hola, Thunderfoot. Hola, Breccia, ¿cómo va eso? Éste es Vic. Es nuevo. Hola, Sniddin, no te he visto antes.

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