Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Por tanto, se sintió un tanto sobrio y un poco sorprendido al encontrarse en la Plaza de las Lunas Rotas. Se había dirigido hacia el estrecho callejón situado tras la Universidad, concretamente hacia el trozo de muro con los convenientes ladrillos extraíbles por donde, durante cientos y cientos de años, los estudiantes de magia se las habían arreglado para esquivar, o mejor dicho, para saltarse, las restricciones de la Universidad Invisible.

La Plaza no caía en su camino.

Se dio la vuelta para regresar sobre sus pasos y, en aquel momento, se detuvo. Estaba sucediendo algo de lo más inusual.

Por lo general, allí había siempre un narrador de historias, o unos cuantos músicos, o un vendedor a la caza de clientes potencialmente interesados en adquirir puntos interesantes de Ankh-Morpork, tales como la Torre del Arte o el Puente de Latón.

Ahora no había más que unas cuantas personas levantando una gran pantalla, semejante a una sábana sostenida por dos pértigas.

Se dirigió hacia ellas.

—¿Qué hacéis? —preguntó en tono amistoso.

—Va a haber una sesión.

—Ah, actores —asintió Víctor, sin demasiado interés.

Volvió a adentrarse en la húmeda oscuridad, pero se detuvo al oír una voz que surgía de entre la penumbra entre dos edificios.

—Socorro —exclamó la voz, bastante bajito.

—Haz el favor de dárnoslo —replicó otra voz.

Víctor se acercó un poco más, y escudriñó las sombras impenetrables.

—¿Hola? —dijo—. ¿Va todo bien?

Hubo una pausa.

—Tú no sabes lo que te conviene, ¿eh, chico? —dijo al final alguien en voz baja.

Tiene un cuchillo, pensó Víctor. Se acerca a mí con un cuchillo. Eso significa que me va a apuñalar, o que voy a tener que salir corriendo, cosa que es un auténtico desperdicio de energía.

La gente que no se concentra bien en los hechos habría podido pensar que Víctor Tugelbend sería gordo y blandengue. La verdad era que se trataba sin duda alguna del estudiante más atlético de toda la Universidad. Arrastrar kilos de más era un esfuerzo excesivo para él, así que se cuidaba mucho de no engordar, y se mantenía en una forma física aceptable, porque hacer las cosas con unos músculos decentes representaba mucho menos esfuerzo que intentar hacer las cosas con bolsas de grasa.

Así que alzó una mano y asestó una bofetada de revés. El golpe no se limitó a acertar: lanzó por los aires a su agresor.

Luego clavó la vista en la víctima en potencia, que seguía acurrucada contra la pared.

—Espero que no estés herido —dijo.

—¡No te muevas!

—No iba a moverme —aseguró Víctor.

La figura salió de entre las sombras. Llevaba un paquete bajo el brazo, y mantenía las manos ante la cara en un gesto muy extraño, con los índices y pulgares extendidos en ángulos rectos y luego encajados, de manera que los ojillos de comadreja del hombre parecían mirarlo a través de un marco rectangular.

Probablemente se trata de un gesto contra el Mal de Ojo, pensó Víctor. Debe de ser un mago, por los símbolos que lleva en el traje.

—¡Increíble! —exclamó el hombre, sin dejar de mirarlo entre los dedos—. Oye, haz el favor de girar la cabeza, muy despacio. ¡Excelente! La nariz es una lástima, pero supongo que se podrá arreglar.

Dio unos pasos hacia adelante y trató de rodear los hombros de Víctor con un brazo.

—Ha sido una suerte para ti que me hayas encontrado —le dijo.

—¿De verdad? —se sorprendió Víctor, que hasta aquel momento habría jurado que la cosa era al revés.

—Eres justo el tipo que estoy buscando —insistió el hombre.

—Lo siento —respondió el joven—. Me pareció que iban a robarle.

—El ladrón buscaba esto —dijo el otro, dando unas palmaditas al paquete que llevaba bajo el brazo. Resonó como un gong—. Pero no le habría servido de nada.

—¿No tiene valor?

—Tiene un valor incalculable.

—Entonces, todo aclarado —dijo Víctor.

El hombre dejó de intentar estrechar los hombros de Víctor, que eran bastante anchos, y se conformó con poner la mano sobre tan sólo uno.

—Pero mucha gente habría sufrido una gran decepción —siguió—. Oye, escucha. Tienes buena planta. Un perfil adecuado. Atiende, chico, ¿te gustaría entrar en las imágenes en acción?

—Eh… —titubeó Víctor—. No. No creo.

El hombre se lo quedó mirando.

—Has oído bien lo que te he dicho, ¿no? —insistió—. Imágenes en acción.

—Sí.

—¡Pero si todo el mundo quiere entrar en las imágenes en acción!

—No, muchas gracias —replicó Víctor con educación—. Estoy seguro de que es un trabajo muy digno, pero accionar imágenes no me parece muy interesante.

—¡Te estoy hablando de las imágenes en acción!

—Sí —asintió el muchacho amablemente—. Ya le he oído.

El hombre sacudió la cabeza.

—Bueno —dijo—, me has dado la sorpresa del día. Es la primera vez en semanas que me encuentro con alguien que no está desesperado por entrar en las imágenes en acción. Creía que todo el mundo quería entrar en las imágenes en acción. Y en cuanto te vi, pensé: ahora querrá un empleo en las imágenes en acción a cambio de lo que ha hecho.

—De todos modos, se lo agradezco —respondió Víctor—. Pero no creo que lo acepte.

—Bueno, el caso es que te debo algo.

El hombrecillo rebuscó en sus bolsillos y sacó una tarjeta. Víctor la cogió. Decía así:

Thomas Silverfish

Cinematografía Interesante e Instructiva

Una y Dos Bobinas     Material casi no explosivo

Holy Wood, nº 1

—Es por si alguna vez cambias de opinión —dijo—. En Holy Wood, todo el mundo me conoce.

Víctor examinó la tarjeta.

—Gracias —dijo vagamente—. Esto… ¿es usted mago, por casualidad?

Silverfish clavó la vista en él.

—¿Qué te hace pensar semejante cosa? —le espetó.

—Pues lleva un vestido con símbolos mágicos…

—¿Símbolos mágicos? ¡Obsérvalos más de cerca, chico! ¡Desde luego, éstos no son los símbolos crédulos de un sistema de creencias ridículas y pasadas de moda! Son los emblemas de un arte racional, cuyo luminoso nuevo amanecer no ha hecho más que… eh… ¡más que amanecer! ¡Símbolos mágicos! —bufó con el tono más despectivo que pudo encontrar—. Y es una túnica, no un vestido —añadió.

Víctor examinó la colección de estrellas, lunas crecientes y objetos variados. Los emblemas de un arte racional cuyo luminoso nuevo amanecer no había hecho más que amanecer le parecían iguales que los símbolos crédulos de un sistema de creencias ridículas y pasadas de moda, pero probablemente no fuera el momento adecuado para mencionárselo a Silverfish.

—Lo siento —dijo de nuevo—. Es que no lo había visto bien.

—Soy alquimista —explicó el hombre, tranquilizado sólo en parte.

—Ah, convertir el plomo en oro y todas esas cosas —asintió Víctor.

—Nada de plomo, chico. Luz. Con el plomo nunca funcionó. Luz en oro…

—¿De verdad? —dijo Víctor con educación mientras Silverfish empezaba a desplegar un trípode en el centro de la plaza.

Se estaba reuniendo una pequeña multitud. En Ankh-Morpork, las pequeñas multitudes se reunían muy fácilmente. Como ciudad, disponía de algunos de los mejores espectadores del universo. Prestaban atención a cualquier cosa, sobre todo si existía la posibilidad de que alguien resultara herido de alguna manera divertida.

—¿Por qué no te quedas a ver la sesión? —sugirió Silverfish, ya alejándose.

Así que alquimista. Bueno, todo el mundo sabía que los alquimistas estaban algo locos, pensó Víctor. Era una cosa perfectamente normal.

¿Quién podría querer malgastar su tiempo accionando imágenes? La mayor parte de ellas parecían estar muy bien quietecitas.

—¡Salchichas en panecillo! ¡Compradlas ahora que están calientes! —aulló una voz junto a su oreja.

Se dio la vuelta.

—Ah, hola, Escurridizo —dijo.

—Buenas noches, chico. ¿Quieres una deliciosa salchicha?

Víctor contempló los brillantes cilindros dispuestos sobre la bandeja que colgaba del cuello de Escurridizo. Tenían un olor apetitoso. Como de costumbre. Luego te las llevabas a la boca y descubrías una vez más que Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo era capaz de encontrar una utilidad a partes de los animales que ni los animales sabían que tenían. Escurridizo había llegado a la conclusión de que, si añadías suficientes cebollas fritas y mostaza, la gente se comía cualquier cosa.

—Hay descuento especial para estudiantes —susurró Escurridizo con tono confidencial—. Quince peniques, y voy a la ruina.

Volteó estratégicamente la tapa de la sartén, dejando escapar una nube de vapor.

El aroma picante de las cebollas fritas cumplió con su perverso cometido.

—Bueno, sólo una —asintió Víctor, sabiéndose derrotado.

Escurridizo sacó una salchicha de la sartén y la metió en un panecillo con la habilidad de una rana atrapando a una mosca.

—No lo lamentarás en tu vida —dijo alegremente.

Víctor mordisqueó un aro de cebolla. Hasta ahí, estaba a salvo.

—¿Qué está pasando? —preguntó, señalando con un pulgar la pantalla sacudida por el viento.

—No sé qué clase de espectáculo —replicó Escurridizo—. ¡Salchichas calientes! ¡Están de miedo!

Volvió a bajar la voz hasta su habitual tono de confidencia.

—Tengo entendido que está siendo todo un éxito en otras ciudades —añadió—. Son una especie de imágenes en acción. Han intentado perfeccionar la técnica al máximo antes de venir a Ankh-Morpork.

Observaron a Silverfish y a un par de sus colaboradores mientras trasteaban técnicamente con la caja que habían montado sobre el trípode. De pronto, en el orificio circular que tenía en la parte delantera, apareció una luz blanca que iluminó la pantalla. La multitud aplaudió sin demasiadas ganas.

—Oh —dijo Víctor—. Ya entiendo. ¿Y eso es todo? No es más que el viejo espectáculo de las sombras. Nada más. Mi tío solía hacerlo para divertirme. ¿Sabes a qué me refiero? Tienes que mover las manos delante de la luz y las sombras toman la forma de un objeto, o un animal…

—Ah, sí —asintió Escurridizo, no del todo seguro—. Como «Elefante grande», o «Águila calva». Mi abuelo también hacía esas cosas.

—La que más hacía mi tío era «Conejo deforme» —siguió Víctor—. La verdad es que no se le daba demasiado bien. Nos ponía en situaciones bastante difíciles. Todos nos sentábamos a su alrededor, adivinando a la desesperada cosas como «Puercoespín sorprendido», o «Mofeta rabiosa», y al final él se iba a la cama de morros porque no habíamos comprendido que estaba haciendo «Lord Henry Skipps y sus hombres derrotando a los trolls en la batalla de Pseudópolis». No veo qué tienen de especial unas sombras en la pantalla.

—Por lo que he oído, no se trata de eso —replicó Escurridizo—. Antes vendí a uno de esos hombres una Súper Salchicha Especial, y me dijo que todo era cuestión de pasar las imágenes muy deprisa. Pegan muchas una detrás de otra y las muestran a toda velocidad. A una velocidad de mil diablos, dijo concretamente.

—No será tan deprisa —replicó Víctor—. Si las muestran a tanta velocidad, no se verán.

—Dijo que ahí está el secreto, en no ver cómo pasan —insistió Escurridizo—. Hay que verlas todas a la vez, o algo por el estilo.

—Entonces no serán más que un borrón —protestó Víctor—. ¿No le preguntaste sobre eso?

—La verdad es que no —replicó el vendedor—. El tipo tuvo que marcharse corriendo. Dijo que se sentía un poco extraño.

Víctor observó pensativo los restos de su salchicha en panecillo y, mientras lo hacía, fue consciente de que él también estaba siendo observado.

Bajó la vista. Había un perro sentado a sus pies.

Era pequeño, de patas torcidas y pelaje áspero, básicamente gris, pero con zonas marrones, blancas y negras. Y le estaba mirando, sin duda.

Era, desde luego, la mirada más penetrante que Víctor había visto en su vida. No resultaba amenazadora, ni lisonjera. Era, sencillamente, muy lenta y muy concienzuda, como si el perro estuviera memorizando todos los detalles para poder dar más tarde una descripción completa a las autoridades competentes.

Cuando estuvo seguro de que contaba con toda la atención de Víctor, transfirió su mirada a la salchicha.

Víctor sintió remordimientos de conciencia por ser tan cruel con un pobre animal inocente, pero, de todos modos, dejó caer la salchicha para que la cogiera. El perro la atrapó y la devoró con sorprendente economía de movimientos.

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