Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Pues nos costó casi veinte dólares, ¿sabe? —explicó Silverfish con orgullo contenido—. Y otros cuarenta peniques por las salchichas, claro.

—¡Increíble! —repitió Escurridizo—. Y seguramente ya la han visto cientos de personas, ¿verdad?

—¡Miles! —le corrigió Silverfish.

Ahora no había ya analogía posible para la sonrisa de Escurridizo. Si fuera más amplia, la parte superior de su cabeza se desprendería.

—¿Miles? —dijo—. ¿De verdad? ¿Tanta gente? Y claro está, cada espectador pagó… vaya, cuánto era…

—Bueno, lo cierto es que sólo hacemos una pequeña colecta tras cada función —explicó Silverfish—. No es más que para cubrir los gastos, ahora que todavía estamos en plena etapa de experimentación, ¿comprende? —Bajó la vista—. Quisiera saber —añadió— si tendría usted la amabilidad de dejar de estrecharme la mano.

Escurridizo siguió la dirección de su mirada.

—¡No faltaría más! —accedió, al tiempo que soltaba su presa.

La mano de Silverfish siguió bajando y subiendo durante unos instantes por cuenta propia, debido a los espasmos musculares.

Escurridizo se quedó en silencio un momento. En su rostro brillaba la luz de quien está en intensa comunicación con un dios interior.

—Te diré una cosa, Thomas… ¿me permites que te llame Thomas? —dijo al final—. Cuando vi esa obra maestra, me dije para mis adentros, Escurridizo, detrás de todo esto hay un artista creativo…

—… ¿cómo sabe que me llamo…?

—…un artista creativo, me dije, que debería tener libertad para seguir los dictados de su musa en vez de soportar la carga de todos los detalles molestos que implica la administración de cualquier asunto de esta magnitud, ¿no estoy en lo cierto?

—Bueno… sí, la verdad es que a veces el papeleo es un poco…

—Justo lo que pensaba —siguió rápidamente Escurridizo—. Y me dije, Ruina, tienes que ir a ver a este hombre inmediatamente para ofrecerle tus servicios. Ya sabes, para las cuestiones esas. De administración. Quita de sus hombros tan pesada carga. Que pueda dedicarse plenamente a hacer lo que tan bien sabe hacer. ¿Qué te parece, Tom?

—Yo… esto… bueno, es cierto que mi especialidad se refiere más bien…

—¡De maravilla! ¡De maravilla! —exclamó Escurridizo—. Bien, Tom… ¡acepto!

Silverfish estaba boquiabierto.

—Eh… —consiguió decir.

Ruina le dio un puñetazo cariñoso en el hombro.

—Sólo tienes que decirme dónde están todos esos papeles tan molestos —dijo—. Después, podrás dedicarte a lo que te dé la gana.

—Eh… sí…

El ex-vendedor de salchichas le estrechó ambas manos y le transmitió mil voltios de integridad.

—Este momento es todo un honor para mí —dijo con voz ronca—.

No te puedes imaginar hasta qué punto. Te aseguro que no exagero al afirmar que es el día más feliz de mi vida. Sólo quería que lo supieras, Tommy. Te lo digo de corazón.

El silencio reverente sólo fue interrumpido por un ligero bufido.

Escurridizo miró muy despacio a su alrededor. Tras ellos no había nadie, sólo un perrito callejero de raza indefinida, sentado a la sombra que ofrecían un montón de maderos. El perro advirtió su expresión e inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Guau? —dijo.

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dedicó unos segundos a buscar por los alrededores algo que tirarle al chucho, pero luego comprendió que aquello no encajaba con su personaje, y se volvió hacia el cautivo Silverfish.

—De veras —le dijo con toda sinceridad—, he tenido mucha suerte al conocerte.

 

El almuerzo en la taberna le había costado a Víctor el dólar entero, y aún tuvo que añadir un par de peniques. Consistió en un plato de sopa. Según el vendedor de sopa, todo costaba tan caro porque había que traerlo desde muy lejos. No había ninguna granja cerca de Holy Wood. Además, ¿quién iba a dedicarse a cultivar cosas cuando podía estar haciendo imágenes en acción?

Después, fue a ver a Gaffer para hacer la prueba de pantalla.

La prueba consistía en quedarse quieto durante un minuto mientras el operador lo miraba con cara de aburrimiento por encima de la caja de imágenes.

—Vale —dijo Gaffer cuando hubo pasado el minuto—. Tienes talento, muchacho.

—¡Pero si no he hecho nada! —protestó Víctor—. Lo único que me dijiste fue que no me moviera.

—Claro. Exacto. Eso es precisamente lo que necesitamos. Gente que sepa quedarse quieta —replicó el técnico—. Nada de tonterías de actuar como en el teatro.

—Y todavía no me has explicado qué hacen los demonios dentro de la caja —insistió el joven.

—Esto es lo que hacen.

Gaffer abrió un par de cerrojos. Una hilera de ojillos malévolos clavaron sus miradas en Víctor.

—Aquí hay seis demonios —explicó el técnico, señalando con cuidado para esquivar las diminutas zarpas—. Los demonios miran por el agujero que hay en la parte delantera de la caja, y pintan lo que ven. Tiene que haber seis, ¿comprendes? Dos para pintar y cuatro para soplar sobre la pintura, para que se seque antes de que llegue la siguiente imagen. Eso se debe a que, cada vez que damos una vuelta a esta manivela, la tira de membrana transparente se desenrosca una fracción, en donde entrará una imagen. Mira.

Dio una vuelta a la manivela. Se oyó el típico clicaclicaclic, y los demonios gimieron.

—¿Por qué lo hacen? —se interesó Víctor.

—Ah —asintió Gaffer—, te preguntas por qué obedecen. Bueno, la manivela controla también esta ruedecita, de la que penden varios látigos. Es la única manera de que trabajen a la velocidad necesaria. El demonio típico es de un perezoso que espanta. En fin, la cosa se basa en una concatenación de hechos, causas y efectos: cuanto más deprisa gira la manivela, más deprisa corre la película, y más deprisa tienen que pintar. Hay que controlar bien la velocidad. El trabajo del operador es muy importante.

—Sí, pero… bueno, ¿no es un poco cruel!

Gaffer pareció sorprendido.

—Oh, no. La verdad es que no. Tengo derecho a un descanso cada media hora. Son las normas impuestas por el Gremio de Operadores.

Se dirigió hacia el otro extremo de la mesa de trabajo, donde había otra caja con la puertecilla trasera abierta. Esta vez, unos cuantos lagartos de aspecto baboso miraron con tristeza a Víctor.

—Con esto no acabamos de estar satisfechos —siguió explicando Gaffer—, pero es lo mejor que tenemos por ahora. Supongo que sabes que la salamandra típica se pasa el día tumbada en el desierto, absorbiendo la luz del sol. De repente, cuando se asusta, excreta esa misma luz. Dicen que es un mecanismo de defensa. Así que, a medida que pasa la película, y esta cortinilla se abre y se cierra, la luz de los bichos atraviesa la película, luego estas lentes, y llega a la pantalla. Es muy sencillo.

—¿Cómo conseguís que se asusten? —preguntó el muchacho.

—¿Ves esta manivela?

—Oh.

Víctor rozó la caja de imágenes con gesto pensativo.

—De acuerdo, muy bien —dijo al final—. Así que conseguís montones de imágenes. Y las pasáis muy deprisa. Por lógica, no deberíamos ver más que un borrón, pero no es así.

—Ah —sonrió Gaffer, al tiempo que se daba un golpecito en la nariz—, eso es un secreto del Gremio de Operadores. Sólo se transmite de iniciado a iniciado —añadió como quien conoce un dato vital.

Víctor lo miró con escepticismo.

—Tenía entendido que sólo llevabais unos meses haciendo imágenes en acción.

Gaffer tuvo la decencia de parecer inquieto.

—Vale, no te falta razón, por el momento el secreto se transmite bastante a menudo —hubo de admitir—. Pero ya verás, cuando pasen unos años sólo lo transmitiremos de ¡no toques eso!

Con gesto culpable, Víctor retiró la mano apresuradamente del montón de latas que descansaban sobre la mesa de trabajo.

—Ahí dentro hay película —le explicó Gaffer, al tiempo que lo empujaba amablemente hacia un lado—. Hay que manejarla con muchísimo cuidado. No se puede permitir que se caliente demasiado, porque es octoceluloide. Tampoco le van bien los golpes bruscos.

—¿Por qué, qué pasa? —preguntó Víctor, sin poder apartar la vista de las latas.

—No tenemos ni idea. Nadie ha vivido lo suficiente como para contarlo.

Gaffer vio la expresión del muchacho, y sonrió.

—No te preocupes por eso —añadió—. Tú estarás siempre delante de la caja de hacer imágenes.

—Se te olvida un pequeño detalle, ya he dicho que no sé actuar.

—¿Sabrás hacer lo que te digan? —preguntó Gaffer.

—¿Qué? Bueno… sí, claro. Me imagino que sí.

—Pues eso es lo único que hace falta, chico. No necesitas otra cosa. Aparte de unos buenos músculos.

Salieron a la brillante luz del día, y se dirigieron hacia la barraca de Silverfish.

Que estaba ocupada.

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo se estaba familiarizando con las películas.

 

—Lo que había pensado —dijo Escurridizo—, es algo como… bueno, mira. Algo como esto.

Le tendió una cartulina.

En ella, con caligrafía temblorosa, decía:

 

Después de esta sesión, visita

Harga, La Casa de las Costillas.

Lo mejor en nuvel cuisín.

 

—¿Qué es eso de nuvel cuisín? —se interesó Víctor.

—Es extranjero —replicó Escurridizo.

Miró al muchacho con gesto despectivo. Tener a alguien como Víctor bajo el mismo techo no formaba parte de su plan. Había albergado la esperanza de disponer de Silverfish a sus anchas.

—Significa comida —añadió.

Silverfish contempló la cartulina.

—¿Y qué pasa? —preguntó.

Escurridizo eligió las palabras con cuidado.

—¿Por qué no muestras está cartulina al final de cada sesión?

—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa?

—Porque alguien como Sham Harga, por ejemplo, te pagaría mu… bastante dinero.

Todos volvieron a mirar la cartulina.

—Yo he comido en Harga, La Casa de las Costillas —explicó Víctor—. Y no diría que es lo mejor. No, no es lo mejor. Dista mucho de ser lo mejor. —Meditó un instante—. En realidad, no se puede estar más lejos de ser lo mejor.

—Eso no importa —replicó Escurridizo con brusquedad—. Es intrascendente.

—Pero… —interrumpió Silverfish— si vamos por ahí diciendo que Harga, La Casa de las Costillas, es el mejor local de la ciudad, ¿qué van a pensar el resto de los restaurantes?

Escurridizo se apoyó de codos sobre la mesa.

—Pensarán —dijo lentamente—, «¿por qué no se nos ocurrió a nosotros antes?».

Se sentó. Silverfish le dirigió una brillante sonrisa de incomprensión.

—Haga el favor de explicarme eso último otra vez —solicitó.

—¡Querrán hacer exactamente lo mismo! —insistió Escurridizo.

—Ya veo —intervino Víctor—, Todos querrán que mostremos cartulinas en las que se diga «Harga, La Casa de las Costillas, no es el mejor restaurante de la ciudad, el mejor es el nuestro».

—Algo por el estilo, algo por el estilo —replicó Escurridizo bruscamente, mirándolo con atención—. Habrá que elaborar un poco más la formulación, pero sí, será algo por el estilo.

—Pero… pero… —Silverfish estaba haciendo un auténtico esfuerzo por seguir la conversación—. Eso a Harga no le haría ninguna gracia, ¿verdad? Si nos paga dinero por decir que su restaurante es el mejor, y luego aceptamos dinero de otros por decir que no es verdad, seguro que…

—Nos pagará más dinero —lo interrumpió Escurridizo—. Para que volvamos a decir que el suyo es el mejor, sólo que con letras aún mas grandes.

Todos lo miraron.

—¿De verdad cree que funcionará? —preguntó Silverfish, asombrado.

—Sí —se limitó a replicar Ruina—. Sólo tienes que escuchar a los vendedores ambulantes cualquier día por la mañana. No van por ahí gritando «Naranjas casi maduras, sólo un poco tocadas, precio razonable», ¿verdad? No, qué va, gritan «¡Prueba estas naranjas, están deliciosas!». Eso es tener visión comercial.

Volvió a apoyarse sobre el escritorio.

—Y, a mi entender —añadió—, eso es precisamente lo que falta por aquí.

—Algo hay de eso —asintió Silverfish débilmente.

—Además, el dinero —siguió Escurridizo, cuya voz era una palanca firmemente insertada en la grieta del realismo—, será muy útil para que sigas perfeccionando tu arte.

Silverfish se animó un poco.

—Eso es verdad —asintió—. Por ejemplo, hay que buscar alguna manera de incluir sonido en…

Ruina no le estaba prestando atención. Señaló el montón de cartones apoyados contra la pared.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Ah —dijo el alquimista—. Una idea mía. Pensamos que sería una buena… eh… visión comercial. —Saboreó las palabras como si se trataran de una nueva golosina deliciosa—. Se me ocurrió informar a la gente sobre las nuevas imágenes en acción que estamos preparando.

Autore(a)s: