Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Rock se rascó la nariz.

—Es un juego de palabras —respondió—. Muy difícil de traducir. Pero, en resumen, le ha dicho, «¿Llevas el legendario Cetro de Magma que fue Rey de la Montaña, Forjador de Miles Sí, Incluso Decenas de Miles, Señor del Río Dorado, Amo de los Puentes, Dueño de Ríos Subterráneos, Morador de las Zonas Oscuras, Azote de Muchos enemigos… —tomó aliento profundamente—…en el bolsillo, o es que te alegras de verme?».

Víctor frunció el entrecejo.

—No lo capto.

—Quizá no lo haya traducido bien —suspiró Rock.

Tomó un buen trago de azufre fundido antes de seguir hablando:

—Tengo entendido que Alquimistas Unidos está eligiendo el reparto para…

—Rock —lo interrumpió Víctor con voz apremiante—, en este lugar pasa algo muy raro. ¿No lo notas?

—¿El qué es raro?

—Todo parece… bueno, burbujear. Nadie se comporta como antes. ¿Sabías que aquí, en el pasado, hubo una gran ciudad? Ahora el emplazamiento exacto está cubierto por el mar. Era una ciudad enorme. ¡Y desapareció, así, como si tal cosa!

Rock se frotó la nariz, con gesto pensativo. El gesto pensativo no era muy habitual para él. Parecía el primer contacto con un hacha de un hombre de Neanderthal.

—¡Y no tienes más que ver cómo se comporta todo el mundo! —insistió Víctor—. ¡Como si lo que son y lo que quieren fueran las cosas más importantes del mundo!

—Me pregunto… —empezó Rock.

—¿Sí? —lo apremió Víctor.

—Me pregunto si valdría la pena que me quitara un centímetro de nariz. Mi primo Breccia conoce a un picapedrero que le arregló las orejas, y le quedaron de maravilla. ¿Qué opinas tú?

Víctor lo miró fijamente.

—Quiero decir… no sé si te das cuenta, pero es demasiado grande, aunque por otra parte es lo que se considera una nariz troll por excelencia, un estereotipo, ¿me entiendes? Es decir, puede que tenga mejor aspecto si me la arreglo, pero también es posible que, en este trabajo, lo mejor sea parecer todo lo troll posible. Por ejemplo, Morry se hizo retocar la suya con cemento, y ahora tiene una cara que te puede matar del susto si te la encuentras en un callejón oscuro. ¿Qué opinas tú? Valoro mucho tu opinión, porque eres un humano de grandes ideas.

Dirigió a Víctor una amplia sonrisa silícea.

—Es una nariz estupenda, Rock —dijo el joven al final con un suspiro—. Contigo detrás de ella, puede llegar muy lejos.

Rock le lanzó otra sonrisa deslumbrante, y apuró la copa de azufre. Sacó el palillo de acero y sorbió la amatista clavada en la punta.

—¿De verdad te parece…? —empezó.

Entonces, advirtió la pequeña zona de espacio vacío. Víctor se había marchado.

 

—No sé nada de nadie —dijo el guardador de caballos, inquieto ante la presencia imponente y amenazadora de Detritus.

Escurridizo masticó la colilla de su cigarro. Pese al carruaje nuevo, el viaje desde Ankh Morpork había estado lleno de baches y saltos, y no había almorzado.

—Un chico alto, algo idiota, con un bigote finito —insistió—. Ha estado trabajando para ti, ¿no?

El guardador de caballos se rindió.

—Bueno, de cualquier manera nunca habría llegado a ser un buen guardador de caballos —suspiró—. Deja que el trabajo lo domine. Creo que dijo que iba a comer algo.

 

Víctor estaba sentado en el callejón oscuro, con la espalda apoyada contra la pared, y trató desesperadamente de pensar.

Recordaba cierta ocasión, siendo muy niño, en que se había quedado demasiado tiempo al sol. Había sentido algo muy parecido a lo que sentía ahora.

Oyó un suave ruido en la arena apisonada que había ante sus pies.

Alguien había dejado caer un sombrero. Lo miró.

Luego, ese mismo alguien empezó a tocar una armónica. No lo hacía demasiado bien. La mayor parte de las notas caían fuera de lugar, y las que acertaban por casualidad duraban demasiado o demasiado poco. Allí había una melodía, por alguna parte, de la misma manera que hay una pizca de carne en una máquina de preparar hamburguesas.

Víctor suspiró y rebuscó un par de peniques en sus bolsillos. Los arrojó al sombrero.

—Vale, vale —dijo—. Muy bien. Ahora, lárgate.

En aquel momento, captó un olor extraño. Era difícil identificarlo, pero quizá podría pertenecer a una alfombra de guardería infantil, muy vieja y algo mojada.

Alzó la vista.

—Guau, joder, guau —dijo Gaspode, el Perro Maravilla.

 

El establecimiento de Borgle había decidido aquella noche experimentar con las ensaladas. La zona de cultivo más cercana estaba a cincuenta kilómetros.

—¿Qué es esto? —exigió saber un troll, esgrimiendo algo lacio y marrón.

Fruntkin, el inventivo jefe de cocinas, aventuró una suposición.

—¿Apio? —sugirió. Lo examinó más de cerca—. Sí, apio.

—¡Pero si es marrón!

—¡Pues claro! ¡Pues claro! —se apresuró a replicar Fruntkin—. El apio en su mejor momento es marrón. Eso demuestra que está maduro —añadió.

—¡Tendría que ser verde!

—Naa. Tú lo estás confundiendo con los tomates —lo tranquilizó el cocinero.

—¿Sí? Pues a ver, ¿qué es esta cosa grumosa? —preguntó otro hombre de la cola.

Fruntkin se irguió en toda su estatura.

—Eso —explicó con voz pausada—, es mayonesa. La he hecho personalmente. La saqué de un libro —agregó sin poder ocultar su orgullo.

—Sí, es evidente —asintió el hombre, metiendo un dedo en la sustancia—. Desde luego, no la sacaste ni de huevos, ni de aceite, ni de vinagre.

—Especialidad de la mayson —le aseguró Fruntkin sin darse por aludido.

—Como quieras —insistió el hombre—, pero dile a tu mayonesa que deje de atacar a mi lechuga.

Fruntkin, airado, esgrimió su cucharón.

—Oye… —empezó.

—No, no pasa nada —siguió el futuro comensal—. Las babosas han formado una barrera defensiva.

Se oyó una conmoción junto a la puerta. Detritus, el troll, entró pavoneándose entre los clientes, seguido por Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo.

El troll apartó a los que aguardaban, y se encaró con Fruntkin.

—El señor Escurridizo quiere charlar —le informó mientras extendía el brazo por encima del mostrador y, sin esfuerzo, levantaba al enano por la camisa llena de manchas resecas de comida.

Lo zarandeó en el aire ante Ruina.

—¿Alguien ha visto a Víctor Tugelbend? —preguntó el ex-vendedor de salchichas—. ¿O a esa chica, Ginger?

Fruntkin abrió la boca para soltar una maldición, pero se lo pensó mejor.

—El muchacho estaba aquí hace menos de media hora —gimió—. Ginger trabaja sólo medio turno, por las mañanas. No sé qué hace cuando sale.

—¿Y adonde ha ido Víctor? —insistió Ruina.

Se sacó una bolsa del bolsillo. Tintineaba. Los ojos de Fruntkin se clavaron en ella como si fueran cojinetes y la bolsa contuviera un potente imán.

—No lo sé, señor Ruina —insistió—. Cuando se enteró de que la chica no estaba aquí, se fue.

—Bien —suspiró Ruina—. Bueno, si vuelves a verlo, dile que lo estoy buscando, y que lo voy a convertir en una estrella. ¿Entendido?

—Una estrella. Entendido —asintió el enano.

Ruina buscó en su bolsa y extrajo una moneda de diez dólares.

—Además, quiero encargar la cena para luego —añadió mostrando el dinero.

—La cena. Entendido —tartamudeó Fruntkin.

—Tomaré un filete y langostinos —siguió Ruina—. Con una selección de verduras de temporada en su punto, y de postre fresas con nata.

Fruntkin se lo quedó mirando.

—Eh… —empezó.

Detritus dio al enano un golpecito con el dedo, que lo hizo mecerse adelante y atrás.

—Y yo —dijo—, tomaré… a ver… un basalto muy hecho, con guarnición de conglomerados de granito recién pulverizados. ¿Entendido?

—Eh… sí —asintió Fruntkin.

—Déjalo ya, Detritus. No creo que le guste estar por los aires —indicó Ruina—. Y déjalo con suavidad.

Miró a su alrededor, contemplando el círculo de rostros fascinados.

—Recordadlo bien —dijo—. Estoy buscando a Víctor Tugelbend, y voy a convertirlo en una estrella. Si alguien lo ve, que se lo diga. Ah, Fruntkin, y que el filete esté poco hecho.

Se alejó a zancadas hacia la puerta.

En cuanto se marchó, la charla fluyó de vuelta al local como una marea.

—¿Que lo va a convertir en una estrella? ¿Para qué quiere una estrella?

—¿Creéis que al chico le va a gustar? No sé, a mí no me haría gracia estar colgado del cielo toda la noche…

—Igual hablaba en un sentido figurado. No creo que sea un mago, no podrá hacerlo.

—¿Cómo creéis que se puede convenir a alguien en una estrella?

—Ni idea. Supongo que hay que coger a la víctima y comprimirla hasta que queda muy pequeña, o estalla y se convierte en una masa de hidrógeno en llamas.

—¡Dioses!

—¡Sí, ese troll es una fiera!

 

Víctor miró detenidamente al perro.

No podía haberle hablado. Tenía que haber sido su imaginación. Pero ese argumento ya lo había utilizado la última vez, ¿no?

—Me pregunto cómo te llamarás… —comentó Víctor, dándole unas palmaditas en la cabeza.

—Gaspode —replicó Gaspode.

La mano de Víctor se quedó paralizada a media caricia.

—Dos peniques —siguió el perro con cansancio—. La releche, el único perro del mundo que toca la armónica, nada menos. Dos peniques.

Seguro que es cosa del sol, pensó Víctor. No he llevado puesto el sombrero. Dentro de un instante me despertaré entre sábanas fresquitas.

—Bueno, tampoco es que hayas tocado muy bien. No he reconocido la canción —dijo, distendiendo los labios en una espantosa sonrisa.

—Es que no se supone que tuvieras que reconocer la jodida canción —replicó Gaspode, al tiempo que se sentaba pesadamente y se dedicaba a rascarse industriosamente la oreja con la pata trasera—. Soy un perro. Se supone que tienes que estar jodidamente impresionado de que pueda arrancar una jodida nota de la jodida cosa, ¿no crees?

¿Cómo podría plantear el tema?, pensó Víctor. Quizá sea sólo cuestión de decir: Disculpa, pero me parece que estás hablan… No, probablemente no.

—Eh… —empezó.

Oye, eres bastante charlatán para ser un… no, tampoco.

—Pulgas —explicó Gaspode, cambiando de orejas y de patas—. Son un martirio.

—Oh, dioses.

—Y todos esos trolls… no los aguanto. Tienen un olor repugnante. Son unas jodidas piedras con patas. Vas, intentas pegarles un mordisco, y lo siguiente que sabes es que estás escupiendo dientes. No es natural.

Hablando de cosas naturales, no he podido dejar de advertir que…

—Este lugar es un jodido desierto —siguió Gaspode.

Eres un perro parlante.

—Supongo que te estarás preguntando —dijo el perro, clavando una vez más en Víctor su penetrante mirada— cómo es que puedo hablar.

—La verdad, ni se me había pasado por la cabeza —respondió el joven.

—A mí tampoco —replicó Gaspode—. Hasta hace un par de semanas. En toda mi vida no había dicho ni una jodida palabra. Trabajaba para un tío, allá en la ciudad. Hacía trucos y esas cosas. Llevaba en equilibrio una pelota en el hocico. Caminaba sobre las patas traseras. Saltaba a través de un aro. Y luego pasaba con el sombrero en la boca. Ya sabes, el mundo del espectáculo. Entonces, una mujer me dio unas palmaditas en la cabeza y dijo, «Oh, qué perrito tan mono, parece que comprende lo que decimos», y yo pensé, «Je, je, señora, ya ni me molesto en intentarlo». Pero me di cuenta de que podía oír las palabras, y de que salían de mi propia boca. Así que agarré el sombrero y me largué por patas antes de que tuvieran tiempo de reaccionar.

—¿Por qué? —quiso saber Víctor.

Gaspode puso los ojos en blanco.

—¿A ti qué te parece? ¿Qué tipo de vida crees que puede llevar un auténtico perro parlante? —replicó—. ¡No debería haber abierto mi estúpida boca!

—Pero a mí me estás hablando —señaló Víctor, tratando de aferrarse a lo obvio.

Gaspode lo miró con malicia.

—Sí, porque seguro que no te atreves a contárselo a nadie —dijo—. Además, no me importa hablar contigo. Tú tienes ese aspecto especial. Se te nota a la legua.

—¿A qué demonios te refieres?

—Crees que ya no eres tú mismo, ¿a que sí? —inquirió el perro—. ¿A que tienes la sensación de que alguien está pensando por ti?

—Dioses.

—Pues esa sensación te da un aspecto especial, diferente —siguió Gaspode. Cogió el sombrero con los dientes—. Dos peniques —añadió con voz átona—. La verdad, no es porque vaya a gastármelo, ya te puedes imaginar que no tengo manera, pero… dos peniques.

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