Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Lo que creo es idiota perdido —bufó Gaspode—. ¡Cállate, Laddie!

Laddie dejó escapar un gemido. Se apartó de la puerta, y perdió el equilibrio en la arena insegura. Cayó rodando por la ladera de la colina. Se puso en pie de un salto y empezó a ladrar de nuevo; no era un ladrido vulgar y estúpido de perro, esta vez era la auténtica variedad destinada a aterrorizar gatos en los árboles.

Víctor se inclinó hacia delante y tocó la puerta.

La notó muy fría, a pesar del perpetuo calor de Holy Wood. También advirtió, aunque no habría podido jurarlo, una tenue vibración.

Pasó los dedos por la superficie. Era irregular, como si allí hubiera habido tallas, que el paso del tiempo se hubiera encargado de borrar.

—Una puerta así —dijo Gaspode, detrás de él—, una puerta así, si quieres saber mi opinión, una puerta así, una puerta así… —Tomó aliento, inhalando profundamente—. Una puerta así, es ominosa.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Por qué es ominosa?

—No tiene por qué tener un motivo concreto —dijo Gaspode—. Es el hecho simple de serlo. Y ya es bastante malo, te lo digo yo.

—Debió de ser muy importante en su momento. Parece propia de un templo —respondió Víctor—. ¿Por qué querría abrirla?

—Enormes trozos de colina que se derrumban para dejar a la luz puertas misteriosas… —suspiró Gaspode, meneando la cabeza—. Es ominosa, vaya si lo es. Venga, vámonos muy lejos de aquí a meditar sobre esto, ¿vale?

Ginger dejó escapar un gemido. Víctor se acuclilló junto a ella.

—¿Qué ha dicho?

—No lo sé —replicó el perro.

—Me ha parecido que era algo como «Quiero que me dejen sooolaaa», ¿no?

—Tonterías, para mí que le ha dado demasiado el sol —afirmó Gaspode con tono de experto.

—Puede que tengas razón. Desde luego, le noto la cabeza muy caliente.

La levantó entre sus brazos, tambaleándose un poco bajo el peso.

—Vamos —consiguió decir—. Tenemos que volver a la ciudad. Pronto oscurecerá.

Miró a su alrededor, examinando los árboles cercanos. La puerta se encontraba en una especie de hondonada, con lo cual probablemente se podía acumular el suficiente rocío como para que la maleza estuviera un poco menos deshidratada que en otras zonas.

—¿Sabes? Este lugar me suena de algo —dijo lentamente—. Aquí fue donde hicimos nuestra primera película. Aquí fue donde la conocí.

—¡Qué romántico! —exclamó Gaspode desde lejos, trotando mientras Laddie saltaba alegremente a su alrededor—. Si sale algo espantoso por esa puerta, podréis decir que es «Nuestro Monstruo».

—¡Eh! ¡Espérame!

—Pues date prisa.

—¿Para qué crees que puede querer que la dejen «sooolaaa»?

—Ni idea…

Cuando se hubieron marchado, el silencio volvió a reinar en la hondonada.

Un poco más tarde, el sol se puso. Su luz alargada llegó hasta la puerta, convirtiendo los simples arañazos en un profundo relieve. Con un poco de imaginación, se diría que podían formar la imagen de un hombre.

Con una espada.

Se oyó un ruido tenue, ligerísimo, cuando, grano a grano, la arena empezó a apartarse de la puerta. A medianoche ya se había abierto al menos medio milímetro.

Holy Wood soñaba.

Soñaba con despertar.

 

Rubí echó agua en los fuegos que ardían bajo las tinas, colocó los bancos encima de las mesas y se dispuso a cerrar el Liásico Azul. Pero, justo antes de soplar para apagar la última lámpara, titubeó ante el espejo.

Él había estado allí otra vez aquella noche. Igual que todas las noches. Durante toda la velada, sonriendo para sí mismo. Planeaba algo.

Rubí había escuchado los consejos de algunas de las chicas que trabajaban en las películas, y ahora, además de la boa de plumas, lucía su última adquisición, un sombrero de ala ancha con un poco de oograah (creía recordar que se llamaban algo así como fresas). Todos le habían asegurado que causaba un efecto increíble.

El problema, Rubí tenía que reconocerlo, era que se trataba de un troll muy… bueno, muy atractivo. Durante millones de años, las mujeres troll se habían sentido atraídas instintivamente por trolls con la constitución de un monolito con una manzana en la cima. Los traicioneros instintos de Rubí no dejaban de enviarle mensajes ígneos por la columna vertebral, insistiendo insidiosamente de que aquellos colmillos largos y aquellas piernas torcidas eran todo lo que una troll podía desear en un compañero.

Otros trolls, como Rock o Morry, eran mucho más modernos, por supuesto, y sabían hacer algunas cosas como usar el cuchillo y el tenedor, pero Detritus tenía un algo… un algo tranquilizador. Quizá era la manera tan dinámica en que sus nudillos se arrastraban por el suelo. Y además, mucho más importante, estaba segura de que era más inteligente que él. Detritus tenía una especie de presencia imponente que a ella le resultaba fascinante. Ahí era donde volvían a entrar en acción los instintos… la inteligencia nunca había sido una cualidad importante para la supervivencia de un troll.

Además, tenía que admitir que, por mucho que intentara disimularlo con boas de plumas y sombreros modernos, se acercaba ya a los ciento cuarenta, y estaba doscientos kilos por encima del peso que marcaba la moda.

Ojalá él pusiera en orden sus ideas.

O al menos una idea.

A lo mejor valía la pena probar aquel maquillaje del que le habían hablado las chicas.

Rubí suspiró, apagó la lámpara de un poderoso soplido, abrió la puerta y salió a un laberinto de raíces.

Un gigantesco árbol ocupaba todo el largo del callejón. Detritus tenía que haberlo arrastrado kilómetros y kilómetros para llevarlo allí. Las escasas ramas supervivientes atravesaban las ventanas o se alzaban impotentes por el aire.

En medio de todo aquello estaba Detritus, sentado en el tronco con cara de supremo orgullo, con el rostro hendido por una sonrisa gigantesca y los brazos abiertos de par en par.

—¡Tachaaan! —exclamó.

Rubí dejó escapar un suspiro retumbante. El romanticismo no es sencillo para un troll.

 

El bibliotecario abrió la página a la fuerza, y luego la encadenó. El libro intentó cerrarse sobre sus dedos.

Su contenido lo había convertido en lo que era. Un libro malvado y traicionero.

Contenía conocimiento prohibido.

Bueno, prohibido, lo que se dice prohibido, no. Nadie había llegado al extremo de prohibirlo. Principalmente porque, para prohibir una cosa, tienes que conocer qué es, y eso estaba prohibido. Pero, desde luego, contenía información de esa que, una vez la conocías, darías cualquier cosa por no conocerla.[18]

Las leyendas decían que cualquier mortal que leyera más de unas pocas líneas del ejemplar original, moriría loco.

Eso era cierto, sin lugar a dudas.

Las leyendas decían también que el libro contenía ilustraciones que podían hacer que a un hombre fuerte se le saliera el cerebro por las orejas.

Probablemente eso también era cierto.

Las leyendas iban aún más lejos y afirmaban que, con sólo abrir el Necrotelicomnicon, la carne del hombre se caería a pedazos de su mano, y seguramente también de todo su brazo.

Nadie sabía con certeza si era verdad, pero parecía lo suficientemente espantoso como para serlo, y nunca se encontró un voluntario para hacer el experimento.

De hecho, las leyendas tenían mucho que decir sobre el Necrotelicomnicon, pero nada sobre los orangutanes, que, por lo que a las leyendas respectaba, podían hacer pedacitos el libro y luego tragárselo. Lo peor que le había pasado al bibliotecario después de echarle un vistazo había sido una ligera migraña y un poquito de eccema, pero eso no era motivo para correr riesgos tontos. Se ajustó el cristal ahumado del visor, y pasó un dedo de cuero negro por el índice; las palabras se retorcieron al paso del índice, lanzándole mordiscos malévolos.

De cuando en cuando, alzaba el trozo de película a la luz titubeante de la antorcha.

El viento y la arena las habían hecho más borrosas, pero no cabía la menor duda de que había unas tallas en la roca. Y no era la primera vez que el bibliotecario veía dibujos como aquellos.

Encontró la referencia que buscaba y, tras un breve enfrentamiento durante el cual se vio obligado a amenazar al Necrotelicomnicon con la antorcha, obligó al libro a pasar la página.

La examinó más de cerca.

Gran tipo, aquel Achmed Sólo Son Jaquecas.

«… y en esa colina, según se decía, se halló una Puerta que llevaba a Otro Mundo, y las gentes de la ciudad vieron Lo Visto dentro, sin conocer los horrores que acechaban entre los universos…»

La punta del dedo del bibliotecario pasó de derecha a izquierda por las imágenes, y saltó hasta el siguiente párrafo.

«… porque Otros encontraron la Puerta de Holy Wood, y cayeron sobre el Mundo, y durante una noche tuvieron lugar Toda Clase de Locuras, y el Caos reinó, y la Ciudad se hundió bajo el Mar, y todos fueron uno con los peces y las langostas, salvo los pocos que huyeron…»

Frunció un labio, y bajó la vista aún más por la misma página.

«… un Guerrero Dorado, que hizo retroceder a los Demonios y salvó al Mundo, y dijo, Allí Donde está la Puerta, Allí estoy también Yo; Soy Aquel que Nació de Holy Wood, para guardar la Idea Loca. Y ellos dijeron, Lo que Debemos Hacer es Destruir la Puerta para Siempre, y él les dijo, Eso No Podéis Hacerlo, porque no se Trata de una Cosa, pero yo Guardaré la Puerta en Vuestro Nombre. Y ellos que no Habían nacido Ayer, temiendo más al Remedio que a la Enfermedad, le dijeron, Qué nos Cobrarás, por Guardar la Puerta. Y él creció hasta que fue tan alto como un árbol y dijo, Sólo vuestro Recuerdo, que no Soy Tonto. Tres veces al día recordaréis Holy Wood. Si no, las Ciudades del Mundo Temblarán y Caerán, y las Veréis Todas en Llamas. Y diciendo esto el Hombre Dorado cogió su Espada Dorada y entró en la Colina y se quedó ante la Puerta, para Siempre.

«Y los Habitantes de la Ciudad se dijeron unos a otros, es Curioso, se parece a mi Tío Osbert…»

El bibliotecario pasó la página.

«… Pero había algunos entre ellos, tanto hombres como animales, tocados por la magia de Holy Wood. Se transmite de generación en generación, como una maldición de la antigüedad. Tiemble el Mundo si algún día los sacerdotes dejan de Recordar al Hombre Dorado…»

El bibliotecario dejó que el libro se cerrara de golpe.

No era una leyenda poco corriente. Ya la había leído antes (o al menos había leído la mayor parte), en libros mucho menos peligrosos que aquél. En todas las ciudades de las Llanuras de Sto se conocían diferentes versiones. Había existido una ciudad en el pasado, perdida entre las nieblas de la prehistoria, una ciudad más grande que Ankh-Morpork, si eso era posible. Sus habitantes habían hecho algo, habían cometido algún crimen inenarrable, no sólo contra la humanidad o contra los dioses, sino contra la naturaleza misma del universo. Había sido un algo tan temible que la ciudad se había hundido en el mar una noche tormentosa. Sólo unas pocas personas sobrevivieron para transmitir a los pueblos bárbaros, en zonas menos avanzadas del disco, todas las artes y conocimientos de la civilización, como por ejemplo la usura y el macramé.

Nadie se había tomado muy en serio semejante cuento. No era más que otro de los habituales mitos tipo «Si sigues haciendo eso te quedarás ciego» que la civilización tiende a transmitir a sus descendientes. Al fin y al cabo, la misma Ankh-Morpork se consideraba una ciudad tan malvada como era posible en una ciudad, y hasta entonces había esquivado cualquier estilo de venganza sobrenatural, aunque también era posible que la venganza hubiera llegado sin que nadie se diera cuenta.

Las leyendas siempre habían situado la ciudad sin nombre en tiempos y tierras muy lejanos.

Nadie sabía dónde estaban, ni siquiera si habían existido de verdad.

El bibliotecario volvió a mirar los símbolos. Le resultaban muy, muy familiares. Estaban en las viejas ruinas, por todo Holy Wood.

 

Azhural se irguió sobre una colina baja, contemplando la marea de elefantes que se movían por la llanura. Aquí y allá, un carromato de provisiones destacaba entre el mar de elefantes como un bote salvavidas. Un kilómetro y medio de sabana estaba siendo arrasado, convertido en terreno lodoso y desprovisto de hierba… aunque, a juzgar por su olor, cuando llegaran las lluvias se convertiría en la franja de terreno más verde del disco.

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