Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

La vida entera es como ver una película, pensó. Lo que pasa es que siempre parece como si hubieras llegado diez minutos después de que empezara, y nadie te cuenta de qué va, de manera que lo tienes que ir averiguando todo sobre la marcha, a medida que la ves.

Y nunca, nunca, tienes ocasión de quedarte en el asiento para el segundo pase.

 

La luz de las velas titubeó en los pasillos de la Universidad Invisible.

El tesorero no se consideraba una persona valiente. Cuando más a gusto se sentía era cuando se enfrentaba a una columna de números, y su habilidad con esos números había hecho que ascendiera en la jerarquía de la Universidad Invisible mucho más que la magia. Pero no podía dejar pasar por alto aquello.

… uuhhmmm… uuhhmm… uuhhmmuuhhmmuuhhmmUUHHMMUUHHMM.

Se acurrucó detrás de una columna, y contó once perdigones. De los sacos brotó la arena a regueros. Ahora era cada dos minutos.

Corrió hacia el montón de sacos y los apartó bruscamente.

La realidad no era la misma en todas partes. Eso lo sabía cualquier mago, por supuesto. La realidad no tenía suficiente grosor en ningún lugar del Mundodisco. En algunos lugares era delgadísima. Por eso mismo funcionaba la magia. Lo que Riktor creía poder medir eran los cambios en la realidad, los lugares en que lo real se transformaba en irreal rápidamente. Y todos los magos sabían lo que podía suceder si las cosas reales se volvían tan irreales como para causar un agujero.

Pero, para eso, se necesitaban cantidades enormes de magia, pensó mientras apartaba frenético los sacos. Si se estuviera produciendo magia en esas cantidades, nosotros lo habríamos detectado. Llamaría la atención tanto como… bueno, tanto como un montón de magia.

Ya debían de haber pasado al menos cincuenta segundos.

Examinó el recipiente en su bunker.

Oh.

Había albergado la esperanza de estar equivocado.

Todos los perdigones habían salido disparados en la misma dirección. Media docena de los sacos estaban llenos de agujeros. Y Números había dicho que un par de perdigones al mes indicarían la existencia de una cantidad creciente de irrealidad…

El tesorero trazó una línea mental que iba de la vasija, a través de los sacos agujereados, hacia el otro extremo del pasillo.

… uuhhmm… uuhhmm…

Se echó hacia atrás bruscamente, antes de darse cuenta de que no tenía por qué preocuparse. Los perdigones salían por el elefante ornamental cuya cabeza quedaba en el lado contrario. Se tranquilizó.

… uuhhmm… uuhhmm…

La vasija tembló violentamente mientras la misteriosa maquinaria giraba en su interior. El tesorero acercó la cabeza al recipiente. Sí, desde luego, allí dentro se oía un siseo, como de aire comprimido…

Once perdigones se estrellaron a toda velocidad contra los sacos de arena.

La vasija retrocedió bruscamente, de acuerdo con el popular principio de acción y reacción. En vez de golpear un saco de arena, acertó de pleno al tesorero.

Ming-ng-ng.

El hombre parpadeó. Dio un paso hacia atrás. Se derrumbó.

Las turbaciones de la realidad en Holy Wood estaban extendiendo unos tentáculos débiles, pero la mar de oportunos, que ya llegaban incluso hasta Ankh-Morpork. Por eso, un par de pajaritos revolotearon en torno a la cabeza del tesorero durante un momento, exclamando «pío pío» justo antes de desaparecer.

 

Gaspode se quedó tendido en la arena, jadeando. Laddie bailoteaba en torno a él y ladraba en tono apremiante.

—Estamos por encima de esas cosas —consiguió decir.

Se puso de pie como pudo, y se sacudió.

Laddie seguía ladrando. Estaba increíblemente fotogénico.

—De acuerdo, de acuerdo —suspiró Gaspode—. Lo mejor será que vayamos a ver si encontramos algo para desayunar. Luego tendríamos que recuperar un poco de sueño, y más tarde ya pensaríamos…

Laddie ladró de nuevo.

Gaspode suspiró.

—Vale, bien —dijo—. Será como dices tú. Pero te advierto de antemano que no te van a dar las gracias.

El perro grande salió como una centella sobre la arena. Gaspode lo siguió a un paso más tranquilo, y se quedó muy sorprendido cuando Laddie volvió sobre sus pasos, lo cogió suavemente por la piel del cogote, y echó a correr con energías renovadas.

—¡Te atreves a hacerme esto sólo porque soy pequeño! —se quejó Gaspode, sacudido de un lado al otro—. ¡No, por ahí no! —añadió—. A estas horas de la mañana, los humanos no valen para nada. Lo que necesitamos son trolls. Todavía estarán despiertos, y a ellos se les da mejor todo el asunto de las rocas y las cavernas subterráneas. Dobla por la próxima a la derecha. Tenemos que ir al Liásico Azul y… ¡Oh, mierda!

De repente, acababa de darse cuenta de que se vería obligado a hablar.

Y en público.

Te podías pasar la vida ocultando cuidadosamente a la gente tus talentos verbales, y entonces, de repente, te encontrabas en una situación que te obligaba a hablar. Si no lo hacías, el joven Víctor y la Mujer Gato se quedarían en la cueva por los siglos de los siglos. Laddie lo iba a soltar delante de cualquiera, y lo miraría expectante, y él tendría que dar explicaciones. Después de eso, lo considerarían una especie de monstruo el resto de su vida.

Laddie trotó calle arriba, hacia el ambiente cargado a la puerta del Liásico Azul, que estaba abarrotado de gente. Se abrió camino por un laberinto de piernas gruesas como troncos de árboles. Llego hasta la barra, lanzó un ladrido agudo, y dejó caer a Gaspode en el suelo.

Lo miró, expectante.

El murmullo de las conversaciones se interrumpió.

—Ése es Laddie —dijo un troll—. ¿Qué querrá?

Gaspode caminó torpemente hasta el troll más cercano, y le tiró educadamente del cinturón que colgaba de su oxidada cota de mallas.

—Disculpe —dijo.

—Es un perro condenadamente inteligente —dijo otro troll, apartando a un lado a Gaspode con una patada distraída—. Lo vi ayer en una película. Sabe hacerse el muerto, y es capaz de contar hasta cinco.

—O sea, dos más que tú.

Esto provocó una carcajada general[22].

—Esperad, callaos —ordenó el primer troll—. Parece que intenta decirnos algo.

—… disculpe…

—No hay más que ver cómo salta, como ladra.

—Es verdad. Lo vi en esa película, guiaba a la gente para encontrar a niños perdidos en una cueva.

—… disculpe…

Uno de los trolls frunció en el ceño.

—¿Para comérselos?

—No, imbécil, para sacarlos de allí.

—¿Y guardarlos para alguna barbacoa?

—… disculpe…

Otra patada acertó a Gaspode en un lado de la cabeza alargada.

—A lo mejor es que ha encontrado más. Mirad cómo corre y da vueltas junto a la puerta. Es un perro listísimo.

—Podríamos ir a echar un vistazo —señaló el primer troll.

—Buena idea, me muero de hambre.

—Oye, en Holy Wood no puedes ir por ahí comiéndote a la gente. ¡Nos da mala fama! Además, la Liga Silícea Antidifamación te caería encima como una tonelada de esas cosas rectangulares para hacer edificios.

—Sí, pero a lo mejor hay una recompensa, o algo por el estilo.

—… DISCULPE…

—¡Bien pensado! Además, si encontramos niños perdidos, la imagen pública de los trolls ganará mucho, conseguiremos conectar mejor con los espectadores…

—Y, si no los encontramos, siempre nos podemos comer al perro, ¿verdad?

El bar se quedó vacío en pocos minutos. Allí sólo quedaron la habitual nube de humo, varios calderos de bebidas fundidas típicas de los trolls, Rubí frotando perezosamente la lava reseca de las jarras, y un perrito pequeño, apolillado, cansado.

El perrito pequeño, apolillado, cansado, meditó profundamente sobre la diferencia que existía entre parecer y comportarse como un perro maravilla, y simplemente serlo.

—Mierda —dijo.

 

Víctor recordó que, cuando era pequeño, le daban miedo los tigres. La gente le explicaba en vano que el tigre más cercano se encontraba a cinco mil kilómetros. El niño se limitaba a preguntar, «¿Hay algún mar entre el lugar donde viven y esta ciudad?», y la gente le respondía, «Bueno, no, pero…», y él replicaba, «Entonces, sólo es cuestión de distancia».

La oscuridad era lo mismo. Todos los lugares oscuros y temibles estaban conectados por la naturaleza misma de la oscuridad. La oscuridad estaba por todas partes, constantemente, aguardando únicamente a que se apagaran las luces. Era, en realidad, igual que las Dimensiones Mazmorra. Sólo esperaban un agujerito en la realidad.

Abrazó con fuerza a Ginger.

—No hace falta —le dijo la chica—. Ya estoy más controlada.

—Ah, qué bien —dijo débilmente.

—Lo malo es que tú también me tienes controlada.

Víctor se relajó y la soltó.

—¿Tienes frío? —preguntó Ginger.

—Un poco. Esto es muy húmedo.

—¿Esos chasquidos que oigo son tus dientes?

—¿Qué iban a ser si no? No —se apresuró a añadir—. Ni lo pienses.

—¿Sabes una cosa? —suspiró la chica al cabo de un rato—. No recuerdo eso que dices de que te até. Ni siquiera se me da bien hacer nudos.

—Pues éstos eran muy buenos.

—Lo único que recuerdo es el sueño. Esa voz que me decía que despertara a… ¿al hombre durmiente?

Víctor pensó en la figura de la armadura tendida sobre la losa.

—¿Lo llegaste a ver bien? —preguntó a Ginger—. ¿Cómo era ese hombre durmiente?

—El de esta noche, no tengo ni idea —replicó la chica con un suspiro—. Pero, en mis sueños, siempre tiene cierto parecido con mi tío Oswald.

Víctor recordó una espada más alta que él mismo. No se podía detener una estocada de una cosa semejante, seguro que atravesaría lo que fuera. Sin saber muy bien por qué, le costaba imaginarse a un Oswald con una espada como aquélla.

—¿Por qué te recuerda a tu tío Oswald? —preguntó.

—Porque mi tío Oswald siempre estaba así, tendido, muy quieto. Aunque claro, sólo lo vi una vez. Y fue en su funeral.

Víctor abrió la boca para decir algo… y, en aquel momento, le llegaron unas voces lejanas, amortiguadas. Unas cuantas piedras se movieron. Una voz, ahora algo más cercana, rugió:

—¡Hola, niñitos! ¡Por aquí, niñitos!

—¡Es Rock! —exclamó Ginger.

—Reconocería esa voz en cualquier parte —asintió Víctor—. ¡En, Rock! ¡Soy yo! ¡Víctor!

Hubo una pausa teñida de preocupación. Luego, volvió a oírse la voz de Rock.

—¡Es mi amigo Víctor!

—¿Eso quiere decir que no nos lo podemos comer?

—¡Nadie se come a mi amigo Víctor! ¡Lo que hay que hacer es sacarlo de ahí enseguida!

Se oyó el ruido de unos mordiscos frenéticos. Luego, les llegaron las quejas de otro troll.

—¿A esto lo llaman piedra caliza? ¡No sabe a nada! Hubo más ruido de rocas apartadas.

—No entiendo por qué no podemos comérnoslo —se quejó una tercera voz—. ¡Nadie se enteraría!

—¡Qué troll tan poco civilizado! —se burló Rock—. ¿Es que no lo entiendes? Si vas por ahí comiéndote a la gente, todo el mundo se reirá de ti. Dirán «Qué troll tan defectuoso, no sabe comportarse educadamente en sociedad». Dejarán de pagarte tres dólares al día, y te enviarán de vuelta a las montañas antes de que te des cuenta.

Víctor dejó escapar lo que esperaba que sonara como una breve carcajada.

—Qué panda de bromistas, ¿eh?

—Pedruscos —bufó Ginger.

—Supongo que sabes que todo eso de que se comen a la gente son simples bravatas. Casi nunca lo hacen. No tienes por qué preocuparte.

—No estoy preocupada por eso. Lo que me preocupa es que voy por ahí caminando cuando estoy dormida, y no sé por qué. Por lo que dices tú, parece que voy a despertar a esa criatura durmiente. Es una idea espantosa. Es como si tuviera algo dentro de la cabeza.

Cayeron más rocas en el exterior.

—Eso es lo más extraño —señaló Víctor—. Cuando la gente está… eh… poseída, la cosa que los… eh… posee no suele preocuparse demasiado por ellos ni por nadie. O sea, que no me habría atado. Se habría limitado a dejarme inconsciente de un golpe en la cabeza.

Cogió la mano de Ginger en la oscuridad.

—Ese ser de la losa… —empezó.

—¿Qué pasa?

—Lo he visto antes. Aparece en el libro que encontré. En esas páginas hay montones de imágenes, los que lo escribieron debían pensar que era muy importante mantenerlo tras la puerta. Eso es lo que dicen los pictogramas… me parece. El hombre… de la Puerta. El hombre detrás de la puerta. El prisionero. Mira, creo que la razón por la que todos esos sacerdotes o lo que fueran tenían que entonar cánticos tres veces al día era…

Autore(a)s: