Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Víctor se puso los pantalones.

—¿Se supone que tengo tiempo para desayunar? —preguntó con sarcasmo.

—El señor Escurridizo dice que hará que se sirva algo para comer —respondió Detritus.

Se oyó un sonido sibilante procedente de debajo de la cama. Gaspode salió, sacudiéndose como una alfombra vieja, y se pegó su rascada matutina.

—¿Qué…? —empezó a decir. Entonces vio al troll, y se corrigió a media frase—. Guau, guau —dijo.

—Ah, un perrito. Me gustan mucho los perritos —dijo Detritus.

—Uuoof.

—Crudos —añadió el troll.

Pero no pudo conseguir que su voz se impregnara de la adecuada crueldad. Las visiones de Rubí con su boa de plumas y sus tres acres de terciopelo rojo seguían ondulando sin cesar por su mente. Gaspode se rascó la oreja vigorosamente.

—Uuoof —dijo en voz queda—. Con tono ligeramente amenazador —añadió después de que Detritus hubiera salido del barracón.

Cuando Víctor llegó a la ladera de la colina, toda la zona bullía ya de actividad. Se habían alzado un par de tiendas. Alguien sujetaba las riendas de un camello. A la sombra de un arbusto espino, varios demonios chillaban en sus jaulas.

En medio de todo aquel caos estaban Escurridizo y Silverfish, discutiendo. Escurridizo rodeaba con el brazo los hombros de Silverfish.

—Es una señal inconfundible —dijo una voz a la altura del nivel de las rodillas de Víctor—. Significa que algún pobre tipo está a punto de perder hasta la camisa.

—¡Será un gran paso adelante para ti, Tom! —estaba diciendo Escurridizo—. Dime, en serio, ¿cuántas personas en Holy Wood pueden preciarse de ser el Vicepresidente al Cargo de Asuntos Ejecutivos?

—¡Sí, pero es que la compañía es mía! —aulló Silverfish.

—¡Claro, claro! —lo tranquilizó Escurridizo—. Eso es lo que significa lo de Vicepresidente al Cargo de Asuntos Ejecutivos.

—¿De verdad?

—¿Te he mentido alguna vez?

Silverfish frunció el ceño.

—Bueno —titubeó—, ayer dijiste…

—Era una pregunta retórica —intervino rápidamente Escurridizo.

—Ah. Bueno. Supongo que, retóricamente, no…

—Pues ahí lo tienes. Venga, tenemos trabajo, ¿dónde está ese dibujante?

Escurridizo se dio media vuelta, causando la impresión de que acababan de desconectar bruscamente el interruptor de Silverfish.

Un hombre se acercó apresuradamente, con una carpeta bajo el brazo.

—¿Sí, señor Escurridizo?

Ruina se sacó un trozo de papel del bolsillo.

—Quiero que los carteles estén preparados para esta noche, ¿comprendido? —le advirtió—. Toma. Éste es el nombre de la película.

Sombras en el desierto —leyó el dibujante.

Frunció el ceño. Había recibido demasiada instrucción para los gustos de Holy Wood.

—En el desierto no hay sombras —señaló.

Pero Escurridizo no le escuchaba. En aquel momento, se dirigía hacia Víctor.

—¡Víctor, pequeño mío! —exclamó.

—Eso lo tiene bien cogido —dijo Gaspode en voz baja—. Creo que lo tiene más atrapado que a nadie.

—¿El qué? ¿Cómo lo sabes? —siseó Víctor.

—En parte, debido a algunos sutiles indicios que tú no pareces ser capaz de detectar —replicó el perro en un susurro—. Y en parte debido a que se comporta como un auténtico imbécil.

—¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó Escurridizo, en cuyos ojos había un brillo de locura.

Rodeó los hombros de Víctor con un brazo y medio caminó medio lo empujó hacia las tiendas.

—¡Va a ser una gran película! —dijo.

—Ah, qué bien —asintió Víctor débilmente.

—Tú representarás el papel de un jefe de los bandidos —siguió Escurridizo—. Pero en realidad eres un buen tipo, te gustan las mujeres y todo eso, y asaltas un pueblo, y te llevas a esa esclava… pero, cuando la miras a los ojos, te vuelves tarumba por ella, y luego hay otro ataque, y cientos de hombres a lomos de elefantes cargan contra…

—Camellos —dijo un joven delgaducho detrás de Escurridizo—. Son camellos.

—¡Yo ordené que trajeran elefantes!

—Pues han traído camellos.

—Camellos, elefantes, ¿qué más da? —suspiró Escurridizo—. Aquí lo que queremos es algo exótico, ¿no? Así que…

—Y sólo tenemos uno —siguió el joven.

—¿Un qué?

—Un camello. Sólo hemos encontrado un camello, no había ninguno más.

—¡Pero si ya tengo preparados a docenas de tipos con sábanas en las cabezas! ¡Todos esperando sus camellos! —aulló Escurridizo, agitando las manos en el aire—. ¡Muchos camellos! ¿Entendido?

—Pues sólo tenemos un camello, porque no hay más que un camello en Holy Wood, y eso gracias a que un tío de Klatch vino con él hasta aquí —replicó el joven.

—¡Pues tendrías que haber enviado a buscar más! —estalló Escurridizo.

—El señor Silverfish me dijo que no.

Escurridizo ahogó un gemido.

—A lo mejor, si hacemos que se mueva mucho, dará la sensación de que hay varios —aportó el joven con optimismo desmedido.

—Si sólo hay un camello, ¿por qué no hacen que pase ante la caja de imágenes? Luego, el operador detiene a los demonios, movemos al camello hacia atrás, lo monta otro jinete, y se pone otra vez en marcha la caja. ¡Y así tantas veces como haga falta! —sugirió Víctor—. ¿Cree que es posible? ¿Puede funcionar?

Escurridizo se lo quedó mirando con la boca abierta de par en par.

—¿Qué había dicho yo? —dijo, mirando hacia el cielo en general—. ¡Este chico es un genio! ¡Así podremos tener cientos de camellos por el precio de uno!

—Pero claro, eso significará que los bandidos del desierto cabalgarán en fila india —señaló el joven—. No es lo que se suele considerar un ataque en masa.

—Claro, claro —asintió Escurridizo, pensativo—. No te falta razón. Bueno, podemos poner un cartel para que el jefe diga… diga… —Meditó durante un instante—. Para que diga «Seguidme en fila india, buanas, ¡así engañaremos al odiado enemigo!». ¿Vale?

Hizo un gesto a Víctor.

—¿Conoces ya a mi sobrino Soll? —le preguntó—. Es un chico listo. Hasta ha estudiado un poco y todo eso. Lo traje aquí ayer. Ahora es el Vicepresidente al Cargo de Imágenes en Acción.

Soll y Víctor intercambiaron un gesto de saludo.

—Creo que «buanas» no es la palabra más correcta en este caso, tío —dijo Soll.

—Es klatchiana, ¿no? —preguntó Escurridizo.

—Bueno, técnicamente sí, pero no creo que venga de la zona de Klatch a que nos referimos. Quizá debería decir «effendis» o algo por el estilo.

—Por mí, mientras sea una palabra extranjera… —replicó Escurridizo, con un tono que indicaba que el asunto quedaba zanjado. Volvió a dar una palmadita en la espalda a Víctor.

—Bueno, muchacho, ya puedes ponerte el disfraz. —Dejó escapar una risita—. ¡Cien camellos! ¡Qué cerebro, muchacho, qué cerebro!

—Perdone, señor Escurridizo —intervino el dibujante de carteles, que había estado rondando junto a ellos algo intranquilo—. Es que no entiendo esto que dice aquí…

Escurridizo le arrancó el papel de entre las manos.

—¿El qué? —preguntó bruscamente.

—Aquí, donde describe a la señorita De Syn…

—Es evidente —replicó Ruina con un bufido—. Lo que nos interesa es sugerir a la imaginación el exotismo, el romanticismo atractivo pero lejano de Klatch, con sus pirámides, ¿entiendes?, así que tenemos que usar el símbolo de un continente misterioso e inescrutable. ¿Comprendido? ¿O es que me tengo que pasar la vida explicándoselo palabra a palabra a todo el mundo?

—Lo que pasa es que pensaba… —empezó el dibujante.

—¡Limítate a hacerlo!

El dibujante clavó la vista en el papel.

—«La chica tiene cara de esfínter» —leyó.

—Yo pensaba que quizá fuera «esfinge»…

—¿Estáis oyendo lo que dice este tipo? —bufó Escurridizo, alzando de nuevo los ojos al cielo. Miró al dibujante—. No finge nada, a ver, ¿qué es lo que se supone que tiene que fingir? No, ni hablar. Venga, empieza. Quiero que esos carteles estén por toda la ciudad mañana por la mañana a primera hora.

El dibujante dirigió una mirada agónica a Víctor, que pronto aprendería a reconocerla. Tras un tiempo de estar junto a Escurridizo, todo el mundo la tenía.

—Hecho, señor Escurridizo —dijo.

—Así me gusta.

Escurridizo se volvió hacia Víctor.

—¿Por qué no te has cambiado todavía? —exigió saber.

Víctor se agachó para entrar en una de las tiendas. Una anciana menuda,[10] con forma semejante a la de una hogaza de pan, lo ayudó a ponerse un traje que parecía hecho con sábanas teñidas de negro por una mano inexperta, aunque dada la situación actual de los alojamientos en Holy Wood bien podían ser unas sábanas cogidas al azar de cualquier dormitorio. Luego, le tendió una espada curva.

—¿Por qué está torcida? —quiso saber el muchacho, intrigado.

—Creo que es adrede, hijo —respondió la anciana, dubitativa.

—Yo pensaba que las espadas tenían que ser rectas —señaló Víctor.

Fuera, oyó a Escurridizo preguntar al cielo por qué era tan estúpido todo el mundo.

—Quizá al principio son rectas, y luego se van doblando con el uso —sugirió la anciana al tiempo que le daba unas palmaditas en la mano—. Bueno, perdóname ahora, tengo muchas cosas que hacer.

Le dirigió una sonrisa animada.

—Si no me necesitas más, hijo, será mejor que vaya a ver a la señorita, por si acaso hay duendes espiándola mientras se desnuda.

Salió renqueante de la tienda. Por la puerta abierta de la que se alzaba al lado salía un sonido metálico, tintineante. Víctor oyó la voz de Ginger, que se quejaba amargamente.

El joven hizo unos cuantos movimientos experimentales con la espada.

Gaspode lo miraba, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—¿Qué se supone que eres esta vez? —preguntó al final.

—El jefe de una pandilla de bandidos del desierto, tengo entendido —respondió Víctor—. Romántico y osado.

—¿Te disfrazarás de oso?

—No, creo que más bien haré el oso. Gaspode, ¿qué quisiste decir con lo de que «eso» tenía atrapado a Escurridizo?

El perro se hurgó una pata con los dientes.

—No tienes más que mirarle los ojos a ese tipo. Los tiene aún peor que tú —respondió.

—¿Les pasa algo a mis ojos?

—Guau.

—El señor Escurridizo dice que… —empezó Detritus.

—¡De acuerdo, de acuerdo, ya voy!

Víctor salió de la tienda en el mismo momento en que Ginger salía de la suya. El joven cerró los ojos.

—Perdona, lo siento mucho —balbuceó—. Volveré dentro y esperaré a que te vistas…

—Ya estoy vestida.

—El señor Escurridizo dice… —insistió Detritus, detrás de ellos.

—Vamos —indicó Ginger al tiempo que lo cogía del brazo—. No debemos hacer esperar a todo el mundo.

—Pero si estás… no llevas… —Víctor bajó los ojos, lo que no le sirvió de mucha ayuda—. Tienes un ombligo en el diamante —aventuró.

—He conseguido reconciliarme con esa idea —replicó Ginger, que flexionaba los hombros en un intento de que la ropa cayera un poco mejor—. Lo que me está causando más problemas son estas dos tapas de cazuelas. Ahora comprendo cuánto deben de sufrir esas pobres chicas que están en los harenes.

—¿De verdad no te importa que la gente te vea así? —se sorprendió Víctor.

—¿Por qué me iba a importar? Esto son imágenes en acción. No es como si fuera la realidad. Además, no tienes ni idea de lo que se ven obligadas a hacer algunas chicas por mucho menos de diez dólares al día.

—Nueve —señaló Gaspode, que seguía a Víctor pisándole los talones.

—Bueno, bueno, muchachos, todos a mi alrededor —gritó Escurridizo por un megáfono—. Los Hijos del Desierto a aquel lado, por favor. Las esclavas… ¿dónde demonios están las esclavas? Bien. ¿Operadores…?

—Nunca había visto tanta gente para intervenir en una peli —susurró Ginger—. ¡Seguro que esto va a costar más de cien dólares!

Víctor miró a los Hijos del Desierto. Parecía como si Escurridizo se hubiera dejado caer por el local de Borgle para contratar a las veinte personas más cercanas a la puerta, sin pensar ni un instante en si eran adecuadas para el papel, y les había colocado una cosa que, en su opinión, debía de parecerse al tocado de los bandidos del desierto. Había Hijos del Desierto trolls (Rock lo vio desde lejos y lo saludó con un gesto de la mano), Hijos del Desierto enanos, y, al final de la fila, un Hijo del Desierto pequeño y peludo que se rascaba furiosamente, con un tocado que le caía hasta las patas.

—…la coges, te quedas extasiado ante su belleza, y luego la echas sobre el pomo.

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