Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Era una espiral de enormes losas incrustadas en la pared misma de la torre. Algunas habían desaparecido. Sería peligroso subir por allí incluso a la luz del día.

En la oscuridad… imposible.

La puerta se abrió a su espalda. Ginger entró a zancadas, tirando del operador.

—¡Venga, date prisa! —le ordenó—. Tienes que salvar a ese pobre mono.

—Simio —la corrigió Víctor, distraído.

—Qué más da.

—Está demasiado oscuro —murmuró.

—En las películas nunca está demasiado oscuro —señaló Ginger—. Piensa en eso.

Dio un codazo al operador.

—Tiene razón —se apresuró a añadir éste—. En las películas nunca está oscuro. Es lógico. Tiene que haber suficiente luz como para ver la oscuridad.

Víctor alzó la vista hacia la penumbra. Luego, volvió a mirar a Ginger.

—Oye —empezó, apremiante—. Si… si algo va mal, habla a los magos sobre… ya sabes. La cueva. Las Cosas tratarán de entrar por allí.

—¡No pienso volver a aquel lugar!

El trueno retumbó.

—¡Venga, muévete ya! —gritó la chica, pálida—. ¡Luces! ¡Caja de imágenes! ¡Acción! ¡Y todo eso!

Víctor apretó los dientes y echó a correr. Había luz suficiente para dar forma a la oscuridad, y saltó de peldaño en peldaño mientras la magia de Holy Wood recitaba su letanía dentro de su mente.

—Tiene que haber suficiente luz —jadeó—, para ver la oscuridad.

Siguió adelante.

—Y en Holy Wood nunca me quedo sin fuerzas —añadió, con la esperanza de que sus piernas se lo creyeran.

Así fue.

—¡Y en Holy Wood, tengo que llegar en el último momento! —gritó.

Se apoyó un instante contra una pared para recuperar el aliento.

—Siempre en el último momento —repitió.

Echó a correr de nuevo hacia arriba.

Las losas pasaban bajo sus pies como un sueño, como imágenes de una película al emitirse por la caja proyectora.

Y llegaría en el último momento. Miles de personas lo sabían.

Si los héroes no llegaban en el último momento, ¿qué sentido tenía todo? Además…

No había ninguna losa donde iba a poner el pie.

Su otro pie ya se había tensado para dar el paso.

Enfocó hasta el último gramo de energía en sus tendones, sintió cómo los dedos de sus pies golpeaban contra el borde de la siguiente losa, se lanzó hacia delante y volvió a saltar al momento. O eso, o se rompía una pierna.

—Qué locura.

Siguió corriendo, aunque ahora prestaba atención por si faltaban más losas.

—Siempre en el último momento —murmuró.

Así que, a lo mejor, podía permitirse el lujo de parar y descansar un momento. Aun así, llegaría en el último momento…

No. Había que jugar limpio.

Ante él faltaba otra losa.

Contempló el espacio vacío.

La torre entera iba a ser así.

Se concentró un instante y saltó hacia la nada. La nada se convirtió en una losa durante la fracción de segundo que necesitó para saltar hasta la siguiente.

Sonrió en la oscuridad, y una chispa de luz brilló en un diente.

La magia de Holy Wood no creaba nada que durase demasiado tiempo.

Pero todo duraba lo suficiente.

Hurra por Holy Wood.

 

La Cosa parpadeaba ahora más despacio, perdía menos tiempo en asemejarse a una versión gigante de Ginger, y cada vez era más parecida al contenido del cubo de basura de un taxidermista. Movió su mole goteante hasta la cima de la torre, y allí se quedó un instante. El aire silbaba a través de sus tubos respiratorios. La roca se agrietaba bajo sus tentáculos, a medida que la magia se evaporaba para ser sustituida por el hambre del Tiempo.

La Cosa estaba asombrada. ¿Dónde estaban los demás? Se encontraba sola y asediada, en un lugar extraño…

… y ahora estaba furiosa. Extendió un ojo y miró al simio que se debatía bajo lo que había sido una mano. Los truenos hacían que se tambaleara la torre. La lluvia caía a cascadas por las piedras.

La Cosa extendió un seudópodo y lo enroscó en torno a la cintura del Bibliotecario…

… y entonces advirtió la presencia de la otra figura, ridículamente pequeña, que salía por el hueco de la escalera.

 

Víctor esgrimió la pica. ¿Qué tenía que hacer a continuación? Cuando uno se enfrentaba a seres humanos, había varias opciones. Se podía decir, «Eh, tú, suelta a ese simio y levanta las manos». O se podía…

Un tentáculo acabado en una zarpa tan gruesa como su brazo se apoyó bruscamente sobre las piedras, que se agrietaron.

Saltó hacia atrás y movió la pica en un gesto de revés que dejó un profundo corte amarillento en el pellejo de la Cosa. El ser aulló y se removió con desagradable velocidad para lanzar más tentáculos contra él.

Forma, pensó Víctor. En este mundo no tienen una verdadera forma. Tienen que pasarse demasiado tiempo concentrados en conservar la integridad. Cuanta más atención me preste, menos se podrá acordar de seguir de una pieza.

Un surtido de ojos desemparejados brotó de diversos puntos de la Cosa.

Cuando se consiguieron enfocar sobre Víctor, se cubrieron de furiosas venillas inyectadas de sangre.

De acuerdo, pensó el chico, ya he conseguido que me preste atención. Ahora, ¿qué?

Clavó la pica en una garra amenazadora, y tuvo que saltar hasta que las rodillas le tocaron la barbilla cuando un seudópodo, afortunadamente inidentificable, intentó cortarle las piernas de raíz.

Otro tentáculo serpenteó hacia él.

Una flecha lo atravesó. Tuvo el mismo efecto que una bala de acero disparada a través de un calcetín lleno de natillas. La Cosa chilló.

La escoba entró en barrena justo encima de la torre, mientras el archicanciller volvía a cargar el arma apresuradamente.

—¡Si sangra, lo podemos matar! —oyó Víctor a lo lejos.

—¿Cómo que podemos? —preguntó al momento otra voz.

Víctor siguió atacando, clavando la pica en cualquier punto que le pareciera vulnerable. La criatura cambiaba de forma, intentaba espesar su pellejo o generar un caparazón allá donde caía la pica, pero no era lo suficientemente rápida. Es verdad, pensó Víctor. Podemos matarla. Quizá tardemos todo el día, pero no es invencible…

Y, en aquel momento, lo que tuvo delante de él era Ginger, con una expresión de dolor y pesar.

Titubeó.

Una flecha se clavó en el cuerpo del ser.

—¡Así se hace! ¡Otra pasada, tesorero!

La imagen se disolvió. La Cosa aulló, lanzó al bibliotecario a un lado como si fuera un muñeco, y extendió todos sus tentáculos hacia Víctor. Uno de ellos lo derribó, otros tres le arrebataron la pica de las manos, y la Cosa se irguió como una sanguijuela hacia el cielo, blandiendo la pica para derribar a sus agresores.

Víctor se incorporó sobre los codos y se concentró.

Sólo tiene que ser real el tiempo suficiente.

El relámpago perfiló a la Cosa con luz azul y blanca. Tras el retumbar del trueno, la criatura se tambaleó como si estuviera ebria, mientras unos tentáculos de electricidad la recorrían con un zumbido chisporroteante. Algunos de sus miembros humeaban.

Estaba intentando conservar su integridad física, pese a las energías que rugían en su interior. Se tambaleó sobre las piedras de la torre, y entonces, tras dirigir una mirada malévola a Víctor, se lanzó al vacío.

Víctor consiguió incorporarse sobre las manos y las rodillas, y se arrastró hasta el borde.

Pese a estar cayendo, la Cosa no se rendía. Se retorcía frenética en el aire, probando extrañas combinaciones evolutivas de plumas, piel y membranas, buscando algo que le permitiera sobrevivir a la caída…

El tiempo pareció detenerse. El aire cobró un brillo purpúreo. La Muerte blandió su guadaña.

ALÉGRAME EL DÍA —dijo.

Se oyó un ruido como el de un montón de ropa mojada al estrellarse contra la pared. Por lo visto, lo único que podía sobrevivir a aquella caída era un cadáver.

 

Bajo la tenaz lluvia, la multitud se acercó más.

Ahora que había perdido todo el control, la Cosa se estaba disolviendo en sus moléculas básicas. El agua las arrastraba hacia las cloacas. Desde allí, el río se encargaría de dispersarlas por las frías profundidades del mar.

—Se está licuando —anunció el conferenciante de Runas Modernas.

—¿De verdad? —se sorprendió el profesor—. Creía que para eso hacía falta un aparato especial.

Hurgó entre los restos con el pie.

—Cuidado —le advirtió el decano—. No está muerto aquel que yace eternamente.

El profesor lo estudió.

—Pues a mí me parece de lo más muerto —replicó—. Un momento… algo se mueve…

Uno de los tentáculos se derrumbó a un lado.

—¿Había caído sobre alguien? —preguntó el decano. Sí. Sacaron el cuerpo inerte de Ponder Stibbons, y le dieron bofetadas y palmaditas bienintencionadas hasta que abrió los ojos.

—¿Qué ha pasado? —tartamudeó.

—Te cayó encima un monstruo de quince metros —se limitó a explicar el decano—. ¿Estás… eh… bien?

—Yo sólo quería tomar una copa —murmuró Ponder—. Iba a volver enseguida, lo prometo.

—Pero ¿de qué hablas, chico?

Ponder no hizo caso. Se alejó tambaleándose hacia la Gran Sala, y nunca jamás volvió a salir de la Universidad.

—Qué muchacho tan raro —dijo el decano.

Todos volvieron a concentrarse en la Cosa, que ya estaba casi disuelta.

—La belleza mató a la bestia —suspiró el decano, que solía decir cosas así.

—Qué va —negó el profesor—. Lo que la mató fue caer desde tan arriba.

 

El bibliotecario se sentó y se frotó la cabeza.

Le pusieron el libro delante de los ojos.

—¡Léelo! —gritó Víctor.

—Oook.

—¡Por favor!

El simio lo abrió por una página de pictogramas. Al verlos, parpadeó un instante. Luego, puso el dedo en la esquina inferior derecha, y empezó a recorrer los símbolos de derecha a izquierda.

De derecha a izquierda.

Así que se leían de esa manera, pensó Víctor.

O sea, que, desde el principio, lo había estado haciendo todo al revés.

 

Gaffer, el operador, desplazó la caja de imágenes a lo largo de la hilera de magos, y luego volvió a centrarse en el monstruo que se disolvía.

Dejó de dar vueltas a la manivela. Alzó la cabeza y sonrió con animación.

—¿Podéis apretaros un poco más, amigos? —Pidió. Los magos obedecieron—. No hay mucha luz.

Soll escribió en un cartón: «Magos mirando cadáver, toma tres».

—Qué lástima que no cogieras lo de la caída —dijo, con una voz chillona por la histeria—. Quizá podamos contratar a un especialista para que la repita.

Ginger se había sentado entre las sombras al pie de la torre. Se abrazaba las rodillas e intentaba dejar de temblar. Entre las formas que la Cosa había probado justo antes del final había estado la suya.

Se controló y consiguió ponerse de pie, apoyándose en el muro para mantener el equilibrio. Se alejó de allí. No sabía qué le depararía el futuro, pero, si ella tenía algo que decir al respecto, ese futuro incluiría una taza de café.

Al pasar junto a la puerta de la torre, oyó unas pisadas. Víctor salió, acompañado por el bibliotecario.

El joven abrió la boca para decir algo, pero lo primero que tuvo que hacer fue tomar aliento. El orangután lo apartó a un lado y agarró a Ginger por el brazo con firmeza. Tenía una mano blanda, cálida, pero con una insinuación de que, si hacía falta, el bibliotecario era perfectamente capaz de transformarle el brazo en un tubo de gelatina con tropezones dentro.

—¡Oook!

—Mira, se acabó —dijo Ginger—. El monstruo está muerto. Así es como acaban las cosas, ¿vale? Yo me voy a beber algo.

—¡Oook!

—Igualmente, oook.

Víctor alzó la cabeza.

—No… se acabó —dijo.

—Para mí, sí. Oye, acabo de verme transformada en una… una COSA con tentáculos. Eso afecta mucho a una chica, ¿sabes?

—¡No tiene importancia! —consiguió replicar Víctor—. ¡Lo hemos entendido todo al revés! ¡Ahora sí que van a venir! ¡Tienes que volver conmigo a Holy Wood! ¡También entrarán por allí!

—¡Oook! —asintió el bibliotecario, señalando el libro con una uña purpúrea.

—Bueno, pues que empiecen sin mí —bufó la chica.

—¡No es posible! ¡Quiero decir, que sí, que lo harán! ¡Pero tú puedes impedirlo! ¡Oye, deja de mirarme así! —dio un codazo al bibliotecario—. Anda, explícaselo tú.

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