Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Víctor se rebuscó en los bolsillos. Corrió a la sala del proyector y miró a su alrededor, desesperado.

Cerillas. ¡No tenía cerillas!

Abrió de golpe las puertas del vestíbulo y salió corriendo a la calle, donde la multitud se arremolinaba con una mezcla de fascinación y horror, contemplando a la Ginger de quince metros que se movía torpemente entre los restos de un edificio.

Víctor oyó un cliqueteo a su espalda. Gaffer, el operador, intentaba grabar la escena.

El profesor estaba gritando a Escurridizo.

—¡Claro que no podemos usar la magia contra ellos! ¡Necesitan magia! ¡Lo único que haríamos sería volverlos más fuertes!

—¡Pero seguro que podéis hacer alguna cosa! —chilló Escurridizo.

—Mi querido amigo, no hemos sido nosotros los que hemos andado investigando sobre cosas que el hombre no debe… —El profesor titubeó a media frase—. No debe conocer —terminó como pudo.

—¡Cerillas! —gritó Víctor—. ¡Cerillas! ¡Deprisa!

Todos se lo quedaron mirando.

Entonces, el profesor asintió.

—Fuego vulgar y corriente —dijo—. Tienes razón. Seguramente bastará con eso. Bien pensado, muchacho.

Se rebuscó en los bolsillos y sacó el puñado de cerillas que llevaban siempre los magos, habituados a fumar un cigarrillo tras otro.

—¡No puedes quemar el Odium! —estalló Escurridizo—. ¡Ahí dentro hay montones de películas!

Víctor arrancó un cartel de la pared, lo retorció para formar una rudimentaria antorcha, y la encendió por un extremo.

—Eso es precisamente lo que voy a quemar —dijo.

—Disculpad…

—¡Idiota! ¡Idiota! —aulló el ex-vendedor de salchichas—. ¡Eso arde muy deprisa!

—Disculpad…

—¿Y qué? No tengo intención de quedarme ahí dentro —replicó Víctor.

—¡He dicho que arde muy deprisa!

—Disculpad… —insistió Gaspode, con paciencia.

Bajaron la vista hacia él.

—Laddie y yo podríamos hacerlo —siguió—. Cuatro patas siempre son mejores que dos, como se suele decir. Al menos para salvar al mundo.

Víctor miró a Escurridizo, y arqueó las cejas.

—Puede que no sea mala idea —tuvo que reconocer Escurridizo.

Víctor asintió. Laddie saltó elegantemente, le cogió la antorcha de la mano con los dientes, y corrió de vuelta al edificio con Gaspode pisándole los talones.

—¿Me estoy imaginando cosas, o ese perrito puede hablar? —dijo Escurridizo.

—Él dice que no —replicó Víctor.

Escurridizo titubeó. Las emociones lo tenían un poco desconcertado.

—Bueno —dijo—, supongo que él lo sabe mejor que nadie.

 

Los perros corrieron hacia la pantalla. La Cosa-Víctor ya casi había pasado, estaba medio tendida entre las latas de películas.

—¿Me dejas que encienda yo el fuego? —pidió Gaspode—. Me corresponde a mí, de verdad.

Laddie ladró, obediente, y dejó caer el papel encendido. Gaspode lo recogió y avanzó cautelosamente hacia la Cosa.

—Hay que salvar a la humanidad —suspiró.

Dejó caer la antorcha sobre un rollo de película. Al momento, el octoceluloide empezó a arder con un fuego blanco, pegajoso.

—Ya está —dijo—. Ahora, Vámonos de aquí antes de que…

La Cosa gritó. Perdió todo parecido con Víctor, y algo semejante a una explosión en un acuario se retorció entre las llamas. Un tentáculo salió propulsado y se enroscó en torno a una pata de Gaspode.

El perro trató de morderlo.

Laddie regresó a toda velocidad, y se lanzó contra el espantoso tentáculo. Éste se contrajo y volvió a expandirse, derribando al hermoso perro y lanzando a Gaspode rodando por el suelo.

El perrito se incorporó, dio unos cuantos pasos titubeantes, y cayó.

—El muy cerdo me ha roto la pata —murmuró.

Laddie lo miró, apenado. Las llamas reptaban por las latas de películas.

—¡Venga, cachorro estúpido, lárgate de aquí! —gritó Gaspode—. ¡Esto va a venirse abajo de un momento a otro! ¡No ¡No me levantes! ¡Bájame! ¡No tienes tiempo para…

 

Las paredes del Odium se expandieron con aparente lentitud. Cada tablón, cada piedra, conservaba su posición relativa con respecto a las demás, pero flotaba con independencia.

Entonces, el Tiempo alcanzó a los acontecimientos.

Víctor se lanzó de bruces al suelo.

Bum.

Una bola de fuego anaranjado levantó el techo y se alzó hacia el cielo casi oculto por la niebla. Los restos del edificio se estrellaron contra los muros de las casas más cercanos. Una lata de película al rojo vivo pasó como una guadaña por encima de las cabezas de los magos tumbados en el suelo, haciendo un amenazador sonido como uipuipuip, y se estrelló contra una pared lejana.

Se oyó un zumbido alto, agudo, que de pronto se detuvo bruscamente.

La Cosa-Ginger se tambaleaba con el calor. La ráfaga de aire cálido le levantó las enormes faldas en pliegues en torno a la cintura, y la giganta se detuvo, parpadeante e insegura, mientras los restos llovían a su alrededor.

Luego, se dio media vuelta y echó a andar.

Víctor miró a Ginger, que tenía la vista clavada en las nubes de humo sobre el montón de cascotes que habían sido el Odium.

—Esto no puede ser —estaba murmurando—. Las cosas no son así. Nunca son así. Justo cuando crees que ya es demasiado tarde, salen corriendo de entre el humo. —Volvió hacia él unos ojos embotados—. ¿Verdad? —suplicó.

—Eso es en las películas —negó Víctor—. Esto es la realidad.

—¿Dónde está la diferencia?

El profesor agarró a Víctor por el hombro y lo obligó a darse la vuelta.

—¡Va hacia la biblioteca! —gritó—. ¡Tienes que impedírselo! ¡Si llega, con toda la magia que hay allí, será invencible! ¡Nunca podremos vencerle! ¡Y tendrá poder para traer a otros!

—Sois magos —señaló Ginger—, ¿por qué no lo detenéis vosotros?

Víctor sacudió la cabeza.

—A las Cosas les gusta nuestra magia —dijo—. Si se usa magia cuando están cerca, lo único que se consigue es hacerlas más fuertes. Pero no veo qué puedo hacer yo…

Se detuvo a media frase. La multitud lo miraba, expectante.

No lo miraban como si fuera su única esperanza. Lo miraban como si fuera su seguridad.

—¿Qué pasará ahora, mamá? —oyó preguntar a un niño pequeño.

—Es muy fácil —respondió con voz de entendida la gruesa mujer que lo tenía cogido de la mano—. Él echará a correr y lo detendrá en el último momento. Es lo más normal. Le he visto hacerlo muchas veces.

—¡En mi vida he hecho semejante cosa! —exclamó Víctor.

—Yo te vi —replicó la mujer alegremente—. En Hijos del Desierto. Cuando esta señorita… —Hizo una breve reverencia en dirección a Ginger—, cuando ella iba a caballo, y el animal se desbocó, y estaba a punto de tirarla por un precipicio, pero llegaste tú y la salvaste en el último momento. La verdad es que me pareció impresionante.

—No fue en Hijos del Desierto —la interrumpió un anciano con tono pedante, al tiempo que cargaba su pipa—. Fue en El Valle de los trolls.

—No señor, era en Hijos —intervino una mujer delgada, detrás de él—. Lo sé perfectamente, la he visto veintisiete veces.

—Sí, era muy buena, ¿verdad? —asintió la primera mujer—. Cada vez que veo esa escena en que ella lo deja, y él se vuelve y la mira de esa manera, me echo a llorar…

—Disculpad, pero no era en Hijos del Desierto —insistió el hombre en tono lento, deliberado—. Lo que estáis contando es la famosa escena de la plaza en Pasiones Ardientes.

La señora gorda cogió la mano inerte de Ginger y le dio unas palmaditas.

—Tienes un muchacho estupendo, querida —le dijo—. Siempre está rescatándote. Si a mí me secuestrara una banda de trolls furiosos, mi marido no diría ni una palabra, si acaso preguntaría adonde me tenía que enviar la ropa.

—Pues si a mí me estuviera devorando un dragón, mi marido ni se movería del sillón —suspiró la mujer delgada. Dio un suave codazo a Ginger—. Pero tienes que ponerte más ropa, hija. La próxima vez que te vayan a secuestrar para que él te rescate, ponte firme y pide que te dejen llevarte una rebequita. Siempre que te veo en la pantalla pienso lo mismo, con tan poca ropa vas a coger una gripe en el momento menos pensado.

—¿Dónde tiene la espada? —quiso saber el niño, dando una patada en la espinilla a su madre.

—Supongo que irá a buscarla enseguida —respondió la mujer, con una sonrisa alentadora dedicada a Víctor.

—Eh… sí —dijo éste—. Vamos, Ginger.

La cogió de la mano.

—¡Dejad sitio al chico! —gritó en tono autoritario el hombre de la pipa.

La multitud despejó un espacio en torno a ellos. Víctor y Ginger se encontraron en el centro de un millar de rostros que los miraban expectantes.

—Creen que somos reales —gimió la chica—. ¡Dioses, nadie va a hacer nada, porque creen que eres un héroe! ¡Y nosotros no podemos hacer nada porque esa Cosa es más grande que los dos juntos!

Víctor se quedó mirando los húmedos guijarros de la calle. Probablemente podría recordar algo de magia, pensó, pero la magia normal no sirve de nada contra las Dimensiones Mazmorra. Además, estoy casi seguro de que los héroes de verdad no se quedan en medio de la gente para que los aplaudan. Los héroes de verdad son como el pobre Gaspode. Nadie sabe que existen hasta que no mueren. Eso es la realidad.

Alzó la cabeza lentamente.

¿O no?

El aire chisporroteó. Había otra clase de magia. Ahora revoloteaba libre y desbocada por el mundo, como una película rota. Si pudiera atraparla…

La realidad no tenía por qué ser real. Quizá, si se daban las condiciones adecuadas, no tenía más que ser lo que la gente creía…

—Atrás —susurró.

—¿Qué vas a hacer? —se asustó Ginger.

—Voy a probar un poco de magia de Holy Wood.

—¡Holy Wood no tiene magia!

—Creo que sí. Una magia diferente. Nosotros la hemos sentido. La magia está allí donde la encuentras.

Respiró hondo, y dejó que su mente se desplegara lentamente. Ése era el secreto de la cuestión. Había que hacerlo, no que pensarlo. Había que dejar que las instrucciones llegaran del exterior. No era más que un trabajo. Pero el ojo de la caja de imágenes se clavaba en ti, y entrabas en otro mundo, un mundo que consistía en un rectángulo plateado de luz parpadeante.

Ahí estaba el secreto. En el parpadeo.

La magia normal y corriente sólo era capaz de mover las cosas. No podía crear una cosa real que durase más de un segundo, porque para eso hacía falta una enorme cantidad de energía.

Pero Holy Wood creaba cosas constantemente, docenas de veces por segundo. No tenían que durar demasiado. Sólo lo necesario.

Aun así, la magia de Holy Wood había que practicarla según las normas de Holy Wood.

Extendió hacia el cielo oscuro una mano firme como una roca.

—¡Luces!

Una cortina de luz iluminó toda la ciudad.

—¡Caja de imágenes!

Gaffer movió furiosamente la manivela.

—¡Acción!

Nadie supo de dónde había llegado el caballo. Simplemente estaba allí, saltando por encima de las cabezas de la gente. Era blanco, con impresionantes filigranas de plata en las riendas. Víctor montó de un salto cuando pasó a su lado, y lo hizo erguirse sobre las patas traseras, sacudiendo las delanteras en el aire en un gesto francamente impresionante. Luego, desenfundó la espada que no tenía en el instante anterior.

Tanto la espada como el caballo parpadeaban de manera casi imperceptible.

Víctor sonrió. La luz se reflejó en uno de sus dientes. Ting. Brillo, pero no sonido. Todavía no habían inventado el sonido.

Cree en ello. Es la clave. No dejes de creerlo. Engaña al ojo, engaña a la mente.

Entonces, emprendió el galope entre las hileras de espectadores que aplaudían. Se encaminó hacia la Universidad, hacia la escena culminante.

El operador se relajó. Ginger le dio una palmadita en el hombro.

—Si dejas de dar vueltas a esa manivela —dijo dulcemente— te romperé el jodido cuello.

—Pero si ya está fuera de plan…

Ginger lo empujó bruscamente hacia la antigua silla de ruedas de Windle Poons, y dirigió al anciano una sonrisa que hizo que las bolas de cera de sus orejas se derritieran.

—Disculpe —dijo con una voz cálida que les puso las uñas de punta a todos los magos—, ¿se nos presta un momento?

—¡Yupiyeiyei!

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