Los alquimistas se acomodaron en sus asientos, ya más alegres.
—Eso —asintió Lully.
—Oh. Claro —dijo Peavie.
—Allá vamos, a hacer imágenes en acción —contribuyó Sendivoge, al tiempo que cogía un puñado de pajaritos—. ¿Cuánto hace que conoces ese lugar?
—Ah, pues… —Silverfish se interrumpió. Parecía asombrado—. Pues no lo sé. No… no consigo recordarlo. Igual es que oí hablar de él en alguna ocasión, lo olvidé, y lo he vuelto a recordar. Ya sabéis cómo suceden esas cosas.
—Es verdad —corroboró Lully—. Lo mismo me pasó a mí con lo de la película. Fue como si estuviera recordando cómo se hacía. Qué jugarretas tan raras te puede llegar a hacer la mente, ¿eh?
—Sí.
—Sí.
—Es como si a una idea le hubiera llegado su hora.
—Sí.
—Sí.
—Eso debe de ser.
Un silencio ligeramente teñido de preocupación se hizo en torno a la mesa. Era el sonido de varias mentes tratando de meter el dedo mental en la llaga que les molesta pero que aún no han localizado.
El aire pareció brillar.
—¿Cómo se llama ese lugar? —preguntó al final Lully.
—No sé qué nombre tenía en los viejos tiempos —respondió Silverfish, al tiempo que se echaba hacia atrás y se apoderaba de la bolsa de pajaritos—. Hoy en día todo el mundo lo llama Holy Wood.
—Holy Wood —asintió Lully lentamente—. Me suena… familiar.
Se hizo otro largo silencio mientras todos pensaban sobre aquello.
Sendivoge fue quien lo rompió.
—Bueno, pues ya está —dijo alegremente—. Allá vamos, Holy Wood.
—Eso —lo apoyó Silverfish, sacudiendo la cabeza como para liberarse de un pensamiento inquietante—. Pero es muy raro, de verdad. Tengo una sensación de lo más extraño. Es como si todo este tiempo… hubiéramos estado caminando hacia allí.
A muchos miles de kilómetros por debajo de Silverfish, Gran A’Tuin, la tortuga del mundo, se deslizaba perezosamente por la noche poblada de estrellas.
La realidad es una curva.
Eso no es lo malo. Lo malo es que no hay tanta realidad como debería haber. Según algunos de los textos más místicos que se encuentran en los estantes de la biblioteca de la Universidad Invisible…
… la principal institución para la enseñanza de la magia y de las cenas pantagruélicas en todo el Mundodisco, cuya colección de libros taumatúrgicos es tan extensa que distorsiona el Espacio y el Tiempo…
… como mínimo, nueve décimas partes de toda la realidad original creada se encuentran fuera del multiverso, y como el multiverso, por definición, incluye absolutamente todo lo que es algo, la cosa se pone fea.
Más allá de los límites de los universos se encuentran las realidades desbocadas, los «habría podido ser», los «quizá, quién sabe», los «nunca jamás», las ideas locas, todas ellas creadas y descreadas a un ritmo caótico, como elementos encerrados y bullendo a todo gas en supernovas en estado de fermentación.
Y, muy de cuando en cuando, allí donde las paredes de los mundos se han desgastado un poco y son más delgadas, pueden filtrarse hacia el interior.
Y la realidad se filtra hacia el exterior.
El efecto es semejante al de uno de esos géiseres de agua caliente que se pueden encontrar en las profundidades de los mares, en torno a los cuales extrañas criaturas submarinas encuentran suficiente calor y comida como para considerar la zona un pequeño oasis de existencia en un medio ambiente donde, por definición, no debería haber el menor rastro de existencia.
La idea de Holy Wood se filtró inocente, alegremente, en el Mundodisco.
Y una buena porción de realidad escapó.
Y fue localizada. Porque, fuera, hay Cosas, Cosas cuya habilidad para olfatear hasta el menor fragmento de realidad dejaban en mantillas a los tradicionales tiburones y sus regueros de sangre.
Las Cosas empezaron a reunirse.
Una tormenta recorrió las dunas de arena. Pero, al llegar a la baja colina, las nubes parecieron curvarse para esquivarla. Tan sólo unas cuantas gotas repiquetearon contra el suelo reseco, y el vendaval se transformó en una ligerísima brisa.
Esa brisa cubrió de arena los restos de una hoguera, apagada hacía ya mucho tiempo.
En la ladera de la colina, más abajo, cerca de un agujero que ya era suficientemente grande como para que cupiera un tejón, por poner un ejemplo, una piedrecita se soltó de su asidero y cayó rodando.
Pasó un mes, muy deprisa. No tenía ganas de remolonear por allí.
El tesorero llamó respetuosamente a la puerta del archicanciller, antes de abrirla.
Un dardo de ballesta clavó su sombrero a la madera.
El archicanciller bajó el arma y se quedó mirando al hombrecillo.
—Ha sido una actitud de lo más peligrosa —señaló—. Has estado a punto de provocar un accidente grave.
El tesorero no habría alcanzado la posición que ostentaba en aquel momento, o mejor dicho, la que había ostentado hasta hacía diez segundos, si no tuviera una personalidad tranquila y segura, en vez de la que tenía ahora (al borde de un ataque al corazón). Disponía también de una increíble habilidad para recuperarse después de sobresaltos inesperados.
Desclavó su sombrero de la diana dibujada con tiza sobre la antigua madera de la puerta.
—No ha pasado nada —dijo. Ninguna voz podía ser tan pausada y tranquila sin un terrible esfuerzo—. Casi no se nota el agujero. Eh… ¿por qué disparas contra la puerta, mi señor?
—¿Es que no tienes sentido común, hombre? Afuera está todo oscuro, y los muros son de piedra. ¡No querrás que dispare contra los jodidos muros!
—Eh… —siguió el tesorero—. No sé si te habrás percatado de que esta puerta tiene más de quinientos años —añadió con un sutil tono de reproche.
—Y los aparenta —replicó el archicanciller con brusquedad—. Vaya trasto más grande y renegrido. Lo que hace falta por aquí es menos piedra, menos madera y un poco más de marcha, de alegría. Unas cuantas láminas con dibujos de caza. Y algún adorno que otro.
—Me encargaré de ello personalmente —mintió el tesorero sin parpadear. Entonces, recordó el fajo de papeles que llevaba bajo el brazo—. Entretanto, señor, si dispones de un momento, necesito…
—Bueno, bueno —replicó el archicanciller, al tiempo que se encasquetaba el sombrero puntiagudo en la cabeza—. Así se habla. Ahora tengo que ir a ver a un dragón enfermo. El diablillo hace días que no prueba su aceite de brea.
—…tu firma en uno o dos… —se apresuró a balbucear el tesorero.
—No puedo hacerlo todo a la vez —replicó el otro, despidiéndolo con un gesto—. La verdad, en este sitio hay demasiado papeleo. Además…
Se quedó mirando al tesorero, como si acabara de recordar algo importante.
—Por cierto, esta mañana vi algo raro —dijo—. Había un mono en la sala. Y parecía como en su casa.
—Ah. Sí —asintió alegremente el hombrecillo—. Debía de ser el bibliotecario.
—¿Tiene una mascota?
—No, mi señor, me has comprendido mal —insistió el tesorero en el mismo tono—. Era el bibliotecario. El archicanciller se lo quedó mirando. La sonrisa del tesorero empezó a desvanecerse.
—¿El bibliotecario es un mono?
El tesorero tardó cierto tiempo en explicarle el asunto con claridad.
—Entonces —dijo al final el archicanciller—, ¿quieres decir que ese pobre tipo se transformó en mono por un accidente mágico?
—Sí, fue un accidente en la biblioteca. Una explosión mágica, para ser más concretos. En un momento dado era un hombre, y al siguiente se había convertido en orangután. Sobre todo, señor, no lo llames mono. Es un simio.
—¿Y qué más da?
—Al parecer, a él le importa mucho. Cuando lo llaman «mono» se vuelve bastante… eh… agresivo.
—¡Espero que no se dedique a mostrar el trasero a la gente!
El tesorero cerró los ojos y contuvo un escalofrío.
—No, señor. Tú te refieres a los gibones.
—Ah. —El archicanciller meditó unos segundos al respecto—. Supongo que no habrá de esos monos trabajando para la universidad.
—No, señor. Sólo el bibliotecario, señor.
—No lo puedo tolerar. Está claro que no lo puedo tolerar. No puedo tolerar que haya bichos condenadamente grandes paseando por aquí —dijo el archicanciller con firmeza—. Deshazte de él.
—¡Dioses, no! Es el mejor bibliotecario que jamás hayamos tenido. Y justifica sobradamente su sueldo.
—¿Por qué? ¿Qué cobra?
—Cacahuetes —se apresuró a explicarle el tesorero—. Además, es el único que sabe a ciencia cierta cómo funciona la biblioteca.
—En ese caso, transformadlo de nuevo. No es vida para un hombre, ser un mono…
—Un simio, archicanciller. Y mucho me temo que, al parecer, él lo prefiere.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó su superior con tono de sospecha—. ¿Es que habla?
El tesorero titubeó. El problema con el bibliotecario era siempre el mismo. Todo el mundo se había acostumbrado tanto a él que nadie recordaba los tiempos en que la biblioteca no la dirigía un simio de colmillos amarillentos con la fuerza de tres hombres. Si lo anormal se prolonga durante el suficiente tiempo, se convierte en normal. Lo que pasaba era que, a la hora de explicárselo a un tercero, sonaba un tanto raro. Carraspeó, nervioso.
—Dice «Oook», archicanciller —dijo.
—Y eso ¿qué significa?
—Significa «no».
—Entonces, ¿cómo dice «sí»?
Eso era lo que el tesorero se había estado temiendo desde que salió el tema.
—«Oook», archicanciller —respondió.
—¡Ha sido el mismo oook que el oook de antes!
—No, no. Qué va. Te lo aseguro. Hay una inflexión diferente… bueno, quiero decir, al final te acostumbras a… —El tesorero terminó por encogerse de hombros—. Supongo que al final hemos acabado todos por comprender lo que dice, archicanciller.
—Bueno, al menos se mantiene en forma —dijo su superior con tono antipático—. Al contrario que el resto de vosotros. Esta mañana entré en la Sala No-Común, ¡y estaba llena de tíos roncando!
—Debían de ser los maestros superiores, señor —explicó el tesorero—. Y te aseguro que, en mi opinión, no pueden estar más en forma.
—¿En forma? ¡El decano tiene pinta de haberse tragado una cama!
—Ah, señor… —replicó el hombrecillo con una sonrisa indulgente—. Creo que «estar en forma» implica ser apto para un objetivo, y creo que el cuerpo del decano no puede ser más apto para el objetivo de pasarse el día sentado engullendo comidas pesadas.
El tesorero se permitió una breve sonrisa.
El archicanciller le dirigió una mirada tan anticuada que habría podido pertenecer a un fósil.
—¿Es un chiste? —preguntó con el tono de sospecha de alguien que no acabaría de comprender la expresión «sentido del humor» ni aunque te sentaras con él una hora y se lo explicaras con diagramas y dibujos.
—Me limitaba a hacer una observación, señor —respondió el tesorero con cautela.
El archicanciller sacudió la cabeza.
—No soporto los chistes. No soporto a esos tipos que se pasan el día por ahí haciéndose los graciosos. Eso es lo que sucede cuando la gente se pasa la vida metida entre cuatro paredes. Unas cuantas carreras de treinta kilómetros y el decano será un hombre diferente.
—Estoy de acuerdo en eso —asintió el tesorero—. Será un hombre muerto.
—Estará sano.
—Sí, pero muerto.
Irritado, el archicanciller removió los papeles que tenía sobre el escritorio.
—Blandenguería, flojedad —murmuró entre dientes—. Eso es lo que sobra aquí. Todo este lugar está podrido. La gente se pasa el día durmiendo o transformándose en monos. En mis tiempos de estudiante, ni se nos habría ocurrido transformarnos en monos.
Alzó la vista, airado.
—Bueno, ¿qué querías? —espetó al tesorero.
—¿Perdón? —susurró el hombrecillo, con los nervios deshechos.
—Querías que hiciera no sé qué, ¿no? Viniste a pedirme que hiciera algo. Seguramente porque soy el único que no se pasa las mañanas durmiendo o subido a un árbol en un columpio —añadió el archicanciller.
—Eh… creo que eso lo hacen los gibones, señor.
—¿Qué? ¿Qué? ¡A ver si dices algo coherente de una vez, hombre!
El tesorero consiguió recuperar la compostura. No veía razón alguna para permitir que se le tratara de aquella manera.
—La verdad, señor, es que quería hablarte de uno de los estudiantes —dijo con frialdad.
—¿Estudiantes? —rugió el archicanciller.
—Sí, señor. Ya sabes, los delgaditos pálidos. Porque somos una universidad, no sé si lo recuerdas. Van incluidos en la definición, como las ratas…
—Pensaba que ya teníamos personal para que se encargara de ellos.
—Sí, el profesorado. Pero en algunas ocasiones… bueno, archicanciller, te agradecería que echaras un vistazo a estos resultados de exámenes…