Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Se secó las comisuras de los ojos con una punta de la túnica.

¡Trescientos sesenta y tres! ¿Quién lo habría dicho?

El aire era una masa sólida que retumbaba con el barritar de trescientos sesenta y tres elefantes. Los grupos de caza y los tramperos ya los precedían, así que pronto habría muchos más. Al menos eso decía M’Bu. Y él no tenía la menor intención de llevarle la contraria.

Eso era extraño, desde luego. Durante años, había considerado a M’Bu como una especie de sonrisa móvil. Un chaval eficaz con una pala y un rastrillo, pero en absoluto lo que se diría un tenaz emprendedor.

Y entonces, de repente, aparecía alguien que quería un millar de elefantes, y el muchacho alzaba la cabeza, le aparecía un brillo en los ojos, y cualquiera podía ver que bajo esa sonrisa había un kilopaquidermólogo dispuesto a mostrarse a la altura del encargo. Era extraño, sí. Puedes conocer a alguien durante toda tu vida y no llegar a darte cuenta de que los dioses lo han puesto en este mundo para guiar a un millar de elefantes.

Azhural no tenía hijos. Ya había tomado la decisión de dejarle todo lo que poseía a su ayudante. En aquel momento, todo lo que poseía eran trescientos sesenta y tres elefantes y, ejem, una increíble cantidad de deudas, pero lo que contaba era la intención.

M’Bu corrió sendero arriba para reunirse con él. Llevaba el portapapeles firmemente sujeto bajo un brazo.

—Todo preparado, jefe —le informó—. Sólo falta que des la orden.

Azhural se irguió en toda su estatura. Contempló la marea de cuerpos grises, los baobabs lejanos, las montañas color púrpura. Ah, sí, las montañas. Había tenido sus dudas con respecto a las montañas. Se las transmitió a M’Bu, que dijo, «Cuando lleguemos, las cruzaremos con puentes, jefe». Azhural le informó de que en las montañas no había ni un solo puente, pero el muchacho lo miró con firmeza a los ojos y se limitó a replicar, «Primero construiremos los puentes, y después los cruzaremos, jefe».

Mucho más allá de las montañas se encontraba el Mar Circular, y Ankh-Morpork, y aquel lugar llamado Holy Wood. Lugares lejanos, con nombres exóticos.

Un viento sopló por la sabana, llevando tenues susurros incluso allí.

Azhural alzó su cayado.

—Quedan setecientos kilómetros para llegar a Ankh-Morpork —dijo—. Tenemos trescientos sesenta y tres elefantes, cincuenta carros de forraje, está a punto de soplar el monzón, y llevamos… llevamos… unas cosas raras, como de cristal… sólo que oscuras… unas cosas raras de cristal oscuro delante de los ojos…

No consiguió terminar la frase. Frunció el ceño, como si acabara de escuchar su propia vocecita interior y no la hubiera entendido muy bien.

El aire pareció brillar.

Advirtió que M’Bu lo miraba.

Se encogió de hombros.

—Vamos —dijo.

M’Bu se llevó las manos a la boca formando bocina. Se había pasado la noche preparando un grito adecuado para abrir la marcha.

—Sección Azul al mando del tío N’gru… ¡adelante! —gritó—. Sección Amarilla al mando de la tía Googool… ¡adelante! Sección Verde al mando del primo segundo ¡KcK!… ¡Adelante!

Una hora más tarde, la sabana al pie de la baja colina había quedado desierta, si se exceptuaba la presencia de mil millones de moscas y un escarabajo pelotero que no daba crédito a su suerte.

Algo hizo «plop» en el polvo rojo, creando un pequeño cráter.

Y otra vez. Y otra.

Un rayo hendió el tronco del baobab más cercano.

Empezaron las lluvias.

 

A Víctor empezaba a dolerle la espalda. Transportar a hermosas jóvenes para ponerlas a salvo parecía una idea excelente sobre el papel, pero presentaba grandes inconvenientes después de los cien primeros metros.

—¿Tienes idea de dónde vive? —pregunto—. Y sobre todo, ¿es cerca de aquí?

—No —replicó Gaspode.

—Una vez me dijo no sé qué sobre que era encima de una tienda de ropa —recordó el joven.

—Entonces tiene que ser en el callejón que hay al lado del local de Borgle —señaló el perro.

Gaspode y Laddie abrieron la marcha por los callejones, y subieron por una destartalada escalera exterior de madera. Quizá podían olfatear la habitación de Ginger. Víctor no tenía la menor intención de ponerse a discutir sobre los misteriosos sentidos de los animales.

El joven subió por los peldaños tan silenciosamente como le fue posible. Era vagamente consciente de que las casas de los demás solían incluir Caseros Vulgares y A Menudo Desconfiados, y consideraba que por el momento ya tenía bastantes problemas.

Utilizó los pies de Ginger para abrir la puerta de un empujón.

Se trataba de una habitación pequeña, con el techo muy bajo, y con uno de esos tristes mobiliarios gastados por el tiempo que se pueden encontrar en cualquier habitación alquilada del multiverso. Al menos, eso había sido en un principio.

Ahora estaba amueblada con Ginger.

 

La joven había guardado absolutamente todos los carteles. Incluso los de las primeras películas, en los que aparecía en letra muy pequeña como Una Chica. Estaban pegados con chinchetas a las paredes. La cara de Ginger —y también la suya propia— lo contemplaban desde todos los ángulos.

Había un espejo muy grande en uno de los lados de la destartalada habitación, y junto a él un par de velas ya medio consumidas.

Víctor depositó cuidadosamente a la chica en la estrecha cama, y luego, con sumo cuidado, empezó a mirar a su alrededor. Su sexto sentido, el séptimo, e incluso el octavo, le estaban gritando al oído. Se encontraba en un lugar lleno de magia.

—Es como una especie de templo —murmuró—. Un templo dedicado… a ella misma.

—Me da escalofríos —dijo Gaspode.

Víctor escudriñó la habitación. Sí, había conseguido con todo éxito evitar que se le hiciera entrega del sombrero puntiagudo y el cayado, pero había adquirido los instintos de un mago. Tuvo una repentina visión de una ciudad bajo las aguas del mar, con pulpos deslizándose sigilosamente a través de las puertas anegadas, y langostas recorriendo vigilantes las calles.

—Al destino no le gusta que la gente ocupe más espacio del debido. Eso lo sabe todo el mundo.

Voy a ser la persona más famosa del mundo —pensó Víctor—. Eso fue exactamente lo que dijo.

Sacudió la cabeza.

—No —dijo en voz alta—, lo que pasa es que le gustan los carteles. Es vanidad, nada más.

Hasta a él mismo le sonó increíble. La habitación entera casi zumbaba con la presencia de…

…¿de qué? Hasta entonces, nunca había sentido nada semejante. Era algún tipo de poder, desde luego. Algo que arañaba sus sentidos, les hablaba a gritos. No era exactamente magia. Al menos, no era la magia a la que él estaba acostumbrado. Sino algo que se le parecía bastante, aunque sin llegar a ser lo mismo, como el azúcar comparado con la sal: la misma forma y el mismo color, pero…

La ambición no era mágica. Poderosa, sí, pero no mágica… ¿verdad?

La magia no era difícil. Ése era el gran secreto que todo el barroco edificio de la hechicería intentaba ocultar. Cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia y la perseverancia suficiente podía practicar la magia, y por eso los magos lo llenaban todo de rituales. De ahí también el asunto de los sombreros puntiagudos.

Lo difícil era hacer magia y que no te pasara nada.

Porque, en esencia, era como si la raza humana fuera un campo de maíz, y la magia ayudara a los que la usaban a elevarse un poco por encima de la media, y así sobresalir. Eso atraía la atención de los dioses y… Víctor titubeó… y de otras Cosas que habitan fuera de este mundo. La gente que practica la magia sin saber lo que hace suele encontrar un final poco decorativo.

Generalmente por toda la habitación.

Recordó la imagen de Ginger, allí en la playa. Quiero ser la persona más famosa del mundo. Ahora que lo pensaba bien, quizá eso fuera algo nuevo. No se trataba de ambicionar oro, ni poder, ni tierras, ni todas esas cosas que resultaban familiares en el mundo humano. Era ambición de ser tú mismo, pero lo más grande posible. No una ambición de tener, sino de ser.

Sacudió la cabeza de nuevo. Simplemente, se encontraba en una habitación barata, de un edificio barato, en una ciudad tan real como… como… bueno, tan real como el espesor de una película. No era lugar adecuado para tener pensamientos como aquéllos.

Lo importante era recordar que Holy Wood no era un lugar real en absoluto.

Volvió a contemplar los carteles. Sólo se tiene una oportunidad, solía decir Ginger. Puedes vivir hasta los setenta años y, si eres afortunado, consigues una oportunidad. Imagínate a todos los esquiadores natos que han nacido en desiertos. Imagínate a todos los herreros excepcionales que nacieron siglos antes de que se inventara el caballo. Todos esos talentos que nadie utilizó… todas esas oportunidades desperdiciadas…

Qué suerte tengo de vivir en esta época, pensó Víctor con amargura.

Ginger se removió en sueños. Al menos, ahora respiraba de manera más regular.

—Vamos —lo apremió Gaspode—. No está bien que estés solo en el buduar de una dama.

—No estoy solo —replicó Víctor—. Estoy con ella.

—A eso me refiero —señaló Gaspode.

—Guau —añadió Laddie con lealtad.

—¿Sabes una cosa? —le dijo Víctor, siguiendo a los perros que descendían por las escaleras—. Empiezo a tener la sensación de que aquí hay algo que va muy mal. Está sucediendo alguna cosa, y no consigo adivinar qué es. ¿Por qué intentaba Ginger entrar en la colina?

—Seguro que está aliada con los Poderes Malévolos —respondió Gaspode.

—La ciudad, y la colina, y el viejo libro, y todo… —siguió Víctor, haciendo caso omiso—. Todo tendría sentido, si yo supiera cómo relacionarlo.

Salieron a la clara noche, a las luces y ruidos de Holy Wood.

—Mañana, a la luz del día, subiremos otra vez allí y aclararemos esto de una vez por todas —anunció.

—No —le replicó Gaspode—. Más que nada porque mañana estaremos en Ankh-Morpork, ¿recuerdas?

—¿«Estaremos»? —dijo Víctor—. Vamos a ir Ginger y yo. No sabía que pensaras apuntarte.

—Laddie también viene —añadió Gaspode—. Se…

—¡Buen chico Laddie!

—Sí, claro, claro. Se lo oí decir a sus entrenadores. Así que tengo que acompañaros, para evitar que se meta en cualquier lío.

Víctor bostezó.

—Bueno, yo me voy a la cama. Lo más probable es que tengamos que salir temprano.

Gaspode escudriñó el callejón con expresión de inocencia. En algún lugar cercano se abrió una puerta, y les llegó el sonido de carcajadas ebrias.

—Me parece que yo daré un paseíto antes de meterme en el saco —dijo—. Para enseñarle a Laddie…

—¡Buen chico Laddie!

—… los lugares típicos y todo eso.

Víctor parecía dubitativo.

—No estéis fuera hasta demasiado tarde —indicó—. La gente se puede preocupar.

—Sí, claro —asintió Gaspode—. Buenas noches.

Se sentó y vio cómo Víctor se alejaba.

—Uff —dijo entre sus espantosos dientes—. Ya me gustaría ver a alguien preocupándose por mí.

Alzó la vista hacia Laddie, que se puso obedientemente en posición de firmes.

—Bueno, jovencito, cachorro mío —dijo—. Ya va siendo hora de que te eduquemos un poco. Lección Número Uno, Cómo Conseguir Bebidas Gratis en un Bar. Has tenido suerte de encontrarte conmigo —añadió.

 

Dos formas caninas se tambalearon inseguras por las calles a medianoche.

—Shomosh pobresh corderillosh —aulló Gaspode—, que han perdido el rumbo…

—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

—Shomosh pobresh corderillosh… que han… que han…

Gaspode se rascó una oreja como pudo. Al menos, se rascó lo que a él le pareció una oreja. Su pata se movía insegura por el aire. Laddie, que estaba junto a él, le dirigió una mirada compasiva.

Había sido una velada de un éxito increíble. Gaspode siempre había conseguido beber gratis sentándose en el suelo y mirando con intensidad a los clientes del bar, hasta que se sentían lo suficientemente incómodos como para echarle un poco de cerveza en un plato, con la esperanza de que lo bebiera y se marchara. Era una labor lenta y tediosa, pero, como técnica, siempre le había resultado de lo más eficaz. En cambio, Laddie…

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