Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Y ha subido a tres perdigones —gimió el tesorero—. Tendré que ordenar que pongan más sacos de arena alrededor de la vasija.

Repasó uno de los montones de papeles polvorientos. Una palabra le llamó la atención.

Realidad.

Se quedó mirando la caligrafía que fluía por las líneas de la página. Era muy pequeña, apretada, malintencionada. Alguien le había dicho que eso se debía a que «Números» Riktor había sido un retentivo anal. El tesorero no sabía muy bien qué significaba eso con exactitud, y tenía la esperanza de no averiguarlo nunca.

Otra de las palabras era «Medición». Recorrió la página con la mirada, subiendo por las líneas, hasta llegar al título subrayado: Algunas Anotaciones sobre la Medición Objetiva de la Realidad.

En la misma página había un dibujo esquemático. El tesorero lo miró.

—¿Has encontrado algo? —quiso saber el archicanciller sin alzar la vista.

El tesorero se metió el papel disimuladamente en la manga de la túnica.

—Nada importante —replicó.

 

Mucho más abajo, las olas iban a romper contra la playa. (Y, muy por debajo de la superficie, las langostas caminaban hacia atrás por las profundas calles sumergidas bajo las aguas del mar…)

Víctor echó al fuego otro trozo de leña arrastrada por la marea. Ardió con un chisporroteo azul debido a la sal reseca que la cubría.

—No la comprendo —suspiró—. Ayer estaba tan normal, y hoy se le sube a la cabeza.

—¡Perras! —asintió Gaspode, comprensivo.

—Bueno, yo tampoco iría tan lejos —replicó Víctor—. Sólo es un poco alocada, tiene pájaros en la cabeza.

—¡Pájaras! —asintió Gaspode.

—Es que la inteligencia te joroba a modo la vida sexual —intervino No-Me-Llames-Tambor—. Los conejos nunca hemos tenido esos problemas. Aquí te pillo, aquí te mato, y cómo decías que te llamabas, guapa.

—Podríash probar a regalarles un ratón —sugirió el gato—. Shalvando lo preshente, por shupueshto —añadió con tono culpable, tratando de esquivar la mirada de Desde-Luego-Botitas-No.

—A mí tampoco me ha mejorado mucho la vida social desde que soy inteligente —dijo Tambor con amargura—. Hace una semana ni sabía lo que eran los problemas. Ahora, de repente, intentas entablar conversación, y ellas se te quedan mirando, frunciendo la nariz y moviendo los bigotes. Te llegas a sentir como un verdadero imbécil.

Se oyó un graznido estrangulado.

—El pato quiere preguntarte si has hecho algo con respecto al libro —dijo Gaspode.

—Le eché un vistazo durante la hora del almuerzo —respondió Víctor.

Se oyó otro graznido irritado.

—El pato dice que sí, que muy bien, pero que si has hecho algo con el libro —volvió a traducir Gaspode.

—Mira, a ver si lo entiendes, ¡no puedo largarme a Ankh-Morpork así como así! —estalló Víctor—. ¡Se tarda horas en hacer el viaje! ¡Y nos pasamos la jornada rodando las imágenes en acción!

—Pide un día libre —sugirió Tambor.

—¡Nadie ha pedido nunca un día libre en Holy Wood! —bufó Víctor—. Ya me despidieron una vez, gracias, no quisiera repetir la experiencia.

—Y volvieron a readmitirte, con un sueldo muy superior —señaló Gaspode—. Qué cosas pasan, ¿en? —Se rascó una oreja—. Dile que en tu contrato se especifica que puedes tener un día libre.

—No tengo contrato. Lo sabes muy bien. Trabajas y te pagan, así de fácil.

—Sí —asintió Gaspode—. Sí, muy cierto. Un contrato verbal, así de fácil. Me gusta.

 

Hacia el final de la noche, Detritus el troll se descubrió caminando, al parecer sin rumbo, por las sombras cercanas a la puerta trasera del local nocturno llamado Liásico Azul. Su cuerpo se había visto azotado por extrañas pasiones durante todo el día. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver una figura con una forma semejante a la de una colina pequeña.

Tenía que asumir los hechos.

Detritus estaba enamorado.

Sí, cierto, se había pasado muchos años en Ankh-Morpork, golpeando a la gente a cambio de un salario. Sí, cierto, había sido una vida embrutecedora, siempre sin amigos. Y solitaria, desde luego. Ya se había resignado a una senectud de amarga soltería… y ahora, de repente, Holy Wood le presentaba una oportunidad con la que ni siquiera se había atrevido a soñar en toda su existencia.

Detritus había recibido una educación muy estricta, y recordaba bien el discurso que le había largado su padre cuando era un joven troll recién llegado a la pubertad. Si ves a una chica que te gusta, no tienes que lanzarte sobre ella, así sin más. Las cosas se tienen que hacer de la manera correcta.

Así que había bajado a la playa, y había rebuscado por la arena hasta dar con una roca. Pero no cualquier roca vieja, qué va. Había elegido cuidadosamente una con los cantos suavizados por las mareas, y venillas de cuarzo rosa y blanco adornando toda su superficie. Había oído decir que a las chicas les gustaban esas cosas.

Ahora aguardaba con timidez a que ella saliera de trabajar.

Intentó imaginar qué le diría; nadie le había explicado nunca qué había que decir. Además, no era un troll listo, como Rock o Morry, a quienes se les daba bien eso de la palabrería. Él, por el contrario, nunca había necesitado un vocabulario muy extenso. Dio una patada desesperada a la arena. ¿Qué posibilidades tenía con una dama tan hermosa e inteligente como aquélla?

Se oyó el ruido de unos pasos pesados, y la puerta trasera del local se abrió de golpe. El objeto de sus deseos salió al aire fresco de la noche y respiró hondo, cosa que a Detritus le causó el mismo efecto que si le deslizaran un cubito de hielo por la nuca.

Lanzó una mirada histérica a su roca. Ahora, de pronto, no le parecía lo suficientemente grande, comparada con ella. Pero quizá lo importante no fuera la roca, sino lo que hacías con ella.

Bueno, tenía que lanzarse. Siempre había oído decir que la primera vez no se olvidaba jamás…

Alzó el brazo con la roca y la golpeó directamente entre los ojos.

En ese momento, todo empezó a ir mal.

Según la tradición, cuando la chica volvía a ser capaz de enfocar la vista, y si la roca le parecía aceptable, se pondría inmediatamente a disposición del troll para lo que él sugiriese, por ejemplo un humano para dos a la luz de las velas… aunque claro, esa costumbre ya no se practicaba demasiado a menudo, sobre todo si existía el riesgo de que te atraparan.

En cualquier caso, seguro que la chica no tenía que entrecerrar los ojos, lanzar un rugido airado y darle un coscorrón tras la oreja que le hiciera temblar los globos oculares.

—¡Estúpido troll! —gritó Rubí mientras Detritus se tambaleaba en círculos—. ¿Por qué demonios has hecho eso? ¿Es que crees que soy una chica sin sofisticación, recién llegada de las montañas? ¿Por qué no lo has hecho bien?

—Pero… pero… —empezó Detritus, aterrado ante la ira de su amada—, no podía pedir permiso a tu padre para golpearte, no sé dónde vive…

Rubí se irguió en toda su altura.

—Todo eso son costumbres anticuadas, muy incultas ahora —bufó—. No es el estilo moderno. No me interesa ningún troll —añadió, remarcando las palabras—, que no esté al día. Una roca contra la cabeza puede ser bastante sentimental —siguió, perdiendo el tono de seguridad de su voz a medida que avanzaba hacia el resto de la frase—, pero los diamantes son los mejores amigos de una chica.

Se detuvo, titubeante. Aquello no le sonaba bien ni a ella.

Desde luego, a Detritus lo desconcertaba bastante.

—¿Cómo? ¿Quieres que me arranque los dientes para complacerte? —preguntó.

—Bueno, de acuerdo, dejemos lo de los diamantes —concedió Rubí—. Pero ahora existen otros modales modernos. Tienes que cortejar a la chica.

Detritus se animó.

—Ah, pero si ya… —empezó.

—Cortejar, no cortar —se apresuró a interrumpirle Rubí—. Tienes que… tienes que…

No supo cómo seguir.

No estaba en absoluto segura de lo que el caballero tenía que hacer. Pero Rubí llevaba ya varias semanas en Holy Wood, y lo que mejor hacía Holy Wood era cambiar las cosas. Allí se había encontrado con una francmasonería femenina interespecial que ni siquiera había imaginado que existiera, y estaba aprendiendo muy deprisa. Había mantenido largas charlas con compasivas chicas humanas. Y con enanas. Por todos los dioses, hasta los enanos tenían mejores rituales de cortejo. Y los humanos llegaban hasta extremos que resultaban verdaderamente asombrosos.

En cambio, una hembra troll sólo podía esperar un rápido golpe en la cabeza, y luego tendría que pasarse el resto de la vida esclavizada, cocinando cualquier cosa que el macho arrastrara a la caverna.

Bueno, pues aquello iba a cambiar. La próxima vez que Rubí fuera de visita a las montañas de los trolls, sus congéneres se iban a llevar la mayor sacudida desde la última colisión continental. Y, entretanto, tenía toda la intención de empezar a aplicar los cambios a su propia vida.

Movió una gigantesca mano en un gesto vago.

—Tienes que… tienes que cantar junto a la ventana de la chica —indicó—. Y además… además tienes que darle oograah.

—¿Oograah?

—Sí. Un oograah bien bonito[16].

Detritus se rascó la cabeza.

—¿Por qué? —quiso saber.

Por un momento, Rubí se quedó desconcertada. Aunque la mataran no podría decir por qué era tan importante la entrega de un vegetal incomestible, pero no tenía la menor intención de admitirlo.

—Me extraña que no lo sepas —replicó, despectiva.

Detritus no captó el sarcasmo. Eran muchas cosas las que no captaba.

—Claro que lo sé —dijo—. No soy tan incúltico como crees —añadió—. Estoy del día. Ya lo verás.

 

El retumbar atronador de los martillazos llenaba el aire. Cada vez había más edificios que se alejaban de la calle principal sin nombre, en dirección a las dunas. Nadie poseía la tierra en Holy Wood: si estaba libre, podías construir lo que quisieras.

Ahora Escurridizo tenía dos despachos. En uno de ellos gritaba a todo el mundo, y en el otro, más grande y justo a la salida del primero, todo el mundo gritaba a todo el mundo. Soll gritaba a los operadores. Los operadores gritaban a los alquimistas. Los demonios correteaban por todas las superficies lisas, se ahogaban en las tazas de café y se gritaban unos a otros. Un par de loros verdes experimentales se gritaban a ellos mismos. Había gente que llevaba ropas raras, entraba allí y empezaba a gritar. Silverfish gritaba porque no había manera de averiguar por qué su escritorio se encontraba en el despacho exterior, aunque era el dueño del estudio.

Gaspode se había sentado estólido junto a la puerta del despacho interior. En los cinco últimos minutos había conseguido una patada desganada, una galleta rancia y una palmadita en la cabeza. Tenía la sensación de que no se le permitía participar demasiado.

Estaba intentando prestar atención a todas las conversaciones a la vez. Aquello resultaba enormemente instructivo. Para empezar, algunas de las personas que entraban a gritar llevaban bolsas de dinero…

—¿Que quieres qué?

El grito había surgido del despacho interior. Gaspode irguió la otra oreja.

—Quiero… eh… quiero un día libre, señor Escurridizo —estaba diciendo Víctor.

—¿Un día libre? ¿No quieres trabajar?

—Sólo durante un día, señor Escurridizo.

—Pero bueno, ¿te crees que voy a ir pagando a la gente para que tengan días libres? ¿Es que te ha dado la sensación de que estoy hecho de dinero? ¡Pues no es así, jovencito! Ni siquiera estamos teniendo ganancias, todo lo más conseguimos que no haya pérdidas. ¿Por qué no me pisoteas un poco más, si te parece?

Gaspode miró las bolsas amontonadas delante de Soll, que estaba ajetreadísimo echando en ellas montones de monedas. Arqueó una cínica ceja.

Hubo una pausa. Oh, no, pensó Gaspode. Ese imbécil se está olvidando de su papel.

—No quiero que me pague el día, señor Escurridizo.

Gaspode se relajó.

—¿No quieres que te lo pague?

—No, señor Escurridizo.

—Pero lo que sí querrás es que tu trabajo te esté esperando cuando regreses, ¿no? —bufó Escurridizo con voz sarcástica.

Gaspode se tensó. Le había costado mucho entrenar a Víctor para aquello.

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