Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—¿Y cómo lo puede saber un pato? —inquirió Víctor, dubitativo.

—Mira, amigo —intervino el conejo—, cuando tengas la capacidad de volar, de cruzar el mar por los aires y de llegar aunque sea al continente que busques, podrás empezar a hablar mal de los patos.

—Ah —asintió Víctor—. Supongo que te refieres a los misteriosos sentidos de los animales, ¿verdad?

Todos lo miraron.

—Bueno, sea como sea, esto tiene que acabarse —siguió Gaspode—. Todo este cogitatum y este hablar está muy bien para los seres humanos, que estáis acostumbrados a eso. Así que lo importante es que alguien averigüe cuál es la causa de lo que está pasando.

Todos siguieron mirándolo.

—Bueno… —intervino Víctor vagamente—, ¿creéis que este libro puede servirnos de ayuda? Las primeras páginas están en no sé qué idioma antiguo. Yo podría…

Se interrumpió. Los magos no eran nada populares en Holy Wood. Lo mejor sería no mencionar la Universidad Invisible, ni su relación con ella.

—Es decir —continuó, eligiendo las palabras con cautela—, conozco a alguien en Ankh-Morpork que quizá pueda leerlo. También es un animal. Un simio.

—Y ese simio, ¿qué tal anda de sentidos misteriosos? —quiso saber Gaspode.

—Los tiene estupendos —le garantizó Víctor.

—En ese caso… —dudó el conejo.

—Un momento —lo interrumpió Gaspode—. Oigo acercarse a alguien.

Desde la colina se divisaba una antorcha en movimiento. El pato dio una torpe carrerita y alzó el vuelo. Los demás animales desaparecieron entre las sombras. El único que no se movió fue el perro.

—¿No vas a disimular? —siseó Víctor. Gaspode arqueó una ceja.

—¿Guau? —dijo.

La antorcha zizagueaba errática entre la maleza, como si fuera una luciérnaga. En ocasiones se detenía un instante, luego avanzaba en una dirección completamente diferente. Era muy brillante.

—¿Qué es? —preguntó Víctor.

Gaspode olfateó el aire.

—Un ser humano —dijo—. Hembra. Lleva un perfume barato. —Arrugó la nariz de nuevo—. Un perfume que se llama Juguete de la Pasión. —Olfateó el aire otra vez—. Viste ropa recién lavada, sin almidonar. Zapatos viejos. Mucho maquillaje de estudio. Ha estado en el restaurante de Borgle, y ha comido… —Movió más la nariz—. Ha comido estofado. Un plato no muy grande.

—Supongo que también podrás decirme cuánto mide ¿eh? —preguntó Víctor, burlón.

—Huele a un metro sesenta, o un metro sesenta y dos —aventuró Gaspode.

—¡Venga ya!

—Pues vete tú a comprobarlo.

Víctor echó arena a patadas sobre su pequeña hoguera, y bajó a zancadas por la ladera.

Cuando se acercó, la luz dejó de moverse. Por un momento, divisó la figura femenina envuelta en un chal, que alzaba una antorcha por encima de su cabeza. Luego, la luz desapareció tan rápidamente que le quedaron imágenes azules y rojas bailando en el fondo de los ojos. Tras ellas, una pequeña figura negra era una sombra aún más oscura destacada sobre las del ocaso.

Y la figura dijo:

—¿Qué haces en mi… qué hago… por qué estás en… dónde…? —Por último, como si por fin se hubiera apercibido de la situación, cambió de marcha y, con una voz que él conocía mucho mejor, exigió saber—: ¿Qué demonios haces tú aquí?

—¿Ginger? —inquirió Víctor.

—¿Sí?

El joven hizo una pausa. ¿Qué se solía decir en circunstancias como aquéllas?

—Eh… —titubeó—. Esto es muy bonito por las noches, ¿no te parece?

La chica miró a Gaspode.

—Es ese asqueroso chucho que ha estado rondando por el estudio, ¿no? —señaló—. No soporto a los perros pequeños.

—Arf, arf —dijo Gaspode.

Ginger se lo quedó mirando. Víctor casi podía leer sus pensamientos: ha dicho Arf, Arf. Y es un perro. Y ésa es la clase de ruidos que hacen los perros, ¿no? Así que esto no tiene nada de raro, ¿verdad?

—En realidad, lo que pasa es que me gustan más los gatos —siguió la chica, sin demasiada seguridad.

—¿Sí? —susurró una voz al nivel de sus rodillas—. Pues que te zurzan, guapa.

—¿Qué ha sido eso?

Víctor retrocedió, moviendo las manos en gestos frenéticos.

—A mí no me mires —replicó—. ¡Yo no he sido!

—Ah, claro, me imagino que habrá sido el perro, ¿no? —bufó ella.

—Quién ¿yo? —dijo Gaspode.

Ginger se quedó de piedra. Miró en todas las direcciones, y por fin clavó los ojos en el suelo, en el lugar donde Gaspode se rascaba perezosamente una oreja.

—¿Guau? —inquirió el perro.

—Ese perro ha hablado… —empezó la chica, señalándolo con un dedo tembloroso.

—Lo sé —asintió lentamente Víctor—. Eso significa que le gustas.

Miró por encima del hombro de la joven. Otra luz ascendía por la ladera de la colina.

—¿Ha venido alguien contigo? —preguntó.

—¿Conmigo?

Ginger se dio media vuelta.

Ahora la luz se acercaba acompañada por el crujido de las ramitas secas. Escurridizo salió de entre las sombras, con Detritus pisándole los talones como una sombra particularmente horrenda.

—¡Aja! —exclamó el ex-vendedor de salchichas—. Hemos sorprendido a los tortolitos, ¿eh? Víctor lo miró, boquiabierto.

—¿A los qué?

—¿A los qué? —aportó Ginger.

—Os he buscado a los dos por todas partes —insistió Escurridizo—. Alguien me comentó que os había visto venir hacia aquí. Muy romántico, muy romántico. Seguro que podremos hacer algo con eso. Ya se me ocurrirá algo. Quedará bien en los carteles. Y tanto que sí. —Los rodeó a ambos con los brazos—. Vamos —dijo.

—¿Adonde? —quiso saber Víctor.

—Empezaremos a rodar a primera hora de la mañana —replicó Escurridizo.

—Pero si el señor Silverfish me dijo que no volvería a trabajar en esta ciudad… —empezó el joven.

Escurridizo abrió la boca para hablar, y titubeó, pero sólo un instante.

—Ah. Sí. Bueno, os voy a dar otra oportunidad —replicó, hablando muy despacio por una vez en su vida—. Eso es. Otra oportunidad. Ya se sabe, sois jóvenes. Testarudos. Yo también fui joven una vez. Escurridizo, me dije, tienes que darles otra oportunidad, aunque vayas a la ruina. Habrá que bajarles el sueldo, claro. Un dólar al día. Es mi oferta. ¿Qué os parece?

Víctor vio la repentina expresión de esperanza en el rostro de Ginger.

Abrió la boca para hablar.

—Quince dólares —dijo una voz.

No era la suya.

Cerró la boca.

—¿Qué? —se sobresaltó Ruina.

Víctor abrió la boca.

—Quince dólares. Renegociables dentro de una semana. Quince dólares o nada.

Víctor cerró la boca y puso los ojos en blanco.

Escurridizo blandió un dedo justo debajo de su nariz, pero titubeó.

—¡Así me gusta! —consiguió decir al final—. ¡Tienes espíritu de negociador! De acuerdo, no se hable más. Tres dólares.

—Quince.

—Cinco, chico, y es mi última oferta. ¡Ahí abajo hay miles de personas que se abalanzarían sobre una oportunidad como la que os ofrezco!

—Nómbreme a dos, señor Escurridizo.

Escurridizo se volvió hacia Detritus, que estaba perdido en sus ensoñaciones referentes a Rubí. Luego, se giró hacia Ginger.

—De acuerdo —asintió—. Diez. Y eso porque me caéis bien. Pero que conste que voy a la ruina.

—Hecho.

Ruina extendió una mano. Víctor se miró la suya como si la viera por primera vez, y al final se la estrechó.

—Bueno, ahora volvamos abajo —dijo Escurridizo—. Hay que organizar muchas cosas.

Se alejó a zancadas entre los árboles. Víctor y Ginger lo siguieron mansamente, en una especie de nube creada por el estado de shock.

—¿Estás loco? —siseó la muchacha—. ¡Mira que responderle así…! ¡Podríamos haber perdido nuestra oportunidad!

—¡Pero si yo no he dicho nada! ¡Creí que eras tú! —gimió Víctor.

—¡Fuiste tú! —lo acusó Ginger.

Se miraron el uno al otro.

Y bajaron la vista.

—Arf, Arf—dijo Gaspode, el Perro Maravilla.

Escurridizo se dio media vuelta.

—¿Qué es ese ruido? —quiso saber.

—Oh, nada… sólo… sólo un perro que hemos encontrado —se apresuró a responder Víctor—. Se llama Gaspode. En honor del famoso Gaspode, ya se imagina.

—Hace trucos —aportó Ginger con malevolencia.

—¿Un perro que hace trucos?

Escurridizo se agachó y palmeó la cabeza alargada de Gaspode.

—Ni se imagina las cosas que sabe hacer —le aseguró Víctor.

—Ni se las imagina —corroboró Ginger.

—Sí, pero vaya bicho más feo —replicó el ex-vendedor de salchichas.

Clavó en Gaspode una mirada pausada, larga, lo que era como desafiar a un ciempiés a un concurso de coces. Gaspode podía sostenerle la mirada a un espejo.

Escurridizo parecía dar vueltas a algo en la cabeza.

—Oíd… traedlo mañana por la mañana. A la gente le gusta reírse —dijo.

—Oh, y tanto, Gaspode hace reír —asintió Víctor—. Te partes. Mientras se alejaban, Víctor oyó una voz baja a su espalda.

—Esa me la pagarás —decía—. Además, me debes un dólar.

—¿Por qué?

—Comisión del agente —explicó Gaspode, el Perro Maravilla.

 

Sobre Holy Wood, las estrellas acababan de aparecer. Eran gigantescas bolas de hidrógeno recalentado hasta alcanzar una temperatura de millones de grados, tan calientes que ni siquiera podían quemarse. Muchas de ellas se hincharían increíblemente antes de morir, y luego se encogerían hasta convertirse en diminutas enanas resentidas, recordadas sólo por los astrónomos más sentimentales. Entretanto, brillaban por causa de diversas metamorfosis cuya explicación quedaba fuera del alcance de los alquimistas, y convertían elementos vulgares y aburridos en pura luz.

Sobre Ankh-Morpork, simplemente llovía.

Los magos superiores se habían congregado en torno a la vasija de los elefantes. Por orden estricta de Ridcully, los criados de la Universidad la habían vuelto a colocar en el pasillo.

—Recuerdo muy bien a Riktor —dijo el decano—. Un tipo flacucho. Algo obsesivo, no era capaz de pensar más que en una cosa a la vez. Pero listo.

—Je, je, yo me acuerdo de su contador de ratones —intervino Windle Poons desde su secular silla de ruedas—. Era para contar ratones.

—La vasija en sí es bastante… —empezó el tesorero. Pero se interrumpió al analizar las palabras del anciano—. ¿Cómo que contaba ratones? ¿Una máquina para contar ratones? ¿Había que irlos cogiendo de uno en uno y metiéndolos en el trasto, o qué?

—No, no, qué va. Lo único que hacía falta era darle cuerda. Luego te quedabas tranquilamente sentado, y la máquina empezaba a zumbar, contando todos los ratones que hubiera en el edificio, je, je, y las ruedecitas con los números te decían el total.

—¿Por qué?

—¿Mm? Yo qué sé, supongo que le interesaba contar ratones.

El tesorero se encogió de hombros.

—La vasija en sí —prosiguió, examinándola de cerca—, es en realidad un jarrón Ming bastante antiguo.

Aguardó, expectante.

—¿Por qué lo llaman Ming? —preguntó el archicanciller, obediente.

El tesorero dio un golpecito en el borde del jarrón. Se oyó un ming.

—Ah, así que estos trastos escupen balas de plomo a la gente, ¿eh? —asintió Ridcully.

—No, señor. Riktor sólo lo usó para poner dentro la… la maquinaria. Sea lo que sea. Sirva para lo que sirva…

Uuuhmmm…

—Un momento, ha vibrado… —señaló el decano…

Uuuhhmmm… uuuhmmm…

Los magos se miraron unos a otros, repentinamente aterrorizados.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —quiso saber Windle Poons—. ¿Por qué no me dice nadie qué está pasando?…

Uuuhhmmm… uuuhmmm…

—¡Huyamos! —sugirió el decano.

—¿Por dónde? —tartamudeó el tesorero…

UuuhhmmmuuuHMMM…

—Soy una persona de edad y exijo que alguien me informe inmediatamente de qué…

Silencio.

—¡Al suelo! —gritó el archicanciller.

Plib.

Una esquirla de piedra salió volando de la columna que había a su espalda.

Alzó la cabeza.

—Coño menuda suerte hemos…

Plib.

El segundo perdigón le voló la punta del sombrero.

Los magos se quedaron tendidos sobre las losas del suelo, temblorosos, durante largos minutos. Al final, se oyó la voz ahogada del decano.

—¿Creéis que ya habrá terminado?

El archicanciller alzó la cabeza. Su rostro, siempre enrojecido, parecía ahora incandescente.

—¡Tesorerooo!

—¿Señor?

—¡Eso sí que es disparar!

 

Víctor se dio la vuelta.

—Wzstf —dijo.

—Son las seis aeme, el señor Escurridizo dice que todo el mundo arriba —le informó Detritus, dando un tirón de la ropa de cama y lanzándola al suelo.

—¿Las seis? ¡Eso es noche cerrada! —gimió Víctor.

—El señor Escurridizo dice que va a ser un día muy largo —señaló el troll—. El señor Escurridizo dice que tienes que estar a punto para el rodaje a las seis y media. Y así va a ser.

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