Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Escurridizo eligió uno al azar, y lo sostuvo con gesto crítico.

Decía:

 

La semana que viene proyectaremos

Pellas y Melisande,

Una tragedia romántica en dos rollos.

Gracias.

 

—Oh —dijo con voz inexpresiva.

—¿No le parece bien? —preguntó Silverfish, ahora completamente derrotado—. O sea, sirve para informar de todo lo que la gente necesita saber, ¿no?

—¿Me permites?

Escurridizo cogió un trozo de tiza del escritorio de Silverfish. Se concentró y escribió algo en la parte de detrás del cartón. Luego, lo mostró a los demás.

Ahora decía:

 

Dioses y hombres les negaron su permiso,

¡y ellos desobedecieron!

 

Pelias y Melisande,

¡La historia de un amor prohibido!

¡Una arrolladora saga de pasión más allá

de los límites del espacio y el tiempo!

 

¡Nunca se ha visto nada igual!

 

¡Con más de 1.000 elefantes!

 

Víctor y Silverfish leyeron el texto con atención y cuidado, como si se tratara de la carta de un restaurante escrita en un idioma desconocido. En realidad, aquello era un idioma desconocido. Y, para terminar de empeorar las cosas, era su idioma.

—Bueno, bueno —dijo al final Silverfish—. Con sinceridad… no sé si había algo prohibido, lo que se dice prohibido. Eh… en realidad todo es muy histórico. Me pareció que sería útil, ya sabe, para los niños y todo eso. Así aprenderían algo. No sé si sabéis que no llegaron a conocerse, y ahí radica la tragedia. Es muy… muy triste. —Volvió a mirar el cartón—. Aunque he de reconocer que esto tiene garra. —Pese a todo, parecía incómodo por algo—. No recuerdo que hubiera ningún elefante —señaló al final, como si fuera culpa suya—. Tardamos toda una tarde en rodarla, y yo no falté ni un minuto. Desde donde estaba no vi en ningún momento a más de mil elefantes. Estoy seguro de que no me habrían pasado desapercibidos.

Escurridizo se lo quedó mirando. No sabía de dónde le llegaban aquellas ideas, pero las tenía completamente claras en su mente, y sabía muy bien lo que les faltaba a las imágenes en acción. Más de mil elefantes no serían un mal principio.

—¿No había elefantes?

—Creo que no.

—Bueno, ¿alguna bailarina?

—Mmm… no, tampoco.

—¿Tenemos al menos persecuciones emocionantes, o alguien colgando de un acantilado, sujeto sólo por las puntas de los dedos?

Silverfish se animó un poco.

—Creo que hay un balcón —señaló.

—¿Sí? ¿Y alguien se queda colgado de él por las puntas de los dedos?

—Me parece que no —respondió Silverfish—. En esa escena, Melisande se inclina sobre la barandilla.

—Sí, pero, ¿el público contendrá la respiración, tendrán miedo de que se caiga?

—Espero que estén más atentos al discurso de Pelias —se empecinó Silverfish—. Tuvimos que escribirlo en cinco cartulinas. Y con letra pequeña.

Escurridizo suspiró.

—Creo que sé lo que quiere la gente —dijo—. Y no es mucha letra pequeña. No quieren leer. ¡Quieren ver!

—Para ver la letra pequeña, tendrán que esforzarse —intervino Víctor, sarcástico.

—¡Quieren espectáculo! ¡Quieren ver chicas bailando! ¡Quieren emociones fuertes! ¡Quieren elefantes! ¡Quieren gente cayéndose de los tejados! ¡Quieren sueños! ¡El mundo está lleno de gente pequeña con sueños grandes!

—¿Te refieres a los enanos, a los duendes y a todos esos? —preguntó Víctor.

—¡No!

—Dígame, Escurridizo —intervino Silverfish—. ¿Cuál es su profesión, exactamente?

—Vendo productos.

—Sobre todo, salchichas —aportó Víctor.

—Y productos —insistió Escurridizo con brusquedad—. Sólo vendo salchichas cuando baja la demanda de productos.

—¿Y la venta de salchichas le hace pensar que puede ayudarnos a hacer mejores imágenes en acción? —siguió Silverfish—. ¡Para vender salchichas vale cualquiera! ¿No crees que tengo razón, Víctor?

—Bueno…

El joven se detuvo un momento, vacilante. En realidad, sólo Escurridizo era capaz de vender las salchichas de Escurridizo.

—Ahí lo tienes —insistió el alquimista.

—La cuestión es —intervino Víctor, pensando bien cada palabra—, que el señor Escurridizo puede vender sus salchichas incluso a la gente que ya las ha probado.

—¡Eso es verdad! —asintió el aludido, dedicando al joven una sonrisa triunfal.

—Y un hombre capaz de vender dos veces a la misma persona las salchichas del señor Escurridizo, es capaz de vender cualquier cosa —terminó Víctor.

 

El día siguiente amaneció claro y despejado, como sucedía con todos los días en Holy Wood, y comenzaron el rodaje de Las interesantes y curiosas aventuras de Cohen el Bárbaro. Escurridizo se había pasado toda la noche anterior trabajando en la película, según les dijo.

En cambio, el título era cosa de Silverfish. Aunque Escurridizo le había asegurado que Cohen el Bárbaro era prácticamente histórico y, desde luego, muy educativo, el alquimista se había negado en redondo a aceptar como título ¡Valle de Sangre!

Entregaron a Víctor algo que parecía un bolso de piel, pero que resultó ser su disfraz. Se cambió detrás de un par de rocas.

También le entregaron una gran espada de filo embotado.

—Ahora —indicó Escurridizo, que se había sentado en una silla de lona—, lo que tienes que hacer es luchar contra los trolls, echar a correr, desatar a la chica de la estaca, luchar contra los otros trolls y luego correr hacia aquella roca de allí arriba. Al menos así lo veo yo. ¿Qué te parece a ti, Tommy?

—Bueno, yo… —empezó Silverfish.

—Estupendo —asintió Escurridizo—. De acuerdo. ¿Sí, Víctor, qué quieres?

—Esos trolls que has mencionado, ¿dónde están? —preguntó el muchacho.

Dos rocas se desplegaron ante él.

—No te preocupes por nada, amigo —dijo la que tenía más cerca—. El bueno de Galena y yo nos sabemos todo esto de corrido.

—¡Trolls! —exclamó Víctor, dando un paso atrás.

—Exacto —asintió Galena.

Blandió un garrote con un clavo en la punta.

—Pero… pero… —tartamudeó el muchacho.

—¿Sí? —inquirió el otro troll.

Lo que Víctor quería decir era: ¡Pero si sois trolls, rocas vivientes de temperamento salvaje que viven en las montañas y atacan a los viajeros con enormes garrotes muy semejantes al que tienes en la mano! ¡Cuando se habló de trolls, pensé que quería decir tipos vulgares y corrientes disfrazados con… bueno, yo qué sé, con sacos pintados de gris, o algo así!

—Oh, bueno —dijo débilmente—. Eh…

—Mira, no hagas caso de lo que se va diciendo por ahí de nosotros, eso de que nos comemos a la gente —siguió Galena—. Es una difamación, una calumnia. Fíjate bien, estamos hechos de roca, ¿para qué íbamos a querer comer gente…?

—Tragar —intervino el otro troll—. La palabra correcta es tragar.

—Eso. ¿Para qué íbamos a querer tragar gente? Siempre escupimos los trozos. Además, ahora ya nos hemos quitado del vicio —añadió rápidamente—. Aunque nunca lo tuvimos, por supuesto. —Dio a Víctor un codazo amistoso que casi le rompió una costilla—. Aquí se está muy bien —siguió, como si le hiciera una confidencia—. Nos pagan tres dólares por jornada, más un dólar extra para crema con alto factor de protección solar cuando trabajamos a la luz del día.

—Es que, si no, nos transformaríamos en piedra hasta que llegara la noche, y eso sí que es una auténtica molestia —aportó su compañero.

—Sí, todo el mundo te usa para encender cerillas.

—Además, según el contrato, nos pagan otros cinco peniques más si aportamos garrote propio.

—¿Podemos empezar ya? —inquirió Silverfish con timidez.

—¿Por qué no hay más que dos trolls? —se quejó Escurridizo—. ¿Qué tiene de heroico luchar contra dos trolls? ¡Pedí que hubiera veinte!

—Por mí, con dos basta y sobra —intervino Víctor.

—Escuche, señor Escurridizo —intervino Silverfish—, ya sé que intenta ayudarnos, pero, por razones económicas, es completamente imposible…

Silverfish y Escurridizo se enzarzaron en una discusión. Gaffer, el operador, suspiró y levantó la tapa de la caja de imágenes en acción para alimentar a los demonios, que se estaban quejando.

Víctor se apoyó sobre su espada.

—¿Y hacéis estas cosas a menudo vosotros dos? —preguntó a los trolls.

—Sí —asintió Galena—. Desde el principio. Por ejemplo, en El rescate de un rey yo hacía de un troll que corría hacia el héroe y le atacaba. Y en El bosque oscuro, yo hacía de un troll que corría hacia el héroe y le atacaba. Y en La Montaña Misteriosa, yo hice de un troll que corría hacia el héroe y le saltaba encima. Es mejor no dejarse encasillar en un papel.

—Y tú ¿también haces lo mismo? —preguntó Víctor al otro troll.

—Oh, no, Morraine es un actor de carácter, ¿sabes? —replicó Galena—. El mejor.

—¿Qué personajes hace?

—Rocas.

Víctor se lo quedó mirando.

—Es por sus facciones pétreas —siguió el troll—. Sus rocas no son simples rocas. Tendrías que verlo representar el papel de monolito de la antigüedad. Te quedarías de piedra. Venga, Morry, enséñale tu inscripción.

—Naaa… —protestó débilmente Morraine, con una sonrisa bobalicona.

—Estoy pensando en cambiarme de nombre para las imágenes en acción —siguió Galena—. Algo que tenga un poco más de estilo. Se me había ocurrido «Guijarro». —Miró a Víctor con cierta preocupación, al menos por lo que el muchacho pudo deducir del escaso repertorio de expresiones posibles en un rostro que parecía tallado a patadas en granito—. ¿Qué te parece? —insistió.

—Eh… muy bonito.

—Al menos es más dinámico —insistió el futuro Guijarro.

—También puedes llamarte Rock —se oyó decir Víctor—. Rock es un buen nombre.

El troll lo miró fijamente, al tiempo que movía los labios sin emitir sonido alguno, como si estuviera probando su nombre artístico.

—Vaya —dijo al final—. Pues no se me había ocurrido. Rock. Me gusta, me gusta mucho. Creo que, con un nombre como Rock, me pagarán más de tres dólares al día.

—¿Podemos empezar ya? —los llamó Escurridizo—. Quizá obtengamos más trolls para la próxima vez si esta película tiene éxito, pero no lo obtendrá si empezamos por pasarnos del presupuesto, cosa que sucederá si no hemos acabado antes de la hora de comer. En fin, Morry, Galena…

—Rock —le corrigió Rock.

—¿De veras? Bueno, en cualquier caso, vosotros corréis hacia Víctor y le atacáis. ¿De acuerdo? Muy bien… acción

El operador empezó a dar vueltas a la manivela de la caja de imágenes. Se oyó el débil cliqueteo habitual, seguido por el coro de gemidos de los demonios. Víctor se irguió, obedientemente alerta.

—Eso quiere decir que tienes que empezar —le explicó Silverfish con paciencia—. Los trolls saldrán corriendo desde detrás de la roca, y tú te defenderás valientemente.

—¡Pero si no tengo ni idea de cómo luchar contra los trolls! —aulló Víctor.

—Te propongo una cosa —dijo el recién bautizado Rock—. Primero bloquea el golpe, luego ya nos las arreglaremos para no darte.

Se hizo la luz.

—¿Quieres decir que todo es fingido? —exclamó el muchacho.

Los trolls intercambiaron una breve mirada, que pese a esa brevedad consiguió decir: sí, es sorprendente, pero al parecer estos seres dominan el mundo.

—Sí —asintió Rock—. Exacto. Nada es real.

—No se nos permite matarte —lo tranquilizó Morraine.

—Claro que no. No iríamos por ahí matándote.

—Si nos dedicáramos a hacer esas cosas, nadie nos contrataría.

 

Al otro lado de la falla en la realidad, Ellos se agrupaban, escudriñando la luz y el calor con algo muy semejante a ojos. Ahora ya eran muchos.

En el pasado, había habido una vía de entrada. Decir que lo recordaban sería erróneo, porque no tenían nada tan sofisticado como una memoria. Ni siquiera tenían nada tan sofisticado como cabezas. Pero, en cambio, no carecían de instintos, ni de emociones.

Necesitaban un camino de entrada.

Y lo encontraron.

 

Salió bastante bien la sexta vez. El principal problema era el entusiasmo que demostraban los trolls a la hora de golpearse entre ellos, el suelo, el aire y, bastante a menudo, a sí mismos. Al final, Víctor acabó por concentrarse en tratar de golpear los garrotes cuando pasaban hendiendo el aire junto a él.

Escurridizo pareció bastante satisfecho con el resultado. No así Gaffer.

—Es que se han movido demasiado —se quejó—. Se han pasado la mitad del tiempo fuera de la imagen.

—Era una pelea —replicó Silverfish.

—Sí, pero yo no puedo ir moviendo la caja de imágenes —insistió el operador—. Los demonios perderían el equilibrio y se caerían.

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