—Oh, lo harás bien —dijo—. Es muy difícil actuar mal en las imágenes en acción.
Se rebuscó en los bolsillos y extrajo una moneda de un dólar.
—Toma —dijo—, ve a comer algo.
Miró a Víctor de arriba abajo.
—¿Esperas algo? —se impacientó.
—Bueno —asintió el joven—, la verdad, querría que me explicara un poco esto.
—¿A qué te refieres?
—Hace un par de noches, vi su… su peli. —Sintió cierto orgullo por haber sido capaz de recordar el término—. En la ciudad. Y, de repente, quise estar aquí más que ninguna otra cosa en mi vida. ¡La verdad es que en mi vida había querido nada!
En el rostro de Silverfish se dibujó una sonrisa de alivio.
—Ah, eso —asintió—. No es más que la magia de Holy Wood. No es una magia como la de los magos —se apresuró a añadir—, que no es más que un montón de supersticiones y abracadabras. No. Esta es la magia de la gente normal. Tu mente hierve con todas las posibilidades. Lo sé porque la mía también hirvió así —añadió.
—Sí —respondió Víctor, aunque no muy seguro—. Pero ¿cómo funciona?
El rostro de Silverfish se animó.
—¿Quieres saberlo? —preguntó—. ¿Quieres saber cómo funcionan las cosas?
—Sí, yo…
—Es que, ¿sabes?, la mayor parte de la gente es decepcionante —explicó el hombre—. Les muestras algo tan maravilloso como la caja de imágenes, y se limitan a decir «oh». Nunca te preguntan cómo funciona, no les interesa. ¡Señor Bird!
La última frase fue un grito. Tras unos instantes, se abrió una puerta al otro lado del cobertizo, y entró otro hombre.
Llevaba una caja de imágenes colgada de una correa que le rodeaba el cuello. De su cinturón pendía un amplio surtido de herramientas. Tenía las manos con zonas descoloridas por los productos químicos, y carecía de cejas… cosa que, como descubriría Víctor más adelante, era indicio seguro de que había estado trabajando con octoceluloide durante cierto tiempo. Además, el hombre lucía la visera del revés.
—Te presento a Gaffer Bird —sonrió Silverfish—. Es nuestro operador jefe. Gaffer, éste es Víctor. Va a actuar con nosotros.
—Oh —respondió Gaffer, observando a Víctor de la misma manera que un carnicero observaría un esqueleto de buey—. ¿De verdad?
—¡Y quiere saber cómo funcionan las cosas! —siguió Silverfish.
Gaffer dedicó al joven una mirada displicente.
—Con cordel —dijo de mal humor—. Aquí todo funciona con cordel. Te sorprendería saber cuántas cosas se desmoronarían por aquí si no fuera por mí y por mi ovillo de cordel.
De pronto, de la caja que colgaba de su cuello surgió un sonido caótico. El hombre le dio un golpe con el dorso de la mano.
—Eh, vosotros, callaos —dijo. Se dirigió a Víctor—. Se ponen un poco nerviosos si los sacamos de su rutina —le explicó.
—¿Qué hay en la caja? —preguntó el joven.
Gaffer guiñó un ojo a Silverfish.
—Te gustaría saberlo, ¿eh?
Víctor recordó a los seres enjaulados que había entrevisto en el cobertizo.
—Por el ruido, deben de ser demonios comunes —aventuró con cautela.
Gaffer le dedicó una mirada aprobadora, la misma que habría dedicado a un perro estúpido que acabara de hacer un truco ingenioso.
—Sí, es verdad —concedió.
—Pero ¿cómo impides que escapen? —se interesó Víctor.
Gaffer se echó a reír.
—Es increíble lo que se puede hacer con un ovillo de cordel —dijo.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo era una de esas poquísimas personas capaces de pensar en línea recta.
La mayoría de la gente piensa en curvas y en zigzags. Por ejemplo, comienzan con un pensamiento como: ¿Qué puedo hacer para llegar a ser muy rico?, y siguen por un rumbo incierto que incluye pensamientos como: ¿Qué habrá hoy para cenar?, e incluso, ¿A quién conozco que pueda prestarme cinco dólares?
Mientras que Ruina era una de esas personas capaces de identificar la idea que quedaba al final del proceso, en este caso Ya soy muy rico, trazar una línea entre las dos, y luego pensar cómo seguirla, despacio, con paciencia, hasta llegar al final.
El sistema no funcionaba, claro. Ruina había descubierto que siempre existía algún fallo pequeño pero vital en el proceso. Por lo general, ese fallo solía radicar en la extraña reluctancia de la gente a comprar lo que él tenía para vender.
Pero los ahorros de toda su vida se encontraban ahora en una bolsa de cuero, dentro de su chaquetón. Llevaba un día entero en Holy Wood. Había observado su destartalada organización de cobertizos con la mirada experta de quien ha sido vendedor toda su vida. Allí no parecía haber lugar para él, pero eso no era ningún problema: en la cima, siempre había sitio.
Todo un día de investigaciones y observaciones detalladas lo había llevado hasta Cinematografía Interesante e Instructiva. Ahora se encontraba al otro lado de la calle, mirando con atención.
Contempló la cola de gente. Contempló al hombre de la puerta. Tomó una decisión.
Caminó a lo largo de la hilera. Él tenía cerebro. Sabía que tenía cerebro. Ahora, lo que le hacía falta era músculo. Y seguro que allí habría…
—Buenas tardes, señor Escurridizo.
Esa cabeza plana, esos brazos como troncos, ese labio inferior colgante, esa voz chirriante que delataba un coeficiente intelectual del tamaño de una avellana… Todo sumado apuntaba a…
—Soy yo. Detritus —dijo Detritus—. Qué cosas, mira que encontrarnos aquí, ¿eh?
Dedicó a Escurridizo una sonrisa que era como una grieta en el soporte vital de un puente.
—Hola, Detritus. ¿Qué, estás trabajando en las películas? —se interesó el ex-vendedor de salchichas.
—Trabajando, lo que se dice trabajando, no… —replicó el troll, avergonzado.
Escurridizo observó con detenimiento al troll, cuyos puños como rocas solían decir la última palabra en cualquier pelea callejera.
—Es intolerable —dijo. Sacó su bolsa de dinero y contó cinco dólares—. ¿Qué te parecería trabajar directamente para mí, Detritus?
El troll se tocó la escasa frente con un gesto respetuoso.
—Dicho y hecho, señor Escurridizo.
—Pues ven por aquí.
Escurridizo caminó hasta el principio de la cola. El hombre de la puerta sacó un brazo para impedirle el paso.
—¿Adonde crees que vas, amigo?
—Tengo una cita con el señor Silverfish —replicó Escurridizo.
—Supongo que él lo sabrá, ¿no? —preguntó el guardia con un tono que sugería que, por lo que a él respectaba, no se lo habría creído ni aunque lo hubiera visto escrito en el cielo.
—Todavía no —dijo Escurridizo.
—Bueno, amigo mío, en ese caso te puedes ir directamente a…
—¿Detritus?
—¿Sí, señor Escurridizo?
—Golpea a este hombre.
—Dicho y hecho, señor Escurridizo.
El brazo de Detritus describió un arco de ciento ochenta grados, en uno de cuyos extremos viajaba la inconsciencia. El guardia se vio levantado por los aires y chocó contra la puerta de la valla, la atravesó y fue a caer a seis metros de distancia. La multitud que formaba la cola dedicó un aplauso fervoroso a Detritus.
Escurridizo miró a Detritus con gesto aprobador. Su reciente empleado no vestía nada más que un taparrabos andrajoso, que ocultaba lo que fuera que los trolls considerase necesario ocultar.
—Muy bien, Detritus.
—Dicho y hecho, señor Escurridizo.
Dos minutos más tarde, un pequeño perrito gris trotó entre las piernas cortas y torcidas del troll, y saltó sobre los restos de la valla. Pero Detritus no le prestó la menor atención, porque todo el mundo sabía que los perros no eran nadie.
—¿Señor Silverfish? —inquirió Escurridizo.
Silverfish, que estaba cruzando cautelosamente el estudio con una caja de película virgen, titubeó al ver la delgada figura que se lanzaba sobre él como una comadreja largo tiempo extraviada. La expresión de Escurridizo era la expresión de alguien flaco, larguirucho y pálido que acabara de llegar nadando de entre los arrecifes hasta el charco de aguas cálidas y bajas donde juegan los niños.
—¿Sí? —replicó el hombre—. ¿Quién es usted? ¿Cómo ha conseguido…?
—Me llamo Escurridizo —le interrumpió—. Pero mis amigos me llaman Ruina.
Aferró la mano inerte de Silverfish y luego colocó la otra mano sobre el hombro del ex-alquimista. Echó a andar al tiempo que sacudía vigorosamente la primera mano. El efecto general era de una intensa afabilidad, y además implicaba que, si Silverfish intentaba retroceder, se dislocaría su propio hombro.
—Quiero que sepa usted —siguió Escurridizo—, que todos estamos impresionadísimos con los logros que obtienen ustedes aquí, muchachos.
Silverfish observó el agotador tratamiento amistoso que el desconocido estaba dispensando a su mano, y sonrió con incertidumbre.
—¿De verdad? —aventuró.
—Todo esto… —Escurridizo soltó el hombro de Silverfish el tiempo justo para hacer un gesto amplio en dirección al caos de energía que los rodeaba—. ¡Fantástico! —prosiguió—. ¡Maravilloso! Y eso último que estrenó usted, vaya, cómo se titulaba…
—Juegos Bulliciosos en la Tienda —contestó Silverfish—. ¿Se refiere a esa en la que el ladrón se lleva las salchichas y el tendero lo persigue?
—Exacto —asintió Escurridizo, cuya sonrisa se congeló tan sólo un segundo antes de volver a su primitiva sinceridad—. Exacto, ésa era. ¡Increíble! ¡Sencillamente genial! ¡Una metáfora bellamente plasmada!
—Pues nos costó casi veinte dólares, ¿sabe? —explicó Silverfish con orgullo contenido—. Y otros cuarenta peniques por las salchichas, claro.
—¡Increíble! —repitió Escurridizo—. Y seguramente ya la han visto cientos de personas, ¿verdad?
—¡Miles! —le corrigió Silverfish.
Ahora no había ya analogía posible para la sonrisa de Escurridizo. Si fuera más amplia, la parte superior de su cabeza se desprendería.
—¿Miles? —dijo—. ¿De verdad? ¿Tanta gente? Y claro está, cada espectador pagó… vaya, cuánto era…
—Bueno, lo cierto es que sólo hacemos una pequeña colecta tras cada función —explicó Silverfish—. No es más que para cubrir los gastos, ahora que todavía estamos en plena etapa de experimentación, ¿comprende? —Bajó la vista—. Quisiera saber —añadió— si tendría usted la amabilidad de dejar de estrecharme la mano.
Escurridizo siguió la dirección de su mirada.
—¡No faltaría más! —accedió, al tiempo que soltaba su presa.
La mano de Silverfish siguió bajando y subiendo durante unos instantes por cuenta propia, debido a los espasmos musculares.
Escurridizo se quedó en silencio un momento. En su rostro brillaba la luz de quien está en intensa comunicación con un dios interior.
—Te diré una cosa, Thomas… ¿me permites que te llame Thomas? —dijo al final—. Cuando vi esa obra maestra, me dije para mis adentros, Escurridizo, detrás de todo esto hay un artista creativo…
—… ¿cómo sabe que me llamo…?
—…un artista creativo, me dije, que debería tener libertad para seguir los dictados de su musa en vez de soportar la carga de todos los detalles molestos que implica la administración de cualquier asunto de esta magnitud, ¿no estoy en lo cierto?
—Bueno… sí, la verdad es que a veces el papeleo es un poco…
—Justo lo que pensaba —siguió rápidamente Escurridizo—. Y me dije, Ruina, tienes que ir a ver a este hombre inmediatamente para ofrecerle tus servicios. Ya sabes, para las cuestiones esas. De administración. Quita de sus hombros tan pesada carga. Que pueda dedicarse plenamente a hacer lo que tan bien sabe hacer. ¿Qué te parece, Tom?
—Yo… esto… bueno, es cierto que mi especialidad se refiere más bien…
—¡De maravilla! ¡De maravilla! —exclamó Escurridizo—. Bien, Tom… ¡acepto!
Silverfish estaba boquiabierto.
—Eh… —consiguió decir.
Ruina le dio un puñetazo cariñoso en el hombro.
—Sólo tienes que decirme dónde están todos esos papeles tan molestos —dijo—. Después, podrás dedicarte a lo que te dé la gana.
—Eh… sí…
El ex-vendedor de salchichas le estrechó ambas manos y le transmitió mil voltios de integridad.
—Este momento es todo un honor para mí —dijo con voz ronca—.
No te puedes imaginar hasta qué punto. Te aseguro que no exagero al afirmar que es el día más feliz de mi vida. Sólo quería que lo supieras, Tommy. Te lo digo de corazón.
El silencio reverente sólo fue interrumpido por un ligero bufido.
Escurridizo miró muy despacio a su alrededor. Tras ellos no había nadie, sólo un perrito callejero de raza indefinida, sentado a la sombra que ofrecían un montón de maderos. El perro advirtió su expresión e inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Guau? —dijo.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dedicó unos segundos a buscar por los alrededores algo que tirarle al chucho, pero luego comprendió que aquello no encajaba con su personaje, y se volvió hacia el cautivo Silverfish.