Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—¿Qué empleo? ¿Qué tengo que recordar? —replicó Silverfish—. ¿Cómo demonios has entrado aquí?

—Bueno, he entrado en las imágenes en acción por una valla —titubeó Víctor—. Pero no es nada que no se pueda arreglar con un martillo y un par de clavos.

El rostro de Silverfish reflejó el horror que sentía. Víctor sacó la tarjeta y la mostró con lo que esperaba fuera un gesto tranquilizador.

—En Ankh-Morpork —dijo—. Hace un par de noches. A usted iban a robarle…

Silverfish recordó.

—Ah, sí —suspiró con cierto desmayo—. Y tú eres el chico que me echó una mano.

—Usted me dijo que viniera a verle si alguna vez me interesaba accionar imágenes —dijo Víctor—. Entonces no quería, pero ahora, sí.

Dedicó al hombre una brillante sonrisa.

Pero, para sus adentros, pensaba: Va a intentar darme esquinazo. Ya está lamentando haberme hecho aquella oferta. Me va a decir que me ponga en la cola y que espere mi turno.

—Bueno, sí, claro —dijo Silverfish—, hay mucha gente con talento que quiere estar en las imágenes en acción. Cualquier día de estos tendremos incluso sonido. A ver, ¿eres carpintero? ¿Tienes alguna experiencia como alquimista? ¿Has entrenado duendes alguna vez? ¿Sabes hacer algún tipo de trabajo manual?

—No —admitió Víctor.

—¿Sabes cantar?

—Un poco. En la ducha. Pero no muy bien —tuvo que conceder el muchacho.

—¿Sabes bailar?

—No.

—¿Y las espadas? ¿Qué tal manejas la espada?

—De aquella manera —respondió Víctor.

Era cierto que a veces practicaba en el gimnasio. Pero la verdad era que nunca se había enfrentado a un adversario, ya que por lo general los magos aborrecen cualquier tipo de ejercicio físico, y aparte de él sólo entraba allí el bibliotecario, que se limitaba a usar las cuerdas y las anillas. Pero Víctor había practicado una técnica muy personal y llena de energía ante el espejo, y hasta entonces el espejo nunca lo había derrotado.

—Ya veo —suspiró Silverfish—. No sabes cantar. No sabes bailar. Manejas la espada de aquella manera.

—Pero le he salvado la vida dos veces —señaló Víctor.

—¿Dos veces?

—Sí. —Tomó aliento. Aquello iba a ser todo un riesgo—. Aquella noche… —dijo—, y ahora.

Hubo una larga pausa.

Fue Silverfish quien la rompió.

—La verdad es que no creo que haya mucha demanda para eso.

—Lo siento mucho, señor Silverfish —suplicó Víctor—. De verdad que no soy de ese tipo de personas, pero usted me dijo que viniera, y he llegado hasta aquí, y no tengo dinero, y estoy hambriento, y haré lo que sea, cualquier cosa. Lo que sea. Por favor.

Silverfish lo miró, dubitativo.

—¿Incluso actuar? —preguntó.

—¿Cómo?

—Moverte y fingir que haces algo —le explicó el ex-alquimista.

—¡Sí!

—Es una pena que tenga que dedicarse a eso un muchacho inteligente y culto como tú —suspiró Silverfish—. ¿A qué te dedicas?

—Soy estudiante de ma… —empezó Víctor. Entonces, recordó la antipatía de Silverfish hacia los magos, y se corrigió a media palabra—. De mecánica.

—¿De mamecánica?

—Pero, la verdad, no sé si valdré para actor —confesó el muchacho.

Silverfish pareció sorprendido.

—Oh, lo harás bien —dijo—. Es muy difícil actuar mal en las imágenes en acción.

Se rebuscó en los bolsillos y extrajo una moneda de un dólar.

—Toma —dijo—, ve a comer algo.

Miró a Víctor de arriba abajo.

—¿Esperas algo? —se impacientó.

—Bueno —asintió el joven—, la verdad, querría que me explicara un poco esto.

—¿A qué te refieres?

—Hace un par de noches, vi su… su peli. —Sintió cierto orgullo por haber sido capaz de recordar el término—. En la ciudad. Y, de repente, quise estar aquí más que ninguna otra cosa en mi vida. ¡La verdad es que en mi vida había querido nada!

En el rostro de Silverfish se dibujó una sonrisa de alivio.

—Ah, eso —asintió—. No es más que la magia de Holy Wood. No es una magia como la de los magos —se apresuró a añadir—, que no es más que un montón de supersticiones y abracadabras. No. Esta es la magia de la gente normal. Tu mente hierve con todas las posibilidades. Lo sé porque la mía también hirvió así —añadió.

—Sí —respondió Víctor, aunque no muy seguro—. Pero ¿cómo funciona?

El rostro de Silverfish se animó.

—¿Quieres saberlo? —preguntó—. ¿Quieres saber cómo funcionan las cosas?

—Sí, yo…

—Es que, ¿sabes?, la mayor parte de la gente es decepcionante —explicó el hombre—. Les muestras algo tan maravilloso como la caja de imágenes, y se limitan a decir «oh». Nunca te preguntan cómo funciona, no les interesa. ¡Señor Bird!

La última frase fue un grito. Tras unos instantes, se abrió una puerta al otro lado del cobertizo, y entró otro hombre.

Llevaba una caja de imágenes colgada de una correa que le rodeaba el cuello. De su cinturón pendía un amplio surtido de herramientas. Tenía las manos con zonas descoloridas por los productos químicos, y carecía de cejas… cosa que, como descubriría Víctor más adelante, era indicio seguro de que había estado trabajando con octoceluloide durante cierto tiempo. Además, el hombre lucía la visera del revés.

—Te presento a Gaffer Bird —sonrió Silverfish—. Es nuestro operador jefe. Gaffer, éste es Víctor. Va a actuar con nosotros.

—Oh —respondió Gaffer, observando a Víctor de la misma manera que un carnicero observaría un esqueleto de buey—. ¿De verdad?

—¡Y quiere saber cómo funcionan las cosas! —siguió Silverfish.

Gaffer dedicó al joven una mirada displicente.

—Con cordel —dijo de mal humor—. Aquí todo funciona con cordel. Te sorprendería saber cuántas cosas se desmoronarían por aquí si no fuera por mí y por mi ovillo de cordel.

De pronto, de la caja que colgaba de su cuello surgió un sonido caótico. El hombre le dio un golpe con el dorso de la mano.

—Eh, vosotros, callaos —dijo. Se dirigió a Víctor—. Se ponen un poco nerviosos si los sacamos de su rutina —le explicó.

—¿Qué hay en la caja? —preguntó el joven.

Gaffer guiñó un ojo a Silverfish.

—Te gustaría saberlo, ¿eh?

Víctor recordó a los seres enjaulados que había entrevisto en el cobertizo.

—Por el ruido, deben de ser demonios comunes —aventuró con cautela.

Gaffer le dedicó una mirada aprobadora, la misma que habría dedicado a un perro estúpido que acabara de hacer un truco ingenioso.

—Sí, es verdad —concedió.

—Pero ¿cómo impides que escapen? —se interesó Víctor.

Gaffer se echó a reír.

—Es increíble lo que se puede hacer con un ovillo de cordel —dijo.

 

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo era una de esas poquísimas personas capaces de pensar en línea recta.

La mayoría de la gente piensa en curvas y en zigzags. Por ejemplo, comienzan con un pensamiento como: ¿Qué puedo hacer para llegar a ser muy rico?, y siguen por un rumbo incierto que incluye pensamientos como: ¿Qué habrá hoy para cenar?, e incluso, ¿A quién conozco que pueda prestarme cinco dólares?

Mientras que Ruina era una de esas personas capaces de identificar la idea que quedaba al final del proceso, en este caso Ya soy muy rico, trazar una línea entre las dos, y luego pensar cómo seguirla, despacio, con paciencia, hasta llegar al final.

El sistema no funcionaba, claro. Ruina había descubierto que siempre existía algún fallo pequeño pero vital en el proceso. Por lo general, ese fallo solía radicar en la extraña reluctancia de la gente a comprar lo que él tenía para vender.

Pero los ahorros de toda su vida se encontraban ahora en una bolsa de cuero, dentro de su chaquetón. Llevaba un día entero en Holy Wood. Había observado su destartalada organización de cobertizos con la mirada experta de quien ha sido vendedor toda su vida. Allí no parecía haber lugar para él, pero eso no era ningún problema: en la cima, siempre había sitio.

Todo un día de investigaciones y observaciones detalladas lo había llevado hasta Cinematografía Interesante e Instructiva. Ahora se encontraba al otro lado de la calle, mirando con atención.

Contempló la cola de gente. Contempló al hombre de la puerta. Tomó una decisión.

Caminó a lo largo de la hilera. Él tenía cerebro. Sabía que tenía cerebro. Ahora, lo que le hacía falta era músculo. Y seguro que allí habría…

—Buenas tardes, señor Escurridizo.

Esa cabeza plana, esos brazos como troncos, ese labio inferior colgante, esa voz chirriante que delataba un coeficiente intelectual del tamaño de una avellana… Todo sumado apuntaba a…

—Soy yo. Detritus —dijo Detritus—. Qué cosas, mira que encontrarnos aquí, ¿eh?

Dedicó a Escurridizo una sonrisa que era como una grieta en el soporte vital de un puente.

—Hola, Detritus. ¿Qué, estás trabajando en las películas? —se interesó el ex-vendedor de salchichas.

—Trabajando, lo que se dice trabajando, no… —replicó el troll, avergonzado.

Escurridizo observó con detenimiento al troll, cuyos puños como rocas solían decir la última palabra en cualquier pelea callejera.

—Es intolerable —dijo. Sacó su bolsa de dinero y contó cinco dólares—. ¿Qué te parecería trabajar directamente para mí, Detritus?

El troll se tocó la escasa frente con un gesto respetuoso.

—Dicho y hecho, señor Escurridizo.

—Pues ven por aquí.

Escurridizo caminó hasta el principio de la cola. El hombre de la puerta sacó un brazo para impedirle el paso.

—¿Adonde crees que vas, amigo?

—Tengo una cita con el señor Silverfish —replicó Escurridizo.

—Supongo que él lo sabrá, ¿no? —preguntó el guardia con un tono que sugería que, por lo que a él respectaba, no se lo habría creído ni aunque lo hubiera visto escrito en el cielo.

—Todavía no —dijo Escurridizo.

—Bueno, amigo mío, en ese caso te puedes ir directamente a…

—¿Detritus?

—¿Sí, señor Escurridizo?

—Golpea a este hombre.

—Dicho y hecho, señor Escurridizo.

El brazo de Detritus describió un arco de ciento ochenta grados, en uno de cuyos extremos viajaba la inconsciencia. El guardia se vio levantado por los aires y chocó contra la puerta de la valla, la atravesó y fue a caer a seis metros de distancia. La multitud que formaba la cola dedicó un aplauso fervoroso a Detritus.

Escurridizo miró a Detritus con gesto aprobador. Su reciente empleado no vestía nada más que un taparrabos andrajoso, que ocultaba lo que fuera que los trolls considerase necesario ocultar.

—Muy bien, Detritus.

—Dicho y hecho, señor Escurridizo.

Dos minutos más tarde, un pequeño perrito gris trotó entre las piernas cortas y torcidas del troll, y saltó sobre los restos de la valla. Pero Detritus no le prestó la menor atención, porque todo el mundo sabía que los perros no eran nadie.

 

—¿Señor Silverfish? —inquirió Escurridizo.

Silverfish, que estaba cruzando cautelosamente el estudio con una caja de película virgen, titubeó al ver la delgada figura que se lanzaba sobre él como una comadreja largo tiempo extraviada. La expresión de Escurridizo era la expresión de alguien flaco, larguirucho y pálido que acabara de llegar nadando de entre los arrecifes hasta el charco de aguas cálidas y bajas donde juegan los niños.

—¿Sí? —replicó el hombre—. ¿Quién es usted? ¿Cómo ha conseguido…?

—Me llamo Escurridizo —le interrumpió—. Pero mis amigos me llaman Ruina.

Aferró la mano inerte de Silverfish y luego colocó la otra mano sobre el hombro del ex-alquimista. Echó a andar al tiempo que sacudía vigorosamente la primera mano. El efecto general era de una intensa afabilidad, y además implicaba que, si Silverfish intentaba retroceder, se dislocaría su propio hombro.

—Quiero que sepa usted —siguió Escurridizo—, que todos estamos impresionadísimos con los logros que obtienen ustedes aquí, muchachos.

Silverfish observó el agotador tratamiento amistoso que el desconocido estaba dispensando a su mano, y sonrió con incertidumbre.

—¿De verdad? —aventuró.

—Todo esto… —Escurridizo soltó el hombro de Silverfish el tiempo justo para hacer un gesto amplio en dirección al caos de energía que los rodeaba—. ¡Fantástico! —prosiguió—. ¡Maravilloso! Y eso último que estrenó usted, vaya, cómo se titulaba…

—Juegos Bulliciosos en la Tienda —contestó Silverfish—. ¿Se refiere a esa en la que el ladrón se lleva las salchichas y el tendero lo persigue?

—Exacto —asintió Escurridizo, cuya sonrisa se congeló tan sólo un segundo antes de volver a su primitiva sinceridad—. Exacto, ésa era. ¡Increíble! ¡Sencillamente genial! ¡Una metáfora bellamente plasmada!

Autore(a)s: