Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Estaba llegando más gente a la plaza. Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo se había alejado y estaba haciendo un buen negocio con los noctámbulos que se encontraban lo suficientemente borrachos como para que el optimismo triunfara sobre la experiencia. Todo aquel que compra cualquier tipo de comida callejera a la una de la madrugada tras una noche de juerga se encontrará asquerosamente mal al día siguiente coma lo que coma, así que tanto le da tener algo a lo que echarle la culpa.

Poco a poco, Víctor se vio envuelto en una gran multitud. No había tan sólo seres humanos. A pocos metros de distancia, reconoció la figura de Detritus, un viejo troll al que conocían todos los estudiantes, porque solían contratarlo en los locales donde hubiera que expulsar a la gente de malos modos. El troll advirtió su presencia y trató de guiñarle un ojo. Eso hizo que cerrara ambos, porque a Detritus no se le daban bien las cosas complicadas. La creencia general era que, si se pudiera enseñar a Detritus a leer y escribir lo suficiente como para que se sentara en una silla a hacer un test de inteligencia, los resultados demostrarían que era poco menos inteligente que la silla.

Silverfish se puso un megáfono ante la boca.

—Damas y caballeros —dijo—. Esta noche, vais a tener el privilegio de presenciar un punto culminante en la historia del Siglo de… —Bajó el megáfono y Víctor oyó su susurro apremiante mientras preguntaba a uno de sus ayudantes en qué siglo estaban. Luego siguió dirigiéndose a la multitud en el mismo tono optimista—. ¡… en el Siglo del Murciélago Frugívoro! ¡Nada más y nada menos que el nacimiento de las Imágenes en Acción! ¡Las imágenes que se mueven sin necesidad de magia!

Se detuvo y aguardó el aplauso. El aplauso no llegó. La multitud no hacía más que mirarlo. Para conseguir que la gente aplauda en Ankh-Morpork, no basta con poner signos de exclamación a las frases.

Silverfish siguió hablando, algo desalentado.

—¡Dicen que ver es creer! ¡Pero, damas y caballeros, no vais a creer lo que veréis con vuestros propios ojos! ¡Lo que estáis a punto de presenciar es el triunfo de las ciencias naturales! ¡La maravilla culminante de una era! ¡Un descubrimiento cuya magnificencia hará temblar al mundo, qué digo, al universo!

—Seguro que será mejor que esa maldita salchicha —dijo una voz pausada junto a la rodilla de Víctor.

—¡El hombre domina los mecanismos naturales para crear ilusión! ¡Ilusión, damas y caballeros, sin recurrir en ningún momento a la magia!

Víctor bajó la vista muy despacio. A la altura de sus rodillas no estaba más que el perrito, muy ocupado en rascarse. El animal alzó la vista.

—¿Guau? —dijo.

—¡Un inmenso potencial para la enseñanza! ¡El arte! ¡La historia! ¡Gracias, damas y caballeros! ¡Aún no habéis visto nada! Hubo otra pausa esperanzada, en busca del aplauso.

—Eso es verdad, aún no hemos visto nada —dijo alguien desde la primera fila.

—Sí —corroboró la mujer sentada junto a él—. ¿Cuándo vas a dejar de charlar? Queremos que empiece ya el espectáculo de sombras.

—¡Exacto! —asintió una segunda mujer—. Haced el «Conejo deforme». A mis hijos les encanta.

Víctor apartó la vista unos momentos para disipar las sospechas del perro, y luego volvió a mirarlo fijamente.

El animal contemplaba amistosamente a la multitud y, al parecer, no le prestaba atención.

El joven se exploró con un dedo las profundidades de la oreja. Debía de haber sido un truco del eco, o algo por el estilo. No era porque el perro hubiera dicho «¡Guau!», aunque eso ya de por sí era más que extraño. La mayor parte de los perros del universo no dicen «¡guau!» en toda su vida. Tienen ladridos mucho más complicados, como «¡Grrroof!», «¡Ugggrr!» y esas cosas. No, el perro no había ladrado en absoluto. El perro había dicho «guau».

Víctor sacudió la cabeza y volvió a concentrarse en Silverfish, que en aquel momento se bajaba del estrado de la pantalla y hacía un gesto a uno de sus ayudantes para que empezara a dar vueltas a la manivela que había a un lado de la caja. Se oyó un chirrido que, poco a poco, se fue transformando en un cliqueteo regular. Unas vagas sombras recorrieron la pantalla, y entonces…

Una de las últimas cosas que Víctor recordó fue una voz junto a su rodilla que decía:

—Podría haber sido peor, amigo. Podría haber dicho «miau».

 

Holy Wood sueña…

 

Y ahora, habían pasado ocho horas desde el anterior ahora.

Un Ponder Stibbons con una resaca espantosa miraba con sentimiento de culpabilidad el pupitre vacío que tenía a su lado. No era propio de Víctor eso de no presentarse a un examen. Su compañero siempre decía que disfrutaba con el desafío.

—Preparaos para dar la vuelta a los papeles con las preguntas —anunció el vigilante desde el otro extremo de la sala.

Los sesenta pechos de los sesenta posibles futuros magos se tensaron con una angustia oscura, insoportable. Ponder, nervioso, daba vueltas entre los dedos a su pluma de la suerte.

El mago del estrado dio la vuelta al reloj de arena.

—Ya podéis comenzar —dijo.

Algunos de los estudiantes más presuntuosos dieron la vuelta a sus respectivos papeles con un chasquido de los dedos. Ponder los detestó al instante.

Tendió la mano hacia su tintero de la suerte, los nervios le hicieron fallar por completo, y lo volcó con la manga de la túnica. Una pequeña marea negra inundó el papel que contenía sus preguntas.

Le tocó a él el turno de verse inundado con la misma eficacia por el pánico y la vergüenza. Frotó la tinta como pudo con el borde de su túnica, con lo que consiguió esparcirla con más homogeneidad por toda la superficie del pupitre. La marea negra se había llevado a su rana disecada de la suerte.

Rojo de vergüenza, chorreando tinta negra, alzó la vista con gesto suplicante hacia el mago que presidía el examen, y luego clavó los ojos implorantes en el pupitre vacío que tenía al lado.

El mago asintió. Ponder, agradecido, cruzó el pasillo entre los escritorios, aguardó hasta que su corazón dejó de latir aceleradamente, y entonces, lenta, cautelosamente, volvió la hoja de papel.

Diez segundos más tarde, contra toda lógica, la volvió de nuevo, sólo por si se había cometido un error y las preguntas estaban escritas por el otro lado, aunque antes no las hubiera visto.

En torno a él reinaba el intenso silencio de cincuenta y nueve mentes cuyos engranajes chirriaban con el esfuerzo constante.

Ponder volvió de nuevo la hoja.

Quizá se tratara de una equivocación. No… no, allí estaba el sello de la Universidad, con la firma del archicanciller y el resto de los requisitos. Así que podía tratarse de alguna clase especial de examen. Quizá, en aquel mismo momento, los examinadores lo estaban observando para ver qué hacía…

Miró a su alrededor con toda la discreción de que fue capaz. El resto de los estudiantes parecían estar trabajando duro. Entonces, a lo mejor sí que se trataba de un error. Sí. Cuanto más lo pensaba, más lógico le parecía. Seguramente el archicanciller había firmado los papeles y luego, cuando los secretarios los fueron copiando, uno de ellos no tuvo tiempo más que de escribir la vital primera pregunta antes de que lo llamaran para algo, y nadie se dio cuenta, y pusieron esa hoja en el pupitre de Víctor. Pero ahora Víctor no estaba, y Ponder se había sentado ante aquella hoja de examen. En un repentino ataque de religiosidad, decidió que eso significaba que los dioses habían querido desde el principio que fuera para él. Al fin y al cabo, no era culpa suya si el resultado de una equivocación era que le plantearan un examen como aquél. Seguramente, dejar pasar aquella oportunidad sería un sacrilegio, o algo semejante.

Los magos tendrían que aceptar el resultado del examen. De eso, Ponder estaba seguro. No en vano había compartido la habitación con la mayor autoridad mundial en normativas sobre exámenes.

Volvió a leer la pregunta: «¿Cuál es tu nombre?».

La respondió.

Tras un rato, la subrayó, varias veces, con su rotulador fosforescente de la suerte.

Tras otro rato, para demostrar su buena voluntad y espíritu de cooperación, escribió encima: «La respuesta a la Pregunta Número Uno es:».

Diez minutos más tarde, se aventuró a añadir «Ése es mi nombre» en la línea inferior, y subrayó la frase con un trazo grueso.

Pensó que el pobre Víctor iba a lamentar amargamente haberse perdido aquella oportunidad.

¿Dónde estaría?

 

Aún no había ningún camino que llevara a Holy Wood. Si alguien quisiera llegar allí tendría que tomar la carretera principal que iba hacia Quirm y, en un punto sin señalizar del árido paisaje de arbustos, desviarse en dirección a las dunas de arena. Los matorrales de espliego y romero bordeaban el sendero. No se oía más sonido que el zumbar de las abejas y el canto lejano de las alondras, cosas que sólo hacían que el silencio fuera aún más evidente.

Víctor Tugelbend dejó la carretera principal en el punto por donde el borde de arbustos ya estaba roto y aplastado por el paso de muchos carros y, a la vista de las huellas, por un creciente número de pies.

Aún le quedaban muchos kilómetros por delante. Siguió caminando.

En lo más profundo de su mente, una vocecilla no paraba de decirle cosas como «¿Dónde estoy? ¿Por qué estoy haciendo esto?», mientras que otra parte de su ser sabía que nadie le estaba obligando a hacerlo. Al igual que las víctimas del hipnotizador saben que en realidad no están hipnotizadas y pueden dejar de hacer lo que hacen en cualquier momento, pero el caso es que no les apetece aún, Víctor permitía que otra voluntad le guiara los pies.

No sabía a ciencia cierta por qué. Sólo sabía que había algo de lo que tenía que formar parte. Algo que quizá no volvería a suceder.

A cierta distancia por detrás de él, pero ganando terreno bastante deprisa, estaba Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, tratando de cabalgar. No era jinete por naturaleza, y de cuando en cuando se caía. Ése era uno de los motivos por los que no había alcanzado todavía a Víctor. El otro era que, antes de marcharse de la ciudad, se había detenido para vender a precio de ganga su negocio de salchichas en panecillo a un enano que no daba crédito a su suerte (cuando el enano probó una de las salchichas que iba a vender, siguió sin dar crédito a su suerte).

Algo estaba llamando a Escurridizo, y ese algo tenía una voz dorada.

A bastante trecho por detrás de Ruina, arrastrando los nudillos por la arena, avanzaba Detritus el troll. Es difícil imaginar en qué iba pensando, de la misma manera que es difícil imaginar en qué piensa una paloma mensajera. Lo único que sabía el troll era que no estaba en el lugar donde tenía que estar.

Y por último, aún más atrás por el mismo camino, viajaba un carromato tirado por ocho caballos, con un cargamento de leña destinado a Holy Wood. Su conductor no pensaba en nada en concreto, aunque estaba algo sorprendido por el incidente que había tenido lugar justo cuando salía de Ankh-Morpork, en la oscuridad precedente al amanecer. Desde la penumbra, una voz junto al camino había gritado «¡Alto en nombre de la guardia de la ciudad!», y él se había detenido. Al ver que no sucedía nada, miró a su alrededor, y por mucho que escudriñó las tinieblas no vio a nadie.

El carromato pasó de largo, descubriendo a los ojos del espectador imaginativo la pequeña figura de Gaspode, el Perro Maravilla, que trataba de acomodarse entre los montones de leña. Él también iba a Holy Wood.

Y él tampoco sabía por qué.

Pero estaba decidido a averiguarlo.

 

En los últimos años del Siglo del Murciélago Frugívoro, nadie habría podido imaginar que los asuntos del Mundodisco eran vigilados con tenacidad e impaciencia por inteligencias más grandes que las de los hombres, o al menos mucho más antipáticas; que sus asuntos estaban sometidos a un escrutinio y estudio tan exhaustivos como el que dedicaría alguien con hambre de tres días al menú de Todo-Lo-Que-Puedas-Tragar-Por-Un-Dólar que aparecía en el exterior de Harga, La Casa de Costillas…

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