Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Mirad aquí, es un Víctor, sí, pero no nuestro Víctor —indicó el profesor—. Pone que se llama Víctor Maraschino.

—Oh, eso no tiene nada que ver, no es más que un nombre de película —explicó animadamente el conferenciante de Runas Modernas—. Todos tienen nombres raros de ese estilo. Delores De Syn, y Blanche Languish, y Rock Acantilad, cosas por el estilo… —Se dio cuenta de que todos lo miraban con gesto acusador—. Bueno, eso me han dicho —añadió rápidamente—. El portero, por ejemplo. Va a ver imágenes en acción casi todas las noches.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Poons, sacudiendo el bastón en el aire.

—El cocinero también va todas las noches —corroboró el profesor—. Igual que casi todo el personal de cocinas. Reto a quien sea a que consiga un bocadillo de jamón después de las nueve de la noche.

—Casi todo el mundo va a ver las imágenes en acción —asintió el conferenciante—. Menos nosotros.

Uno de los otros magos examinó atentamente la base del cartel.

—Aquí dice —empezó—, que se trata de «¡Una saga de pasiones desatadas y escaleras anchas en la turbulenta historia de Ankh-Morpork!».

—Ah. Entonces debe de ser algo histórico —dijo el conferenciante.

—Y luego pone, «¡¡Una épica historia de amor que conmocionó a hombres y a dioses!!».

—Ah. También hay religión.

—Y luego añade, «¡¡¡Con más de mil elefantes!!!».

—Muy bien, ciencias naturales. Las ciencias naturales siempre han sido muy educativas —asintió el profesor, mirando al decano con gesto especulativo.

Los demás magos estaban haciendo lo mismo.

—Según mi parecer —empezó el conferenciante con voz pausada—, nadie tendría nada que objetar contra el hecho de que unos magos de alto nivel fueran a ver un trabajo de interés histórico, religioso y… eh… ciencionaturalífico.

—Las reglas de la Universidad son muy estrictas en ese sentido —señaló el decano, aunque sin demasiado entusiasmo.

—Pero no cabe duda de que sólo se aplican a los estudiantes —terció el conferenciante—. Es perfectamente comprensible que no se permita a los estudiantes ver cosas como ésta. Lo más probable es que se dedicaran a silbar, y a lanzar cosas a la pantalla. En cambio, nadie puede pretender que se impida examinar este fenómeno popular a unos magos de alto nivel como nosotros.

El bastón que blandía Poons asestó un buen golpe en las corvas al decano.

—¡Exijo saber de qué habla todo el mundo! —aulló.

—¡No entendemos por qué no se permite a unos magos de alto nivel ver imágenes en acción! —chilló el profesor a pleno pulmón.

—¡Pues estaría muy bien! —gritó Poons—. ¡A todo el mundo le gusta ver a una mujer bonita!

—Nadie ha mencionado nada sobre mujeres bonitas. Lo que nos interesa es examinar este fenómeno popular —aclaró apresuradamente el profesor.

—Bueno, llámalo como quieras —rió Windle Poons.

—Si la gente ve que unos magos se meten a ver unas vulgares imágenes en acción, perderán todo el respeto debido a la profesión —bufó el decano—. No es magia auténtica. No son más que trucos.

—¿Sabéis una cosa? —dijo uno de los magos inferiores, en tono pensativo—. Siempre me he preguntado en qué consisten exactamente esas malditas películas. ¿Son una especie de espectáculo de marionetas? ¿O gente que actúa sobre un escenario? ¿O sombras sobre una pantalla?

—¿Lo veis? —corroboró el decano—. Se supone que somos sabios, y no lo sabemos.

Todos miraron al decano.

—Sí, pero… ¿quién quiere ver a un montón de jovencitas bailando con las piernas al aire? —preguntó por último a la desesperada.

 

Ponder Stibbons, el mago posgraduado más afortunado en la historia de la Universidad Invisible, se dirigió alegremente hacia la entrada secreta del muro. En su cabeza, por lo general bastante desierta, se aglomeraban las imágenes de jarras de cerveza, y quizá una película, y quizá un curry klatchiano extracaliente para redondear la noche, y luego a lo mejor…

Fue el segundo peor momento de su vida.

Allí estaban todos. Todo el personal docente superior. Hasta el decano. Hasta el viejo Poons, en su silla de ruedas. Todos allí de pie, entre las sombras, mirándolo con caras raras. La paranoia hizo explosión con sus oscuros fuegos artificiales en el basurero de su mente. Lo estaban esperando a él.

Se quedó paralizado.

El decano le habló.

—Oh. Oh. Oh. Eh. Ah. Mm. Mmm —empezó. Luego, pareció recuperar el control sobre su lengua—. Oh. ¿Qué tenemos aquí? ¿Qué tenemos aquí? ¡Ven ahora mismo, joven!

Ponder titubeó un instante. Luego, huyó como si le fuera en ello la vida.

Tras un rato, el conferenciante en Runas Modernas se atrevió a hablar.

—Era el joven Stibbons, ¿verdad? ¿Se ha marchado?

—Creo que sí.

—Seguro que dirá algo a alguien.

—Lo dudo —replicó el decano.

—¿Crees que llegó a ver que habíamos sacado los ladrillos?

—No, yo me había puesto delante de los agujeros —lo tranquilizó el profesor.

—Pues venga, vamos. ¿Por dónde estábamos?

—Escuchad, esto me parece un poco alocado —protestó el decano.

—Cállate, vejestorio, y coge este ladrillo.

—Vale, pero ahora, decidme… ¿cómo pensáis sacar la silla de ruedas?

Todos contemplaron la silla de Poons.

Existen sillas de ruedas que son esbeltas y ligeras, diseñadas para que sus propietarios se muevan con independencia y sin problemas en la sociedad moderna. Para la cosa en la que habitaba Poons, eran como gacelas comparadas con un hipopótamo. Poons era perfectamente consciente de su función en la sociedad moderna y, por lo que a él respectaba, consistía en que lo empujaran a todas partes y, en resumidas cuentas, en que lo llevaran en palmitas.

Era larga, muy ancha, y se controlaba gracias a unas ruedecillas en la parte de delante y un largo mango de hierro fundido. En realidad, el hierro fundido era buena parte de su estructura básica. La silla tenía barrocos adornos de hierro, que parecían hechos a partir de tuberías de hierro soldadas. Las ruedas de la parte trasera no llevaban cuchillas afiladas, pero daba la sensación de que eran un extra opcional. La silla tenía varias palancas de aspecto ominoso, cuyo objetivo sólo conocía el propio Poons. Había también una gran capucha de tela impermeable, que se podía levantar en tan sólo unas pocas horas y serviría para proteger a su ocupante de chaparrones, tormentas y, probablemente, de meteoritos y edificios que se derrumbaran. Quizá para hacerla un poco menos ominosa, la palanca delantera estaba adornada con un amplio surtido de trompetas, bocinas y silbatos, con los cuales Poons tenía costumbre de anunciar su paso por los pasillos y salones de la Universidad. Porque una de las características de aquella silla de ruedas era que hacía falta un hombre musculoso para ponerla en marcha, pero, una vez en movimiento, resultaba imparable; quizá tuviera frenos, pero Windle Poons nunca se había molestado en averiguarlo. Tanto el personal docente como los estudiantes sabían que, si oían un bocinazo o un silbido demasiado cerca, su única posibilidad de supervivencia estribaba en aplastarse al máximo contra la pared más cercana mientras pasaba el temible vehículo.

—No vamos a poder pasarla por encima del muro —dijo el decano con firmeza—. Debe de pesar como mínimo una tonelada. Además, de todos modos, sería mejor que se quedara. Es demasiado viejo para estas cosas.

—Cuando yo era joven, saltaba este muro, mmm, todas las noches —dijo Poons con resentimiento. Dejó escapar una risita—. Menudas juergas nos corríamos en aquellos tiempos. Os lo digo yo. Si me dieran un penique, mmm, por cada vez que la Guardia me persiguió hasta aquí… —Sus viejos labios se movieron en un repentino frenesí de cálculo—. Tendría cinco peniques y medio.

—A lo mejor, si… —empezó a decir el profesor. Se interrumpió a media frase y se quedó mirando al anciano—. ¿Cómo que cinco peniques y medio?

—Recuerdo que una vez se quedaron a medio camino —explicó Poons alegremente—. Oh, vaya si eran buenos tiempos, y tanto que sí. Recuerdo que una vez el viejo «Números» Riktor, y «Gordito» Spold y yo, nos metimos en el Templo de los Dioses Menores, ya sabéis, a mitad de un servicio, y Gordito llevaba un cochinillo en un saco, y entonces…

—¿Veis lo que habéis hecho? —se quejó el conferenciante de Runas Modernas—. Ahora no habrá manera de pararlo.

—Podríamos intentar elevarla con magia—. El Ascensor Sin Esfuerzo de Gindle bastará y sobrará.

—…y entonces el sumo sacerdote se dio la vuelta, je, je, ¡y qué cara puso! Luego el viejo Números dijo, ¿por qué no vamos a…?

—No es un uso muy digno de la magia —bufó el decano.

—Desde luego, es mucho más digno que levantar nosotros mismos a pulso ese jodido trasto por encima del muro, ¿no te parece? —insistió el conferenciante de Runas Modernas mientras se arremangaba—. Vamos, muchachos.

—…y luego vimos a Granos aporreando la puerta del Gremio de los Asesinos, y allí estaba el viejo Scummidge, que era el portero entonces, je, je, ni os lo imagináis, era un espanto, bueno, pues el caso es que salió, mmm, y en ese momento los guardias doblaron la esquina…

—¿Preparados? ¡Ya!

—… lo que me recuerda aquella vez en que «Pepinillo» Framer cogió un bote de pegamento y fue a…

—¡Por tu lado, decano!

Los magos gruñeron con el esfuerzo.

—… y, mmm, también recuerdo como si fuera ayer la cara que puso al…

—¡Ahora, bajadla por el otro lado!

Las ruedas de hierro tintinearon suavemente contra los guijarros del callejón.

Poons asintió, sonriente.

—Eran buenos tiempos, vaya si eran buenos tiempos —murmuró.

Y se quedó dormido.

Los magos salieron también, trepando muy despacio por el muro y saltando inseguros al otro lado, con los amplios traseros brillando a la luz de la luna. Llegaron al callejón, y se quedaron allí unos segundos, jadeantes.

—Dime, decano —resolló el conferenciante, apoyándose en la pared para evitar el temblor de las piernas—. ¿Hemos dado… órdenes… para que… hagan el muro… más alto… en los cincuenta… últimos años?

—Creo… que… no.

—Qué cosa más extraña. Antes yo lo saltaba como una gacela. Y no hace tanto tiempo. No hace tanto, desde luego.

Los magos se secaron las frentes y se miraron tímidamente unos a otros.

—Yo solía saltarlo casi todas las noches para tomarme una o… o varias jarras de cerveza —empezó el profesor.

—Yo, por las noches, estudiaba —señaló el decano escrupulosamente.

El profesor entrecerró los ojos.

—Sí, es verdad, siempre —dijo—. Lo recuerdo muy bien.

Los magos empezaban a aprehender la situación. Estaban fuera de la Universidad, de noche y sin permiso, por primera vez desde hacía décadas. Una cierta excitación contagiosa se transmitió de unos a otros. Cualquier observador atento al lenguaje corporal había estado dispuesto a apostar lo que fuera a que, después de la película, alguno sugeriría que, ya que estaban fuera, podían ir a cualquier sitio a beber algo, y luego otro sugeriría que ya que estaban en ello podían cenar, y siempre quedaría sitio para más bebidas, y al final darían las cinco de la madrugada y la Guardia de la ciudad llamaría respetuosamente a las puertas de la Universidad Invisible, para preguntar al archicanciller si podía ir a los calabozos a identificar a unos supuestos magos que estaban cantando canciones obscenas en un sexteto desacompasado, y que si de paso le importaría llevar algo de dinero para pagar los destrozos. Porque, en el interior de cada anciano, hay un joven preguntándose qué demonios ha pasado.

El profesor alzó la mano y se agarró el ala de su puntiagudo sombrero de mago.

—Bueno, muchachos —dijo—. Gorros fuera.

Todos se descubrieron, pero de mala gana. Los magos llegan a encariñarse mucho con sus sombreros puntiagudos. Les da cierta garantía de identidad. Pero, como había dicho al principio de la conversación el profesor, la gente sabía que eran magos gracias a los sombreros puntiagudos; por tanto, si se los quitaban, los confundirían con mercaderes adinerados o algo por el estilo.

El decano se estremeció.

—Me siento como si me hubiera quitado toda la ropa —tartamudeó.

—Los podemos meter debajo de la manta de Poons —señaló el profesor—. Nadie se dará cuenta de que somos nosotros.

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