Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Vamos —dijo Víctor, sombrío—. Aprovechando que está muy ocupado buscando algo con lo que golpear al camello.

Se sentaron a la sombra, detrás de la tienda.

—Sólo quiero que sepas —empezó Ginger con voz fría—, que en mi vida he intentado parecer lánguida.

—Valdría la pena intentarlo —dijo Víctor, ausente.

—¿Qué?

—Perdona. Mira, hay algo que nos hizo comportarnos de esa manera. No sé manejar una espada. Lo único que he hecho toda mi vida es moverla un poco. ¿Qué sentiste tú?

—¿No te ha pasado nunca que has oído a alguien decirte algo, y te das cuenta de que estabas soñando despierto?

—Fue como si la vida se te escapara, y algo ocupara el espacio que había quedado vacío.

Meditaron en silencio la posibilidad.

—¿Crees que puede tener algo que ver con Holy Wood? —preguntó al final la chica.

Víctor asintió. Luego, se echó hacia un lado, y aterrizó sobre Gaspode, que los había estado observando con interés.

—Aaay —dijo el perro.

—Haz el favor de escuchar bien —siseó Víctor junto a su oreja—. Basta ya de pistas y sugerencias. ¿Qué ves de raro en nosotros? Si no nos lo dices ahora mismo, te entregaré a Detritus. Junto con un frasco de mostaza.

El perro se retorció para escapar.

—O también podríamos obligarte a llevar bozal —colaboró Ginger.

—¡Pero si no soy peligroso! —gimoteó Gaspode, rascando la arena con las patas.

—A mí, un perro que habla me parece peligrosísimo —comentó Víctor.

—Temible —corroboró Ginger—. Nunca se sabe lo que podría decir.

—¿Lo veis? ¿Lo veis? —suspiró Gaspode, entristecido—. Sabía que, si alguien sabía que puedo hablar, no tendría más que problemas. Estas cosas no deberían pasarle a un perro.

—Pero te van a pasar —lo amenazó Víctor.

—Vale, de acuerdo, de acuerdo. Para lo que va a servir… —refunfuñó Gaspode.

Víctor se relajó. El perro se sentó y se sacudió la arena.

—Además, no lo entenderíais —gruñó—. Otro perro sí podría entenderlo, pero vosotros, no. Es cuestión de la experiencia de una especie, ¿sabéis? Como eso de besar. Vosotros sabéis cómo es, pero yo no. No es una experiencia canina. —Notó la mirada de advertencia en los ojos de Víctor, y siguió rápidamente—. Es porque tenéis ese aspecto… como si éste fuera vuestro lugar. —Los observó un instante—. ¿Lo veis? ¿Lo veis? —suspiró—. Ya os dije que no lo comprenderíais. Tenéis todos los síntomas de estar en el lugar en que os corresponde estar. Aquí casi todo el mundo es forastero, pero vosotros, no. Eh… por ejemplo, ¿no habéis notado cómo ladran algunos perros a las personas que acaban de llegar a un lugar por primera vez? No es sólo por su olor, es que tenemos un increíble sentido para captar lo que está fuera de lugar. También hay algunos humanos que se sienten incómodos cuando ven un cuadro torcido, ¿no? Es igual, sólo que mucho peor en nuestro caso. Pero, en vuestro caso, es obvio que estáis donde tenéis que estar: aquí.

Volvió a mirarlos, y luego se dedicó a rascarse la oreja con decisión.

—Demonios —suspiró—. Lo malo es que yo sólo puedo explicarlo en perro, y vosotros sólo podéis escuchar en humano.

—A mí todo eso me suena muy místico —replicó Ginger.

—Dijiste no sé qué sobre mis ojos… —señaló Víctor.

—Sí, bueno… ¿no te has mirado últimamente los ojos? —Gaspode hizo un gesto en dirección a Ginger—. Y tú también, guapa.

—No seas idiota —bufó el joven—. ¿Cómo vamos a mirarnos nuestros propios ojos?

El perro se encogió de hombros.

—Bueno, podríais mirároslos el uno al otro —sugirió con lógica aplastante.

Al momento, se volvieron para ponerse cara a cara.

Hubo un larguísimo momento de sorpresa. Gaspode lo utilizó para orinar sonoramente contra uno de los postes de la tienda.

—Uauh —dijo Víctor al final.

—¿También los míos? —se extrañó Ginger.

—Sí. ¿No te duele?

—Eso me lo tendrías que decir tú.

—Pues nada, ya lo sabéis —siguió Gaspode—. Y, la próxima vez que veáis a Escurridizo, fijaos bien. Pero fijaos de verdad, en serio. Víctor se restregó los ojos, que empezaban a llorarle.

—Es como si Holy Wood nos hubiera llamado, nos hubiera traído aquí. Está haciendo algo con nosotros, nos ha… nos ha…

—… marcado —zanjó Ginger con amargura—. Eso es lo que ha hecho.

—Eh… la verdad es que no queda nada mal, resulta muy atractivo —dijo Víctor con galantería—. Te da como una especie de chispa. Una sombra cayó sobre la arena.

—Ah, estáis aquí —dijo Escurridizo.

Les puso los brazos en los hombros y les dio una especie de achuchón.

—Hay que ver con esta juventud, siempre buscando rinconcitos solitarios para arrullarse —dijo con una sonrisa forzada—. Buen asunto. Un asunto genial. Muy romántico. Pero hay que hacer una película, y tengo a montones de personas cruzadas de brazos, esperándoos, así que vamos de una vez, ¿eh, tortolitos?

—¿Veis lo que quiero decir? —murmuró Gaspode en voz muy baja.

Cuando se sabía qué buscar, resultaba inconfundible. En el centro de cada uno de los ojos de Escurridizo, había una diminuta estrella de oro.

 

En el corazón del gran continente oscuro de Klatch, el aire era espeso, saturado con la promesa del monzón que sobre él se cernía.

Las ranas mugidoras croaban entre la vegetación[14] junto a las aguas lentas de un río amarronado. Los cocodrilos dormitaban en los lodazales.

La naturaleza estaba conteniendo el aliento.

En aquel momento, comenzó un estruendoso arrullo en el palomar de Azhural N’choate, tratante de ganado. El hombre dejó de sestear junto a la galería, y fue a ver qué había provocado el jaleo.

En los vastos cobertizos que había tras la cabaña, unas cuantas terneras, ya marcadas para venderlas sin que el cliente tuviera que esperar, bostezaban acurrucadas al calor, pero alzaron la vista en gesto de alarma cuando N’choate bajó los peldaños de la galería de un salto y echó a andar hacia ellas.

El hombre rodeó los cobertizos de las cebras y se dirigió sin titubear hacia su ayudante, M’Bu, que se dedicaba tranquilamente a limpiar el estiércol en el corral de los avestruces.

—¿Cuántos…? —empezó el hombre.

Se detuvo, sin resuello.

M’Bu, que tenía doce años, dejó caer la pala con la que trabajaba, y le dio unas fuertes palmadas en la espalda.

—¿Cuántos…? —intentó de nuevo.

—¿Ya ha vuelto a empinar el codo, jefe? —quiso saber M’Bu, con voz preocupada.

¿Cuántos elefantes tenemos?

—Acabo de terminar de limpiarlos —replicó M’Bu—. Tenemos tres.

—¿Estás seguro?

—Sí, jefe —asintió el muchacho, con voz razonable—. Es muy fácil estar seguro con los elefantes.

Azhural se acuclilló en el polvo rojizo, y empezó a garabatear números con un palito.

—Seguro que el viejo Muluccai tiene por lo menos media docena más —murmuró—. Y Tazikel nunca tiene menos de veinte. También está la gente del delta, que por lo general suelen tener…

—¿Alguien ha pedido elefantes, jefe?

—… y el otro día me comentó que tenía quince cabezas, y seguro que los del campamento maderero tienen unos cuantos y los venden baratos, pongamos dos docenas…

—¿Alguien ha pedido muchos elefantes, jefe?

—… comentaron que habían visto una manada que iba rumbo a T’etse, no nos darán ningún problema, y también están todos los valles que caen de camino a…

M’Bu se recostó contra la valla y esperó.

—Quizá unos doscientos, diez arriba o diez abajo —terminó Azhural, al tiempo que tiraba a un lado el palito—. Ni para empezar.

—No se pueden calcular diez elefantes arriba o abajo, jefe —dijo M’Bu con firmeza.

Sabía que contar elefantes era un trabajo de precisión. Un hombre podía mostrarse inseguro acerca del número de esposas que tenía, pero no le podía suceder lo mismo con los elefantes. O se tenían, o no se tenían.

—Nuestro agente en Klatch ha recibido un pedido de… –Azhural tragó saliva con dificultad—. ¡De un millar de elefantes! ¡Un millar! ¡Con suma urgencia! ¡Se pagarán contra entrega! El tratante de ganado dejó caer el papel al suelo.

—Había que llevarlos a un lugar llamado Ankh-Morpork —dijo con gesto de desaliento—. Habría sido bonito —suspiró con tristeza.

M’Bu se rascó la cabeza y observó las espesas nubes que se acumulaban sobre el Monte F’twangi. Pronto, los hierbajos secos se estremecerían bajo el retumbar estrepitoso de las lluvias.

Luego, se inclinó y recogió el palito.

—¿Qué haces? —quiso saber Azhural.

—Estoy dibujando un mapa, jefe —replicó el muchacho sin alzar la vista.

Azhural sacudió la cabeza.

—No vale la pena, chico. Creo que hay casi cinco mil kilómetros de aquí a Ankh-Morpork. Me había dejado llevar por el entusiasmo. Hay demasiados kilómetros, y demasiado pocos elefantes.

—También podríamos ir atravesando las llanuras, jefe —replicó M’Bu—. En las llanuras hay muchos elefantes. Podríamos enviar mensajeros como avanzadilla. Por el camino recogeríamos muchos animales, en eso no habría problema. Las llanuras enteras están cubiertas de elefantes.

—No, lo mejor sería que fuéramos bordeando la costa —replicó el tratante, al tiempo que dibujaba una línea curva sobre la arena—. ¿Y por qué, te preguntarás? Pues porque la selva está justo aquí. —Dio unos golpecitos sobre el arañado terreno—. Y aquí. —Dio otro golpecito, causando contusiones leves a una langosta optimista que había asomado la cabeza, confundiendo los primeros golpes con el inicio de las lluvias—. Por si lo has olvidado, te recuerdo que en la selva no hay caminos.

M’Bu le cogió el palito de la mano y dibujó una línea recta a través de la selva.

—Cuando un millar de elefantes quieren avanzar, jefe, no les hacen falta caminos.

Azhural meditó la idea unos momentos. Luego, le quitó el palito y dibujó una línea zigzagueante que atravesaba la selva.

—Pero el caso es que también tenemos aquí las Montañas del Sol —dijo—. Son muy altas. Hay muchos abismos profundos. Sin puentes. M’Bu cogió el palito, señaló la selva y sonrió.

—Sé dónde hay un lugar con muchos troncos recién cortados, jefe —dijo.

—Ah, ¿sí? Muy bien, chico, pero aun así habría que llevarlos hasta las montañas.

M’Bu sonrió de nuevo. Su tribu tenía la costumbre de afilarse los dientes hasta dejarlos puntiagudos[15]. Le devolvió el palito.

Azhural abrió la boca lentamente.

—Por las siete lunas de Nasreem —se atragantó—. Podríamos conseguirlo, es verdad, sería posible. De esa manera sólo serían mil novecientos o dos mil kilómetros. Quizá incluso menos. Sí, es verdad, podríamos conseguirlo.

—Sí, jefe.

—¿Sabes? Siempre he deseado hacer algo grande en mi vida. Algo increíble —siguió Azhural—. O sea, no sé si me entiendes… un avestruz aquí, una jirafa allá… a nadie se le recuerda por eso… —Se quedó mirando el horizonte, teñido ya de un gris purpúreo—. Podríamos conseguirlo, ¿verdad que sí? —insistió.

—Claro, jefe.

—¡Pasar por las montañas!

—Claro, jefe.

Si uno miraba con mucha atención, advertía que el gris purpúreo estaba coronado de blanco.

—Subir y bajar, subir y bajar —añadió M’Bu con una sonrisa traviesa.

—Cierto, cierto —asintió Azhural—. Así que, al hacer la media aritmética, ¡el camino sería llano!

Contempló de nuevo las montañas.

—Un millar de elefantes —murmuró—. ¿Sabes una cosa, muchacho? Cuando construyeron la Tumba del Rey Leonid de Efebo, se utilizaron cien elefantes para transportar las piedras. Y, según dice la historia, se usaron doscientos elefantes para la construcción del palacio del Rhoxie, en la ciudad de Klatch.

El trueno retumbó a lo lejos.

—Un millar de elefantes —repitió Azhural—. Un millar de elefantes. ¿Para qué los querrán?

 

Víctor se pasó el resto del día inmerso en una especie de trance. Hubo más galopes a lomos del camello, y más peleas a espada, y más reorganización aleatoria del tiempo. Al joven aún le costaba trabajo comprenderlo. Al parecer, luego cortarían la película y la volverían a pegar, de manera que las cosas sucederían en el orden lógico y adecuado. Y algunas de las cosas ni siquiera tenían que suceder. Vio al dibujante rotular un cartel en el que decía «En el palacio del rey, una hora después».

Había desaparecido una hora entera de Tiempo, así por las buenas. Por supuesto, Víctor tenía conciencia clara de que no se la habían amputado quirúrgicamente de la vida. Era algo que sucedía constantemente en los libros. Y también en los escenarios. Una vez había visto a un grupo de actores ambulantes, y en la representación se había saltado mágicamente de «Un campo de batalla en Camis-Et» a «La Fortaleza Efeba, esa misma noche», sin que hiciera falta más que el rápido descenso de un telón confeccionado con sacos y los sonidos amortiguados de muchos tropezones y maldiciones mientras cambiaban el decorado.

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