Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Había conseguido que Ginger le dedicara toda su atención individida.

—¿Sí? —lo alentó la chica—. Hasta ahí, no me parece que sea tan malo.

—Es que lo malo viene ahora.

—Oh.

Víctor tragó saliva. Su cerebro hervía como un caldero. Hechos apenas recordados afloraban, tentadores, y volvían a hundirse. Unos profesores secos y viejos, en habitaciones viejas de techos altos, le habían estado contando cosas aburridas y viejas, que de pronto eran tan apremiantes como cuchillos. El joven trataba desesperadamente de hacerse con ellas.

—No estoy… —empezó con voz chillona. Carraspeó para aclararse la garganta—. No estoy tan seguro de que esté bien —consiguió decir—. Puede que venga de otra parte. Es posible. ¿Has oído alguna vez hablar de ideas cuyo momento ha llegado?

—Sí.

—Bueno, pues ésas son las ideas domesticadas. Luego están las otras. Son ideas tan llenas de energía, que no pueden esperar a que llegue su momento. Ideas salvajes. Ideas evadidas. Y lo malo es que, cuando tienes una de esas ideas, se crea un agujero…

Observó la expresión de educado desconcierto en el rostro de la chica. Las analogías burbujeaban hacia la superficie como costrones soggy en el caldo. Imagina todos los mundos que alguna vez han existido, y en cierto modo aún existen, apretados como un bocadillo… como un mazo de cartas… como una hoja doblada… si se dan las condiciones adecuadas, las cosas pueden atravesarlas, en vez de sortear los pliegues… pero si abres una puerta entre los mundos, existen peligros espantosos, por ejemplo…

Por ejemplo…

Por ejemplo…

Por ejemplo, ¿cuáles?

De pronto, algo se alzó en su recuerdo, como el fragmento de un sospechoso tentáculo recién descubierto, justo cuando te parecía que podías comer la paella con tranquilidad.

—Es posible que algo esté intentando entrar por el mismo camino —aventuró—. En la… en… en la nada que hay entre los algos, habitan criaturas que, sinceramente, no quisiera tener que describirte.

—Ya me las has descrito —replicó Ginger con voz tensa.

—Y… eh… por lo general, tienen unas ganas locas de entrar en los mundos reales. Puede que establezcan contacto contigo cuando estás dormida y…

Se rindió. No podía soportar ni un momento más la expresión en la cara de la chica.

—Aunque puede que me equivoque —añadió rápidamente.

—Tienes que impedirme que abra la puerta —susurró Ginger—. Yo podría ser uno de Ellos.

—Oh, no me parece probable —replicó Víctor—. Creo recordar que tienen muchos brazos.

—Probé a poner chinchetas en el suelo para despertarme —suspiró la chica.

—Qué daño. ¿Sirvió de algo?

—No. A la mañana siguiente, volvían a estar en la bolsa. Seguramente las recogí en sueños.

Víctor frunció los labios.

—Eso podría ser una buena señal —dijo.

—¿Por qué?

—Si estuvieras poseída por algo… eh… por algo desagradable, creo que no le importaría que te hicieras daño en los pies.

—Agh.

—No tienes ni idea de por qué está pasando todo esto, ¿verdad? —la interrogó Víctor.

—¡No! Pero siempre he tenido el mismo sueño. —Entrecerró los ojos—. Oye, ¿cómo es que sabes todas estas cosas?

—Soy… me lo contó un mago.

—No serás mago, ¿verdad?

—Por supuesto que no. En Holy Wood no hay magos. ¿Qué pasa con ese sueño?

—Oh, es demasiado extraño como para que signifique nada. Además, ya tenía ese sueño cuando era pequeña. Todo empieza con una montaña, pero no es una montaña normal, porque…

Detritus, el troll, apareció como una torre ante los dos jóvenes.

—El señorito Escurridizo dice que ya es hora de que vuelva a empezar el rodaje —rugió.

—¿Vendrás a mi habitación esta noche? —susurró Ginger—. ¡Por favor!

—Bueno… eh, sí, claro, pero puede que a tu casera no le guste… —empezó Víctor.

—Oh, no pasa nada, la señora Cosmopilita tiene miras muy amplias —lo tranquilizó Ginger.

—¿De verdad?

—Claro. Sólo pensará que tenemos relaciones sexuales.

—Ah —asintió Víctor con voz átona—. En ese caso, no pasa nada.

—Al señorito Escurridizo no le gusta que lo hagan esperar —señaló Detritus.

—Anda, cállate —bufó Ginger.

Se levantó y se sacudió la arena del vestido. Detritus parpadeó. Por lo general, nadie le decía que se callara. Unas cuantas arrugas de preocupación aparecieron en su entrecejo. Se volvió y ensayó otra mirada amenazadora, esta vez dirigida a Víctor.

—Al señorito Escurridizo no le gusta…

—Vete a hacer gárgaras —le espetó Víctor, echando a andar tras la chica.

Detritus se quedo solo. Trató de pensar, y el esfuerzo le hizo poner los ojos en blanco.

Por supuesto, la gente a veces le decía cosas como «Cállate», o «Vete a hacer gárgaras», pero siempre con la voz temblorosa de una bravata aterrorizada, así que él siempre respondía «Ja, ja», y los golpeaba. Pero nadie, en toda su vida, le había hablado como si su existencia fuera la última de las preocupaciones. Sus gigantescos hombros temblaban. Quizá tanto rondar a Rubí le estaba afectando.

Soll estaba de pie junto al dibujante que rotulaba los carteles. Alzó la vista cuando oyó acercarse a Víctor y a Ginger.

—Vaya, menos mal —dijo—. Todo el mundo a sus puestos. Pasaremos directamente a la escena de la sala de baile.

Parecía bastante satisfecho consigo mismo.

—¿Está ya arreglado lo de los diálogos? —quiso saber Víctor.

—No habrá problemas —replicó Soll con orgullo. Echó un vistazo hacia el sol—. Aún nos queda mucho tiempo —añadió—, así que será mejor que no sigamos perdiéndolo.

—Qué cosas, no creía que lograras convencer así a Y.V.A.L.R. —señaló Víctor.

—No tenía argumentos con qué defenderse. Supongo que ahora estará en el despacho, rumiando —dijo Soll con altivez—. De acuerdo, vamos a empezar…

El rotulista le tiró de la manga.

—Todavía falta una cosa, señor Soll, ¿qué pongo en esa escena tan importante, donde Víctor mencionaba las costillas de Harga…?

—¡No me molestes con eso, hombre!

—Pero, si me pudiera sugerir algo…

Soll se sacudió la mano del hombre de la manga.

—Francamente —dijo—, me importa un bledo.

Y echó a andar a zancadas hacia el plato.

El dibujante se quedó solo. Cogió su pincel. Sus labios se movían en silencio, vocalizando las palabras.

—Mmm —dijo al final—. No está nada mal.

 

Banana N’Vectif, el cazador más astuto de las grandes llanuras doradas de Klatch, contuvo el aliento mientras, ayudándose con los alicates, colocaba en su lugar la última pieza. La lluvia tamborileaba contra el techo de su choza.

Así. Ya estaba.

Nunca en su vida había hecho nada semejante, pero sabía que lo estaba haciendo bien.

Había cazado de todo, desde cebras a thargas, ¿y qué había obtenido a cambio? Pero, ayer, cuando llevó una carga de pieles a N’Kouf, había oído decir a un comerciante que si alguien pudiera construir una ratonera mejor que las que existían, tendría el mundo a sus pies.

Se había quedado despierto toda la noche, meditando al respecto.

Luego, con las primeras luces del amanecer, dibujó los primeros bocetos del esquema en la pared de la choza, con un palito, antes de salir a trabajar. Durante su estancia en la ciudad, había tenido ocasión de examinar algunas ratoneras, y desde luego le parecieron muy imperfectas. No las habían construido auténticos cazadores.

En aquel momento, cogió la ramita y la acercó muy despacio al mecanismo.

Snap.

Perfecto.

Ahora, todo lo que tenía que hacer era llevarlo a N’Kouf y ver si el comerciante…

La lluvia caía con estrépito, desde luego. En realidad, su sonido recordaba a…

Cuando Banana despertó, estaba tendido entre las ruinas de su choza, que a su vez se encontraban en una zona de un kilómetro de ancho de lodo pisoteado.

Contempló con tristeza lo que quedaba de su hogar. Contempló la cicatriz grisácea que se extendía a todo lo largo del horizonte. Contempló la nube oscura que se divisaba en uno de sus extremos.

Luego, bajó la vista. La mejor ratonera del mundo era ahora un bonito esquema bidimensional, aplastado en el centro de una huella gigantesca.

—Al fin y al cabo, no era tan buena —suspiró.

 

Según los libros de historia, la decisiva batalla con que concluyó la Guerra Civil de Ankh-Morpork, tuvo lugar entre dos puñados de hombres agotados, en un pantano, a primera hora de una nebulosa mañana. Y, aunque uno de los bandos contendientes dijo ser el vencedor, el resultado final fue de Humanos 0 – Buitres 1.000, como suele suceder en casi todos los combates de este estilo.

Una de las pocas cosas en las que estaban de acuerdo los dos Escurridizos era que, si ellos hubieran controlado la situación, no hubieran permitido bajo ningún concepto una guerra tan chapucera. Era un crimen que se hubiera consentido a la gente poner en escena un momento crucial de la historia de la ciudad sin que intervinieran miles de personas, camellos, zanjas, terraplenes, arietes, máquinas de guerra, caballos y banderas.

—Y encima, con una niebla de mil diablos —se quejó Gaffer—. Nadie tuvo en cuenta los niveles de luz.

Supervisó el futuro campo de batalla, protegiéndose los ojos del sol con una mano. En aquella escena iban a trabajar once operadores, para tomarla desde todos los ángulos imaginables. Uno por uno, todos fueron levantando los pulgares.

Gaffer dio unos golpecitos en la caja de imágenes que tenía delante.

—¿Preparados, muchachos? —preguntó.

Se oyó un coro de chillidos.

—Así me gusta —dijo—. Hacedlo bien esta vez y os daré un lagarto de propina a la hora del té.

Aferró la manivela de la caja con una mano, mientras con la otra alzaba un megáfono.

—¡Cuando quiera, señor Escurridizo! —gritó.

Y.V.A.L.R. asintió, y estaba a punto de levantar la mano cuando el brazo de Soll salió disparado y se lo sujetó. Su sobrino estaba mirando fijamente las marciales hileras de jinetes.

—Un momento, un momento —dijo con voz queda. Se llevó ambas manos a la boca y lanzó un grito—. ¡Eh, tú, el de allá! ¡El caballero que hace el número quince! ¡Sí, tú! ¿Te importa desplegar esa bandera, por favor? Gracias. Ten la amabilidad de ir a pedir una nueva a la señora Cosmopilita. Gracias.

Soll se volvió hacia su tío, con las cejas arqueadas.

—Es… es un símbolo heráldico —se apresuró a explicarle Escurridizo.

—¿Unas costillas gualda sobre un campo de lechuga? —preguntó Soll.

—Sí, hay que ver, estos caballeros de la antigüedad eran muy leales a su comida…

—También me ha gustado mucho su lema —asintió su sobrino—. «Reponte de la batalla en Harga, La Casa de las Costillas». Vaya, me pregunto cuál hubiera sido su grito de batalla si llegamos a tener sonido.

—Eres carne de mi carne y sangre de mi sangre —gimió Escurridizo, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo me puedes hacer esto?

—Porque soy carne de tu carne y sangre de tu carne —replicó Soll.

Escurridizo se animó. Por supuesto, visto de esa manera, la cosa no parecía tan grave.

 

Esto es Holy Wood. Para que el tiempo pase deprisa, sólo hay que filmar las manecillas del reloj girando a toda velocidad…

En la Universidad Invisible, el resógrafo marca ya siete plibs por minuto.

 

Y, más o menos hacia el final de la tarde, prendieron fuego a Ankh-Morpork.

La ciudad auténtica había ardido muchas veces a lo largo de su historia… por venganza, por descuido, por despecho, o a veces incluso para cobrar el seguro. La mayor parte de los edificios de piedra que convertían a Ankh-Morpork en una ciudad de verdad, en vez de en un simple montón de chozas reunidas, solían sobrevivir intactos, y mucha gente[21] consideraba que un buen incendio cada cien años o cosa así era esencial para la salud de la ciudad, ya que ayudaba a controlar el número de ratas, cucarachas, pulgas y, por supuesto, de gente que no era lo suficientemente rica como para vivir en casas de piedra.

El famosísimo Incendio que tuvo lugar durante la Guerra Civil era memorable sobre todo porque ambos bandos lo iniciaron al mismo tiempo, con el objetivo de impedir que la ciudad cayera en manos enemigas.

Por otra parte, según los libros de historia, tampoco había sido un incendio lo que se dice impresionante. El Ankh corría muy alto aquel verano, y la mayor parte de la ciudad había estado demasiado húmeda como para arder.

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