Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Por un breve instante, recordó la pantalla, desagradablemente viva, pero ahora ya no le parecía tan aterradora. La cueva había estado muy oscura, las sombras parecían moverse, y además él había estado más tenso que la cuerda de un reloj, no era de extrañar que los ojos le hubieran jugado una mala pasada. También había estado la cuestión de los esqueletos, pero ahora no le resultaban tan aterradores. Víctor conocía las leyendas sobre los jefes de tribus de las llanuras gélidas, que se hacían enterrar en compañía de ejércitos enteros de hombres a caballo, para que sus almas vivieran en el otro mundo. Quizá allí hubiera habido una civilización semejante en el pasado. Sí, a la fría luz del día todo resultaba mucho menos aterrador.

Porque en realidad era eso. Luz fría.

La habitación estaba llena de esa luz que hay cuando te despiertas una mañana de invierno y sabes, por la luz, que ha nevado. Era una luz sin sombras.

Salió a la ventana, y contempló el pálido brillo dorado.

Holy Wood había desaparecido.

Las visiones de lo acontecido durante la noche volvieron a poblar su mente, igual que vuelve la oscuridad cuando se va la luz.

Espera un momento, espera un momento, pensó, combatiendo el pánico. No es más que niebla. Estamos muy cerca del mar, alguna vez tenía que haber niebla. Y si brilla es porque ha salido el sol. La niebla no tiene nada de extraño. No son más que pequeñas gotas de agua suspendidas en el aire. Sólo eso, nada más.

Se puso la ropa a toda velocidad, abrió la puerta que daba al pasillo y estuvo a punto de tropezar con Gaspode, que estaba tendido cuan largo era ante la puerta, como el felpudo más apolillado del mundo.

El perrito se levantó inseguro, y clavó en Víctor la mirada de sus ojos amarillentos.

—Oye —dijo—, quiero que esto quede bien claro, no estoy tumbado delante de tu puerta porque sea un perro leal protegiendo el sueño de su amo, ni ninguna de esas tonterías. Lo que pasó fue que, cuando volví…

—Cállate, Gaspode.

Víctor abrió la puerta exterior. La niebla se coló en la casa. Parecía tener un talante explorador. Entraba como si hubiera estado aguardando aquella oportunidad.

—La niebla no es más que niebla —dijo en voz alta—. Vamos. Hoy es cuando viajamos a Ankh-Morpork, ¿o ya te habías olvidado?

—Tengo la cabeza como el fondo de una cesta para gatos —se quejó Gaspode.

—Ya dormirás un poco en el carro. Bien pensado, creo que yo haré lo mismo.

Dio unos pasos en el brillo argentino y, casi al momento, se perdió. Los edificios se cernían vagamente sobre él en el aire espeso, húmedo.

—¿Gaspode? —llamó, titubeante.

La niebla no es más que niebla, se repitió. Pero parece abarrotada. Da la sensación de que, si se despejara de repente, vería a mucha gente mirándome. Desde fuera. Y eso es ridículo, porque yo estoy fuera, y no hay nada fuera de fuera. Por lógica.

—Supongo que querrás que te guíe —dijo una voz presuntuosa junto a su rodilla.

—Hay mucho silencio, ¿no te parece? —replicó Víctor, tratando de hablar con tranquilidad—. Supongo que la niebla amortigua todos los ruidos.

—Claro, aunque también es posible que hayan surgido del mar unas criaturas fantasmales que hayan acabado con todo bicho viviente excepto con nosotros —replicó Gaspode con voz alegre.

—¡Cállate!

Una mole amenazadora se acercó a ellos entre el brillo. Al acercarse, pareció encoger, y los tentáculos y las antenas con que lo había dotado la imaginación de Víctor se convirtieron en las piernas más o menos vulgares de Soll Escurridizo.

—¿Víctor? —preguntó, inseguro.

—¿Soll?

El alivio del joven Escurridizo fue evidente.

—Con esta maldita cosa, no veo nada —dijo—. Pensamos que podrías perderte. Venga, es casi mediodía. Ya estamos preparados para marcharnos.

—Yo también.

—Perfecto.

Las gotas de niebla se habían condensado sobre el pelo y la ropa de Soll.

—Eh… —dijo—, ¿dónde estamos, concretamente?

Víctor se dio la vuelta. Sus habitaciones habían estado tras él.

—La niebla lo cambia todo, ¿verdad? —señaló Soll, nervioso—. Eh… oye, ¿crees que tu perrito será capaz de encontrar el camino hasta los estudios? Parece un bicho muy listo.

—Guau, guau —dijo Gaspode.

Se sentó y meneó la cola con un gesto que Víctor comprendió que era de sarcasmo puro.

—¡Caray! —exclamó Soll—. Casi parece que nos entienda, ¿verdad?

Gaspode lanzó un ladrido seco. Tras uno o dos segundos, se oyó una mezcolanza de ladridos emocionados, a modo de respuesta.

—Claro, ése es Laddie —se animó el joven Escurridizo—. ¡Qué perro tan inteligente!

Gaspode puso cara de asco.

—Sí, sí, Laddie es un fuera de serie —siguió Soll, mientras caminaban en dirección a los ladridos—. Podría enseñar unos cuantos trucos a tu perro, ¿eh?

Víctor no se atrevió a mirar hacia abajo.

Tras unos cuantos giros en falso, el arco del Siglo del Murciélago Frugívoro pasó sobre sus cabezas como un espectro. Allí había más gente: los terrenos del estudio parecían abarrotados de paseantes extraviados que no sabían a qué otro lugar dirigirse.

Un carro de caballos aguardaba a la puerta del despacho de Escurridizo. El propio Escurridizo estaba de pie junto a él, dando patadas al suelo para entrar en calor.

—Vamos, vamos —los apremió—. He enviado a Gaffer por delante con la película. Llegáis tarde, subid al carro los dos de una vez.

—¿Podemos viajar con este tiempo? —se sorprendió Víctor.

—¿Qué tiene de malo? —replicó Escurridizo, encogiéndose de hombros—. Hay un camino que lleva a Ankh-Morpork. Además, lo más probable es que esta cosa desaparezca en cuanto nos alejemos de la costa. No entiendo por qué está todo el mundo tan nervioso. La niebla no es más que niebla.

—Eso mismo digo yo —asintió Víctor al tiempo que subía al carruaje.

—Menos mal que acabamos ayer mismo el rodaje de Lo que la Tempestad se Llevó —suspiró Escurridizo—. Seguramente esto es cosa de la estación. Nada preocupante.

—Eso ya lo has dicho antes —le recriminó bruscamente su sobrino—. Lo has dicho por lo menos cinco veces en lo que va de mañana.

Ginger estaba ya sentada en uno de los asientos, con Laddie tendido a sus pies. Víctor se deslizó para colocarse junto a ella.

—¿Has conseguido dormir algo? —le preguntó.

—Sólo una hora o dos —suspiró la chica—. No ha pasado nada. No he tenido ningún sueño. Víctor se relajó un poco.

—Entonces es verdad, todo ha terminado —dijo—. No estaba seguro.

—¿Y la niebla? —quiso saber ella.

—¿Perdona? —se atragantó Víctor.

—¿De dónde sale esta niebla?

—Bueno —empezó el joven—, según tengo entendido, cuando una corriente de aire frío pasa sobre una zona cálida, el agua se precipita…

—¡Sabes de sobra lo que quiero decir! ¡No es una niebla normal y corriente! Tiene… tiene formas extrañas —terminó de mala gana—. Y casi se oyen voces dentro de ella —añadió.

—No se pueden oír voces «casi» —señaló Víctor, con la esperanza de que su propia mente racional le prestara atención—. O se oyen, o no se oyen. Escucha, los dos estamos muy cansados. No pasa nada más. Últimamente hemos trabajado muy duro, y, eh… no hemos dormido demasiado, así que es perfectamente comprensible que creamos que casi vemos y oímos cosas.

—Ah, así que tú también casi ves cosas, ¿eh? —señaló Ginger con voz triunfal—. Y a mí no me pongas esa voz tranquilita y sensata —añadió—. Detesto cuando la gente me pone voz tranquilita y sensata.

—Eh, tortolitos, espero que no os estéis peleando ahora, ¿eh?

Víctor y Ginger se pusieron rígidos. Escurridizo se sentó en el asiento frente a ellos, y se inclinó hacia delante con una sonrisa alentadora. Soll entró en el carro. Se oyó un fuerte golpe cuando el cochero cerró la puerta tras él.

—Pararemos a mitad de camino para comer algo —los informó Escurridizo cuando el carro empezó a moverse. Titubeó, y olfateó el aire con gesto de sospecha.

—¿A qué huele? —preguntó.

—Es mi perro, me temo que está bajo su asiento —respondió Víctor.

—¿Está enfermo? —quiso saber Escurridizo.

—No, siempre huele así.

—¿No sería mejor que le dieras un baño?

Una voz, justo por debajo del umbral de audición, dijo, malhumorada: «¿No sería mejor si te arrancara un pie de un mordisco?».

Mientras tanto, por encima de Holy Wood, la niebla se espesaba…

 

Los carteles de Lo que la Tempestad se Llevó llevaban ya varios días circulando por Ankh-Morpork, y el interés era fervoroso.

En esta ocasión, los carteles habían llegado incluso hasta la Universidad Invisible. El bibliotecario había colgado uno en el nido fétido, plagado de libros, que él llamaba «hogar»[23], y otros muchos circulaban a hurtadillas hasta entre los propios magos.

El dibujante había conseguido una auténtica obra maestra. En brazos de Víctor, contra un fondo en el que se divisaba una ciudad en llamas, Ginger aparecía, no sólo mostrando casi todo lo que tenía, sino también mucho de lo que, en un sentido estricto, no tenía.

El efecto que esto causaba sobre los magos era todo lo que Escurridizo podía esperar en sus mejores sueños. En la Sala No-Común, el cartel pasaba de mano temblorosa en mano temblorosa, como si todos tuvieran miedo de que pudiera explotar.

—Esta chica Lo tiene —dijo el profesor de Estudios Indefinidos.

Era uno de los magos más gordos de la Universidad, y tan engreído que parecía estar a la altura de su cargo.

—¿Qué tiene, profesor? —quiso saber otro mago.

—Bueno, ya sabes… eso, lo que tiene. Gancho. Garra. Sesapil.

Todos lo miraron con educado interés, como si esperasen una aclaración.

—Dioses, ¿es que os lo tengo que deletrear? —suspiró el mago.

—Quiere decir que tiene magnetismo sexual —intervino el conferenciante de Runas Modernas alegremente—. El atractivo de unos senos cálidos y blandos, y muslos tersos y duros, y las frutas prohibidas del deseo que…

Con cautela, uno o dos de los magos apartaron sus sillas de él.

—Ah, sexo —asintió el decano de Pentagramas, interrumpiendo al conferenciante de Runas Modernas a medio suspiro—. La verdad es que, en mi opinión, últimamente hay demasiado de eso.

—Oh, yo no sabría qué decir… —replicó el conferenciante de Runas Modernas.

Parecía pensativo.

El ruido despertó a Windle Poons, que había estado sesteando en su silla de ruedas junto a la chimenea. Ya fuera invierno o verano, en la Sala No-Común había siempre una chimenea encendida.

—¿Qué pasa? —dijo.

El decano se inclinó hacia su oreja.

—Estaba diciendo —exclamó, vocalizando— que, cuando éramos jóvenes, no conocíamos el significado de la palabra «sexo».

—Es cierto. Es muy cierto —asintió Poons. Contempló las llamas con gesto reflexivo—. ¿Recordáis si… mmm… si llegamos a averiguarlo?

Hubo un momento de silencio.

—Bueno, digáis lo que digáis, es una mujer bandera —insistió el conferenciante de Runas Modernas, en tono desafiante.

—Varias mujeres bandera —asintió el decano.

Windle Poons enfocó la mirada insegura en el llamativo cartel.

—¿Quién es el joven? —preguntó.

—¿Qué joven? —quisieron saber varios magos.

—El que está en el centro del dibujo —señaló Poons—. El que la tiene en brazos.

Todos miraron de nuevo el cartel.

—Ah, ése —asintió el profesor, distraído.

—No sé… tengo la sensación de que lo he visto antes… —meditó Poons.

—Mi querido Poons, espero que no te hayas estado escapando para ver las imágenes en acción —intervino el decano, sonriendo a los demás—. Ya sabes, es un descrédito que un mago asista a las diversiones del populacho. El archicanciller se enfadaría con nosotros.

—¿Qué? —quiso saber Poons, llevándose una mano a la oreja.

—Pues, ahora que lo dices, sí que me suena de algo su cara —añadió el decano al tiempo que examinaba de nuevo el cartel.

El conferenciante de Runas Modernas echó también un vistazo al dibujo.

—Oye, ¿no es el joven Víctor?

—¿Eh? —inquirió Poons.

—¿Sabéis? Puede que tenga razón —asintió el profesor de Estudios Indefinidos—. Por lo menos, tiene el mismo bigotito insignificante.

—¿Quién es? —insistió Poons.

—¡Pero si era un estudiante! ¡Podría haber llegado a mago! —exclamó el decano—. ¿Por qué iba a querer ir por ahí a coger mujeres en sus brazos?

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