Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Pero aquello era diferente. Diez minutos después de hacer una escena, te encontrabas rodando otra que tenía lugar el día anterior, en otro lugar, porque Escurridizo había alquilado las tiendas para las dos escenas y no quería verse obligado a pagar más de lo necesario. Tenías que intentar olvidarte de todo excepto del Ahora, y eso resultaba difícil, sobre todo cuando se vivía siempre esperando el momento de que volviera aquella sensación de inconsciencia, aquel perder de vista el mundo y la realidad…

Pero no volvió. Rodaron otra escena de lucha a espada de mala gana, y Escurridizo anunció que habían terminado.

—¿No vamos a rodar el final? —se sorprendió Ginger.

—Lo rodasteis esta mañana —señaló Soll.

—Ah.

Se oyó un sonido chirriante en el momento en que dejaron salir a los demonios de su caja. Los pequeños monstruos se sentaron meciendo las piernecitas en el borde de la tapa, pasándose un diminuto cigarrillo de mano en mano. Los extras hicieron cola para cobrar el salario del día. El camello asestó una soberana coz al vicepresidente al cargo de los camellos. Los operadores rebobinaron eficazmente los grandes rollos de película, los sacaron de las cajas y se alejaron para dedicarse a las misteriosas tareas de corte y pegado a que se dedicaban siempre los operadores durante las horas de oscuridad. La señora Cosmopilita, vicepresidenta al cargo de sastrería, recogió todas las ropas y se marchó, probablemente a devolverlas a sus respectivas camas.

Unos cuantos acres de tela de saco polvorienta dejaron de ser las ondulantes dunas del Gran Nef y volvieron a ser tela de saco polvorienta. Víctor tenía la sensación de que a él le estaba sucediendo algo muy semejante.

Solos o por parejas, los fabricantes de imágenes en acción se fueron alejando, riendo, bromeando y acordando citas en el local de Borgle para más tarde.

Ginger y Víctor se quedaron solos en un círculo de vacío cada vez más amplio.

—Así me sentí la primera vez que se fue el circo —dijo Ginger.

—El señor Escurridizo dice que mañana vamos a rodar otra peli —replicó Víctor—. Empiezo a estar convencido de que se las inventa sobre la marcha. Pero bueno, el caso es que nos paga diez dólares por cada una. Descontando lo que le debemos a Gaspode —añadió con honradez. Dirigió una sonrisa bobalicona a la joven—. ¡Anímate un poco! —exclamó—. Estás haciendo lo que siempre has deseado.

—No seas imbécil. Hasta hace un par de meses, no sabía nada de las imágenes en acción. Ni siquiera existían. Caminaron sin rumbo hacia la ciudad.

—¿Qué querías ser? —se atrevió a preguntar Víctor.

La joven se encogió de hombros.

—Ni idea. Sólo sabía que no quería trabajar en la lechería.

En su ciudad también había habido lecherías. Víctor intentó recordar algo sobre ellas.

—A mí siempre me ha parecido un trabajo muy interesante —dijo con vaguedad—. Con todo eso de la mantequilla… mucho aire libre…

—Hace un frío que te mueres, te pasas la vida empapada y, justo cuando acabas de terminar, la maldita vaca tira el cubo de una patada. No me lo recuerdes. No quiero acordarme de las lecheras. Ni de las pastoras. Ni tampoco de las cuidadoras de gansos. Por si te interesa, la verdad es que odiaba a muerte nuestra granja.

—Oh.

—Además, todo el mundo quería que me casara con mi primo a los quince años.

—¿Eso es legal?

—Y tanto que sí. En el lugar donde nací, todos los matrimonios son entre primos.

—¿Por qué? —quiso saber Víctor.

—Bueno, supongo que así ya no tienes que preocuparte por lo que harás las noches de los sábados.

—Oh.

—Y tú, ¿nunca quisiste ser nada concreto? —inquirió Ginger, poniendo toda una frase de desprecio en dos simples letras.

—La verdad es que no —suspiró Víctor—. Todo me parece muy interesante hasta que lo hago. Entonces, descubro que no es más que otro trabajo, como los demás. Me apuesto lo que sea que incluso la gente como Cohen el Bárbaro se levantan por las mañanas pensando, «Oh, no, otro día de pisotear con mis pies calzados con sandalias los enjoyados tronos de la Tierra».

—¿A eso se dedica? —preguntó Ginger, interesada muy a su pesar.

—Según las leyendas, sí.

—¿Por qué?

—Ni idea. Supongo que es su trabajo.

Ginger recogió un puñado de arena. Contenía diminutas conchitas blancas, que se le quedaron en la mano cuando dejó que la arena se deslizara entre sus dedos.

—Yo me acuerdo de cuando el circo se instaló en nuestro pueblo. Había una chica que llevaba leotardos con purpurina. Caminaba por la cuerda floja. Incluso daba unos saltitos sobre ella. Todo el mundo aplaudía a rabiar. A mí no me dejaban ni subirme a un árbol, pero a ella la aplaudían. Entonces fue cuando tomé la decisión.

—Ah —asintió Víctor, tratando de seguir el hilo de su psicología—. ¿Tomaste la decisión de ser alguien?

—No digas burradas. Entonces fue cuando tomé la decisión de que quería ser mucho más que alguien.

Lanzó las conchas hacia el sol poniente, y se echó a reír.

—Ahora voy a ser la persona más famosa del mundo, todos los hombres se enamorarán de mí, y viviré eternamente.

—Siempre es bueno saber lo que se quiere —contestó Víctor diplomáticamente.

—¿Sabes cuál es la mayor tragedia que hay en el mundo? —siguió Ginger, sin prestarle la menor atención—. Toda esa gente que nunca llega a saber lo que quiere hacer, aquello para lo que tienen auténtico talento. Todos esos hijos que se hacen herreros sólo porque sus padres eran herreros. Todas esas personas que podrían ser maravillosos flautistas, y crecen, se hacen viejos y mueren sin haber visto jamás un instrumento musical, así que en vez de eso trabajan como malos labradores. Toda esa gente que nunca llega a descubrir cuál es su talento. Quizá ni siquiera nacen en una época en que les sea posible averiguarlo.

Respiró profundamente.

—Todas esas personas que nunca llegan a saber lo que pueden ser en realidad. Todas las oportunidades desperdiciadas. Bueno, pues Holy Wood es mi oportunidad, ¿comprendes? ¡Y la he tenido en mi época!

Víctor no comprendía.

—Sí —dijo.

Magia para gente corriente, como la había llamado Silverfish. Un hombre daba vueltas a una manivela, y tu vida cambiaba.

—Y no sólo para mí —prosiguió Ginger—. Es una oportunidad para todos nosotros. Para todos los que no somos magos, ni reyes, ni héroes. Holy Wood es como un gran puchero de estofado hirviendo, pero esta vez lo que flota arriba son nuevos ingredientes. De pronto, la gente puede hacer muchas cosas nuevas. ¿Sabes que en los teatros no permiten actuar a las mujeres? Pero en Holy Wood, sí. Y en Holy Wood hay empleos para los trolls que no consisten en golpear a la gente. Otra cosa, ¿qué hacían los operadores antes de que existieran las manivelas?

Hizo un vago gesto en dirección al brillo lejano de Ankh-Morpork.

—Ahora están buscando alguna manera de añadir sonido a las imágenes en acción —siguió—. Seguro que en el mundo habrá gente con un talento increíble para… para… para hacer sonidos. ¡Y ni siquiera lo sabrán todavía! Pero están ahí. Lo presiento. Están ahí.

Los ojos le brillaban con una luz dorada. Víctor pensó que quizá fuera sólo el sol poniente, pero algo le decía que había más…

—Porque, en Holy Wood, cientos de personas están descubriendo qué es lo que siempre han querido ser —dijo Ginger—. Y otras miles y miles de personas tienen oportunidad de olvidarse de sus propias vidas durante un largo rato. ¡El mundo entero ha recibido una buena sacudida!

—Eso es —asintió Víctor—. Eso es precisamente lo que me preocupa. Tengo la sensación de que nos están haciendo encajar como piezas de un rompecabezas. Pensamos que utilizamos Holy Wood, pero en realidad es Holy Wood el que nos usa a nosotros. A todos nosotros.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—No lo sé, pero…

—Fíjate en los magos, por ejemplo —siguió Ginger, vibrando de indignación—. ¿Alguna vez han hecho algo bueno para todo el mundo con su magia? ¿Sirve para algo?

—Creo que es lo que mantiene la cohesión del mundo… —empezó Víctor.

—Vale, se les da muy bien hacer llamas mágicas y todo eso, pero, en cuanto a utilidad… ¿pueden crear siquiera una hogaza de pan?

Ginger no estaba de humor como para prestar atención a nadie.

—No por mucho tiempo —respondió Víctor, impotente.

—¿Qué quieres decir?

—Algo real, como una hogaza de pan, contiene una gran cantidad de… bueno… supongo que tú lo llamarías energía —explicó el joven—. Hace falta una enorme cantidad de poder para crear cualquier cantidad de energía, por pequeña que sea. Sólo un mago realmente bueno, un mago de primera, es capaz de crear una hogaza de pan que dure en este mundo algo más de una fracción de segundo. Pero es que ése no es el verdadero objetivo de la magia, ¿sabes? —añadió rápidamente—. Porque este mundo es…

—¿Qué más da eso? —lo interrumpió Ginger—. El caso es que Holy Wood hace cosas de verdad en beneficio de la gente normal. Magia de la gran pantalla.

—¿Qué mosca te ha picado? Anoche…

—Eso fue el pasado —replicó la joven con impaciencia—. ¿No lo entiendes? Podemos ir a cualquier lugar. Podemos convertirnos en cualquier persona. Todo gracias a Holy Wood. El mundo es…

—Una langosta —dijo Víctor.

La joven sacudió una mano, irritada.

—Cualquier crustáceo que se te ocurra —dijo—. La verdad es que yo pensaba en una ostra.

—¿De verdad? Yo estaba pensando en una langosta.

 

—¡Tesoreroooo!

No tendría que ir por ahí corriendo de esta manera a mi edad, ya estoy viejo para esto, pensó el tesorero al tiempo que caminaba apresuradamente por el pasillo, en respuesta al aullido apremiante del archicanciller. Además, ¿por qué demonios le interesaba tanto aquel condenado cacharro? ¡Maldita vasija…!

—Ya voy, señor —jadeó.

El escritorio del archicanciller estaba cubierto de documentos antiguos.

Cuando un mago pasaba a mejor vida, todos sus papeles quedaban almacenados en alguno de los estantes más recónditos de la biblioteca. A todo lo largo y ancho de una superficie incalculable se alineaban estanterías y más estanterías abarrotadas de documentos que se enmohecían lentamente, bajo las patas de misteriosos escarabajos y una creciente capa de podredumbre reseca. Todo el mundo decía que allí había material valiosísimo para cualquier investigador, sólo hacía falta que ese voluntarioso investigador sacara tiempo para repasarlo.

El tesorero estaba muy molesto. No encontraba al bibliotecario por ninguna parte. En los últimos días no había manera de dar con el simio. Había tenido que rebuscar aquellos papelajos en persona.

—Creo que éstos son los últimos, archicanciller —suspiró al tiempo que dejaba caer una avalancha de documentos manuscritos sobre el escritorio.

Ridcully espantó a manotazos una nube de polillas.

—Papeles, papeles, papeles… —murmuró—. ¿Cuántas malditas hojas de papel hay aquí, eh?

—Esto… veintitrés mil ochocientas trece, archicanciller —respondió el tesorero—. Él llevaba un registro muy exacto.

—Mira aquí—señaló su superior—. «Contabilizador de Estrellas»… «Numerador Preciso para Utilización en Zonas Eclesiásticas»… «Pantanómetro»… ¡Un pantanómetro! ¡Ese tipo estaba como una cabra!

—Tenía una mente muy ordenada —lo corrigió el tesorero.

—Tanto da.

—Eh… ¿es realmente importante esto, archicanciller? —se atrevió a preguntar el hombre.

—¡Ese condenado cacharro me ha disparado perdigones! —exclamó Ridcully—. ¡Dos veces!

—Estoy seguro de que no lo hizo… con mala idea, señor…

—¡Pero hombre, quiero saber cómo fue! ¡Imagina las posibilidades en el plano deportivo!

El tesorero intentó con todas sus fuerzas imaginar las posibilidades.

—Estoy seguro de que Riktor no pretendía que fuera un mecanismo ofensivo —aventuró a la desesperada.

—¿Y a quién le importa lo que pretendía? ¿Dónde está ese trasto ahora?

—Hice que dos de los criados lo rodearan de sacos de arena.

—Bien pensado. Es…

uuhhhmmm… uuhhhmmm…

En el pasillo, se escuchó un sonido amortiguado. Los dos magos intercambiaron una mirada cargada de sentido.

…uuhhhmmm… uuhhhmmmUUHHHMMM…

El tesorero contuvo el aliento.

Plib.

Plib.

Plib.

El archicanciller echó un vistazo al reloj de arena que reposaba sobre la repisa de la chimenea.

—Ahora lo hace cada cinco minutos —informó.

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