Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—No pasa nada —lo tranquilizó uno de los magos—. Venga, decano, para arriba.

—Oh, cielos —gimió el decano mientras lo empujaban por el estrecho ventanuco, hacia la oscuridad inmencionable que había más allá—. De esto no puede salir nada bueno.

—Mira, tú ten cuidado con dónde pones los pies. ¡Vaya, mira lo que has hecho! ¿No te dije que tuvieras cuidado? ¡Vamos, entra de una vez!

Los magos caminaron de puntillas (el decano chapoteó furtivamente) por el área reservada detrás del escenario, para adentrarse en el abarrotado auditorio, donde Windle Poons les estaba guardando unos cuantos asientos por el sencillo y expeditivo sistema de blandir el bastón ante cualquiera que se acercara a ellos. Se metieron como pudieron, tropezando unos con las piernas de otros, hasta que, por fin, pudieron sentarse.

Contemplaron el sombrío rectángulo gris al otro lado de la sala.

Durante un rato.

—La verdad, no entiendo por qué le gusta tanto a la gente —dijo el profesor al final.

—¿Han hecho ya el «conejo deforme»? —preguntó el conferenciante de Runas Modernas.

—Aún no ha empezado —siseó el decano.

—Tengo hambre —se quejó Poons—. Soy un anciano, mmm, y tengo hambre.

—¿Sabéis lo que hizo? —bufó el profesor—. ¿Sabéis lo que hizo este viejo idiota? Cuando una joven con una antorcha nos acompañó hasta nuestros asientos, le dio un pellizco en… ¡al final de la espalda!

Poons dejó escapar una risita.

—¡Jejeje! ¿Ya sabe tu madre que sales de noche? —cloqueó alegremente.

—Esto es demasiado para él —siguió quejándose el profesor—. No deberíamos haberlo traído.

—¿Os habéis dado cuenta de que nos estamos perdiendo la cena? —señaló el decano.

Al recordarlo, los magos se quedaron en silencio. Una mujer corpulenta pasó junto a la silla de Poons, y se sobresaltó bruscamente. Miró a su alrededor con gesto de sospecha, pero no vio más que a un encantador ancianito, que, evidentemente, dormitaba.

—Y los martes ponen ganso asado —suspiró el decano.

Poons abrió un ojo e hizo sonar la bocina de la silla de ruedas.

—¡Je, je! ¡Juerga, juerga, marcha! —exclamó.

—¿Veis lo que quiero decir? —señaló el profesor—. No sabe ni en qué siglo estamos.

Poons clavó en él unos ojos brillantes.

—Puede que sea viejo, mmm, y un poco tonto, vale —dijo—. Pero no pienso pasar hambre.

Rebuscó por las recónditas profundidades de su silla de ruedas, y sacó una grasienta bolsita negra. El contenido de la bolsita tintineaba.

—Antes, a la entrada, vi a una jovencita que vendía una comida especial para las imágenes en acción —dijo.

—¿Quieres decir que tú tenías dinero? —casi gritó el decano—. ¿Y no nos lo dijiste?

—No me lo preguntasteis —respondió Poons.

Los magos contemplaron la bolsa con gesto hambriento.

—Tienen pajaritos con mantequilla, y salchichas en panecillos, y cosas de chocolate con cosas encima… —explicó Poons. Les dirigió una sonrisa astuta y desdentada—. Coged si queréis —ofreció generosamente.

 

El decano fue marcando las compras en la lista.

—Bueno —dijo—, así que son seis paquetes patricio-size de pajaritos con doble de mantequilla, ocho salchichas en panecillo, un supervaso de bebida burbujeante, y una bolsa de pasas cubiertas de chocolate.

Tendió el dinero.

—Eso es —asintió el profesor, al tiempo que recogía los paquetes—. Oye, ¿no deberíamos comprar algo también para los demás?

 

En la sala desde la cual se proyectaban las imágenes, Bezam maldecía entre dientes mientras metía el enorme rollo de Lo que la Tempestad se Llevó en la máquina.

A pocos metros de allí, en una zona del palco protegida con cuerdas, el patricio de Ankh-Morpork, Lord Vetinari, tampoco estaba demasiado cómodo.

Tenía que admitir que se trataba de una pareja de jóvenes muy agradables. Lo que pasaba era que no estaba seguro de por qué se encontraba sentado junto a ellos, ni de por qué eran tan importantes.

Estaba acostumbrado a la gente importante, o al menos a gente que se creía importante. Los magos llegaban a ser importantes por sus hazañas mágicas. Los ladrones llegaban a ser importantes por sus atrevidos robos, igual que los comerciantes, aunque con ciertos matices. Los guerreros llegaban a ser importantes tras vencer en las batallas y seguir vivos. Los asesinos se hacían importantes por sus habilidosas inhumaciones. Había muchos caminos que llevaban a la importancia, pero todos eran tangibles, todos se podían comprender. Tenían cierta lógica.

Mientras que aquellas dos personas, lo único que habían hecho era moverse de una manera interesante delante de la nueva maquinaria de las imágenes en acción. Comparado con ellos, hasta el actor más inútil de la ciudad era un genio de la interpretación, pero a nadie se le ocurriría abarrotar las calles y gritar su nombre.

Era la primera vez que el patricio acudía a ver las imágenes en acción. Por lo que alcanzaba a discernir, Víctor Maraschino era famoso por una especie de mirada fogosa que hacía que las señoras de mediana edad, a las que él personalmente habría considerado más sensatas, se desmayaran en los pasillos; y la especialidad de la señorita De Syn era comportarse lánguidamente, abofetear a la gente y tener un aspecto sensacional tendida entre cojines de seda.

Mientras que él, el patricio de Ankh-Morpork, gobernaba la ciudad, protegía la ciudad, amaba la ciudad, detestaba la ciudad y se había pasado toda la vida al servicio de la ciudad…

Y, mientras el pueblo llano ocupaba las localidades menos privilegiadas, su agudo oído había captado un fragmento de conversación.

—¿Quién es ése de ahí arriba?

—¡Es Víctor Maraschino, está con Delores De Syn! ¿Es que no sabes nada o qué?

—Me refiero al tipo alto, el de negro.

—Ah, ni idea. Supongo que algún pez gordo.

Sí, aquello era fascinante. Por lo visto, uno se podía hacer famoso sólo por el hecho de ser… bueno, famoso. Le pasó por la cabeza que aquello podía llegar a ser algo extremadamente peligroso, y probablemente algún día se viera obligado a matar a alguien, aunque con pesar[25]. Entretanto, había una especie de gloria secundaria que venía dada por el hecho de estar en compañía de los admirados. Y, para su sorpresa, lo estaba disfrutando.

Además, estaba sentado muy cerca de la señorita del Syn, y la envidia del resto del público era tan palpable que casi podía saborearla. No se podía decir otro tanto de la bolsa de cosas blancas, algodonosas, que le habían dado para comer.

Sentado a su otro lado, aquel tipo espantoso, Escurridizo, le estaba explicando la mecánica de las imágenes en acción, en la errónea creencia de que el patricio le prestaba alguna atención.

De pronto, sonaron los aplausos.

El patricio se inclinó un poco hacia Escurridizo.

—¿Por qué están apagando las lámparas? —le preguntó.

—Ah, señor —sonrió el ex-vendedor de salchichas—, eso es para que se vean mejor las imágenes.

—¿De verdad? Cualquiera habría imaginado que, sin luz, las imágenes se verían mucho peor —señaló.

—Con las imágenes en acción no pasa eso, señor —respondió Escurridizo.

—Fascinante.

El patricio se inclinó hacia el otro lado, en dirección a Ginger y a Víctor. Se sorprendió un poco al darse cuenta de que los dos parecían muy nerviosos. Lo había notado en cuanto entraron en el Odium. El joven miraba todos aquellos ridículos adornos de las paredes como si le dieran un miedo espantoso; y, cuando la chica entró en la sala, la oyó contener un gemido.

Ambos parecían conmocionados.

—Supongo que, para vosotros, todo esto es de lo más corriente —dijo.

—No —le respondió Víctor—. La verdad es que no. Nunca habíamos estado en uno de estos locales.

—Sólo una vez —señaló Ginger con amargura.

—Sí. Sólo una vez.

—Bueno, pero vosotros hacéis imágenes en acción —señaló el patricio con amabilidad.

—Sí, pero nunca llegamos a verlas. Sólo algunos fragmentos, cuando los operadores las están pegando. Las únicas películas que yo he visto se proyectaban al aire libre, sobre una sábana vieja —dijo el joven.

—De manera que todo esto os resulta nuevo… —insistió el patricio.

—No exactamente —respondió Víctor, con el rostro ceniciento.

Fascinante —dijo el patricio.

Y se volvió para seguir no escuchando a Escurridizo. No había llegado a ocupar el lugar que ocupaba molestándose en descubrir cómo funcionaban las cosas. Lo que le intrigaba era cómo funcionaba la gente.

En la misma hilera, más lejos, Soll se inclinó hacia su tío y le puso un trocito de película en el regazo.

—Creo que esto es tuyo —dijo dulcemente.

—¿Qué es? —quiso saber Escurridizo.

—Bueno, me pareció que no estaría de más echar un vistazo rápido a la película antes de la proyección…

—¿Sí? —suspiró el hombre.

—Y ¿adivinas lo que encontré en medio de la escena de la ciudad en llamas? Nada menos que cinco minutos enteros de película, en los que sólo aparecía un plato de costillas magras con salsa especial de cacahuete de Harga. Sé muy bien por qué, claro. Lo que me gustaría saber es por qué esto.

Escurridizo sonrió, con gesto culpable.

—Bueno, tal como lo veo yo —empezó—, si una simple imagen rápida puede hacer que la gente quiera comprar cosas, imagina lo que harán cinco minutos enteros.

Soll se lo quedó mirando.

—Esto me duele, de verdad —insistió Escurridizo—. No confiaste en mí. No confiaste en tu propio tío. Después de que te prometí solemnemente que no volvería a intentar nada, seguiste sin confiar en mí. Esto me duele, Soll. Me duele mucho. ¿Qué ha sido de la integridad?

—Supongo que se la vendiste a alguien, tío.

—Esto me duele mucho, de veras.

—Pero tú no cumpliste tu promesa, tío.

—Eso no tiene nada que ver. Es una cuestión de negocios. Ahora estamos hablando de la familia. Tienes que aprender a confiar en tu familia, Soll. Sobre todo, en mí.

Soll se encogió de hombros.

—Bueno. De acuerdo.

—¿De verdad?

—Sí, tío. —Soll sonrió—. Te lo prometo solemnemente.

—¡Así me gusta, muchacho!

Al otro lado de la hilera, Víctor y Ginger contemplaban la pantalla vacía con horror.

—Sabes lo que va a suceder, ¿verdad? —susurró la chica.

—Sí. De un momento a otro, alguien empezará a tocar música en un agujero del suelo.

—Entonces, ¿en esa cueva de verdad se proyectaban películas?

—Creo que sí, más o menos —asintió Víctor con cautela.

—Pero la pantalla de aquí no es más que una pantalla. No es… bueno, es una pantalla. Una simple sábana, sólo que de más calidad. No tiene…

Se oyó una ráfaga de sonido procedente del vestíbulo. Con un sonido rechinante y el siseo del aire escapándose a la desesperada, la hija de Bezam, Calíope, se elevó lentamente del suelo, tocando una pequeña gaita con todo el entusiasmo de varias horas de práctica y los esfuerzos combinados de dos trolls vigorosos que manejaban los fuelles entre bastidores. Era una joven regordeta; y, fuera cual fuera la pieza que estaba tocando, nadie la reconoció.

Abajo, en las localidades, el decano pasó una bolsa al profesor.

—Coge una pasa cubierta de chocolate —ofreció.

El profesor arrugó la nariz.

—Parecen cacas de rata —dijo.

El decano examinó el contenido en la penumbra.

—Lo son —dijo—. La bolsa se me cayó antes al suelo. Ya me parecía a mí que no estaba tan llena.

—¡Shhh! —ordenó una mujer, en la fila de detrás.

Windle Poons giró la cabeza como un imán.

—¿Qué vas a hacer luego, guapa? —cloqueó.

La intensidad de las luces bajó aún más. La pantalla se iluminó. En ella aparecieron números, que parpadeaban rápidamente en una cuenta atrás.

Calíope contempló con atención la partitura que tenía delante. Se arremangó, se apartó el pelo de los ojos, y arremetió contra una animosa melodía que los más voluntariosos identificaron como el antiguo himno de la ciudad de Ankh-Morpork.[26]

Las luces se apagaron.

 

El cielo parpadeaba. Aquello no era una niebla corriente. Proyectaba una luz plateada, de tono pizarra, que temblaba por dentro como una mezcla entre la Aurora Coriolis y un relámpago veraniego.

Sobre la zona de Holy Wood, el cielo estaba desgarrado por los rayos. Se veían incluso desde el callejón de La Casa de las Costillas de Sham Harga, donde dos perros disfrutaban de la oferta especial «Todo lo que puedas llevarte de la cocina a hurtadillas, gratis».

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