El mentiroso – Mikel Santiago

Entre dos de aquellas camionetas de reparto había aparcado un coche de color gris. Las letras plateadas del modelo brillaron como un tesoro desde el maletero: LAGUNA.

Joder, habría sido tan fácil pensar en ello…, pero las grandes ideas vienen cuando vienen. Y allí estaba, tal como pensaba, el Renault Laguna familiar de Félix Arkarazo. Lo aparcó allí el viernes por la noche y después se dirigió a la vieja fábrica, posiblemente armado con una cámara de fotos. Lo que mediaba entre ese momento y que alguien lo matara con una piedra seguía siendo un misterio. Un misterio que cada vez estaba más cerca de poder resolver.

Pasé de largo y seguí caminando como si fuera uno de esos señores que dan paseos por polígonos industriales, trinchando basura con un bastón. Había que reconocer el terreno y asegurarse de que no había ojos indiscretos. Di la vuelta a la esquina y llegué a la zona más apartada del aparcamiento. Allí era donde yo solía aparcar mi GMC antes de tomar el camino del robledal. Algunos talleres continuaban abiertos, y había gente por allí. Miré hacia el grupo de árboles. Al otro lado no se distinguía ningún resplandor. Nada. Quizá todavía quedaba una oportunidad para limpiar mi sangre de ese cristal. Pero debía esperar un poco más.

Terminé de rodear el polígono, volví a la general y llegué caminando hasta el taller de neumáticos. Entré en la furgoneta, arranqué. Fui hasta una gasolinera low cost que había a dos kilómetros de allí. Compré un sándwich de atún y una lata de Coca-Cola. Entonces, según estaba a punto de pagar, vi uno de esos llaveros de emergencia que sirven para cortar cinturones y reventar lunas. Todavía no había pensado cómo entraría en el Renault, pero aquello vino a darme una idea. Lo compré también. Después volví a la GMC y cené mientras leía las noticias en el móvil. La policía seguía con la historia del secuestro. Se hablaba de Félix por todas partes. No solo a nivel local, sino a nivel nacional la noticia había llegado a los titulares.

Quizá para desalentar a sus posibles secuestradores, se hizo público que Félix Arkarazo, el célebre autor best seller, estaba metido en problemas con el fisco. Le perseguían por haber eludido impuestos y ahora debía una verdadera fortuna que al parecer ya se había gastado en algunas inversiones muy poco inteligentes. Además de eso —pese a que la editorial había declinado comentar el extremo—, se había filtrado a los medios que Félix llevaba más de un año de retraso en la entrega de su siguiente manuscrito. Un tal Juan Aguirre —aquel amigo suyo que le ayudó a mover su primera novela— afirmaba que en su última conversación con Félix, el autor estaba absolutamente bloqueado, desesperado y deprimido. «La presión ha podido con él. La fama y todos los problemas que han venido con ella han terminado por desestabilizarle. Si alguien le ha secuestrado para pedirle dinero, por favor, que lo suelte. Félix estaba en la ruina.»

De modo que, a las ocho de la tarde de aquel martes, las teorías sobre el paradero de Félix Arkarazo se multiplicaban. Estuve mirando los foros de internet y, como siempre, surgieron un montón de teorías paralelas al secuestro. La más interesante era la de que Félix se había fugado para evitar al fisco.

«¿Y lo del robo en su domicilio?», preguntaba alguien en Twitter.

«Fácil —le contestaba otro—. Simuló un robo en su casa para que creyéramos que ha sido secuestrado.»

Dormité otras dos horas más antes de volver al polígono. Ahora todos los talleres estaban cerrados y el aparcamiento vacío. Un par de farolas alumbraban el muelle de carga del almacén y todo lo que se oía eran los grillos y el rumor de un pequeño arroyo que corría a los pies del aparcamiento. Las libélulas surcaban la noche, bajo las constelaciones de primavera.

Me acerqué al Laguna. Era un modelo antiguo y crucé los dedos, esperando que no tuviera una alarma conectada. Dejé la mochila en el suelo. Saqué un par de guantes y el llavero de emergencia. También me coloqué el gorro (no era cuestión de dejar un cabello ahí dentro). El mecanismo rompelunas es una especie de punzón engatillado que se dispara con mucha fuerza cuando lo aprietas contra el cristal, provocando un impacto muy pequeño y rápido que en teoría rompe el cristal. Bueno, nunca había probado y resultó espectacular. Bastó con empujar el rompelunas contra el cristal y el punzón lo partió en mil pedazos. No sonó ninguna alarma. Metí la mano e intenté abrir la puerta, pero estaba bloqueada; así que lancé la mochila dentro y me colé por la ventana.

Ya estaba dentro. ¿Ahora qué? En realidad, no tenía ni idea de lo que iba buscando, pero no pensaba irme de allí sin una pista. Félix había ido a su refugio y vuelto en ese coche, llevándose sus materiales con él. Algo tenía que haberse quedado por allí por fuerza. Además, el coche era una extensión del desorden y la suciedad que había encontrado en el chalé de su dueño. El cenicero atiborrado de colillas, latas de Red Bull, envases de comida rápida. Tenía fe en que algo apuntase en la dirección correcta. Empecé a buscar tiques de gasolina o cosas parecidas (un tique me había llevado a mí hasta Gure Ametsa) y eso me llevó a un primer hallazgo interesante. Un recibo por un desayuno en una gasolinera de la A-8, a la altura de Laredo. Una población que los vizcaínos invadían sistemáticamente en verano; tendría mucho sentido que Félix se hubiese buscado un refugio por allí. Pero necesitaba más.

Seguí el registro por los bolsillos laterales. Un mapa de carreteras que no tenía ninguna página doblada o marcada de alguna forma. Un ejemplar de Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe, un CD de Richard Clayderman (¿en serio?), un viejo ejemplar del Qué leer en el que Félix era portada. Por lo demás, nada. Abrí la guantera y comencé a sacar papeles: seguro de coche, manual de usuario, permiso de circulación. Todo apuntaba a la última dirección conocida de Félix: barrio de Kukulumendi, 1. Ilumbe. No había mucho más: un estuche de gafas, bolígrafos, el parte amistoso de accidentes…

Nada.

Eché un vistazo a la parte trasera de los asientos. Estaban limpios, como era de esperar en el coche de un tipo sin familia. En los bolsillos había chalecos reflectantes y nada más.

Txemi me había dicho que Félix había llevado un montón de cosas a su «escondite» y eso me hizo pensar en el maletero del coche. Quizá allí hubiera algo interesante. Había una pequeña palanca debajo del asiento del conductor. La accioné y se abrió. Salí otra vez por la ventana, poniendo los pies por delante y ayudándome con el volante y una de las asas del techo. Una vez fuera, me dirigí a la parte de atrás, levanté la puerta del maletero y, bueno, aquello no era el pandemonio que podría haberme imaginado. De hecho, estaba bastante ordenado. Había cepillos para limpiar el coche, un repuesto de luces, líquido refrigerante, un bote de aceite, un juego de triángulos de señalización… Entonces di con algo interesante. Era una caja de cartón que mostraba la imagen de un navegador GPS, marca TomTom. La caja estaba vacía, solo tenía un folleto de instrucciones dentro. Me quedé con aquello en las manos pensando: «¿Un GPS?». Joder, eso era precisamente lo que estaba buscando. Removí Roma con Santiago en el maletero. Rebusqué en cada esquina dos o tres veces. Levanté la tapa de moqueta que escondía la rueda de repuesto… Nada. Ni rastro de un GPS.

Estaba tan concentrado que tardé un poco en reparar en un sonido que llevaba varios minutos ahí. Un sonido de sirenas. No estaba cerca. De hecho, sonaba como a kilómetros de distancia, pero no parecía moverse en ninguna dirección, tal y como suele ocurrir con las ambulancias. Más bien parecía haberse detenido en algún sitio. ¿Un incendio?

Entonces me di cuenta de que aquel sonido procedía del robledal. Cerré el maletero y caminé hacia esa esquina del aparcamiento. No necesité ni llegar allí para detectar un resplandor azul por encima de las copas de los árboles.

La policía estaba en la vieja fábrica Kössler. Por fin había pasado: habían encontrado a Félix.

No se oía gran cosa, pero el resplandor de luces era visible a cientos de metros. Me imaginé que habría varios coches patrulla, ambulancias… ¿Cuánto llevarían allí? Poco. Dos horas antes había mirado en esa dirección sin ver nada. ¿Cómo habría ocurrido? ¿Cómo habían llegado hasta allí?

Se me ocurrió que aquel lugar, el polígono, había dejado de ser seguro. Si no lo habían hecho antes, la poli empezaría a rastrear la zona, los alrededores. No tardarían en localizar el sendero y el polígono que había al otro lado. Y el coche de Félix.

Volví al Laguna, a toda prisa. Cerré el maletero, donde dudaba que fuese a encontrar nada, y me metí por la ventanilla otra vez. El TomTom tenía que estar por alguna parte, joder, y me quedaba muy poco tiempo para dar con él.

«¡Piensa!»

Volví a repasar la guantera, los bolsillos. Busqué algún compartimento falso en el plástico del salpicadero. Algún lugar donde poder esconderlo a salvo de las miradas de algún eventual mangui…, y entonces se me ocurrió. ¿Dónde solía dejar yo el frontal de mi radio? Debajo del asiento. Metí la mano allí y palpé algo. Una especie de cajita, pero se me escapó entre los dedos. Aquel Laguna tenía la radio integrada, con lo que aquello solo podía ser otra cosa lo suficientemente valiosa para que Félix la hubiera dejado fuera de la vista. Así que me recliné más, pero la cajita estaba ya muy atrás. No llegaba. Por suerte, el Laguna era lo bastante ancho como para poder saltar entre los asientos sin grandes esfuerzos. Pasé a la parte de atrás y me agaché para alcanzar la cajita. Voilà, la saqué de allí y la observé en la penumbra. Un estuche negro con el logotipo de TomTom. Lo abrí y el brillo de la pantalla de cristal resplandeció ante mis ojos. Lo tenía. Por fin.

Pero en ese instante, según estaba allí tumbado sobre el asiento trasero, un bandazo de luz iluminó el coche. Un potente foco llenó de luz blanca los reposacabezas del Renault Laguna. Casi al mismo tiempo, escuché un sonidito electrónico. Beep-beep.

—Aquí patrulla número diecisiete. Creemos haber encontrado el vehículo del sujeto. ¿Podéis confirmarnos la matrícula, por favor?

4

«Vale. Este es el final del libro —pensé mientras seguía allí tumbado, en el asiento de atrás del Renault Laguna de Félix Arkarazo—. Aquí se acaba todo. Lo has intentado, has hecho lo que has podido, pero ha sido imposible.»

Pensé en mi abuelo, en Erin, en Joseba y la oferta de trabajo… Vaya final. Aunque también debo admitir que, durante aquellos breves instantes, sentí una especie de gigantesca sensación de alivio. Por fin podría descansar, soltarlo todo, dárselo a otra persona y que ella lo resolviera por mí. ¿Arruti? Le explicaría hasta el último detalle. El hombre muerto. El asesinato. Mi amnesia. ¿Me creería?

Escuché el ruido de la radio. Los policías intercambiando un comentario. En breve saldrían a echar un vistazo y me encontrarían allí. Bueno, lo mejor era no complicarlo más. Me levanté y me quedé sentado, esperando alguna reacción. Algo como un grito: «¡Quieto! ¡Arriba las manos!». Pero no sucedió nada. De hecho, el foco ya no estaba allí.

Me giré y pude ver la parte trasera del coche patrulla desapareciendo tras una de las camionetas. ¿A dónde iba? Quizá estaban echando un vistazo o habían ido allí a maniobrar. Fuera lo que fuese, era una oportunidad, un pequeño milagro, y tenía que aprovecharlo. «Ahora o nunca.» Salté al asiento del conductor, metí el estuche en la mochila y la lancé al asfalto del aparcamiento. Después saqué las piernas, el culo y el resto del cuerpo por esa ventanilla y me tiré al suelo.

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