El mentiroso – Mikel Santiago

—Usted ha dicho que Félix estaba trabajando en una nueva novela y que cree que su asesinato podría estar relacionado con ella.

El agente asintió con gravedad.

—Hace unos meses hablé con Félix por teléfono. Me dijo que se sentía perseguido.

—¿Perseguido? ¿Por quién?

—No supo decirlo, pero suponía que había mucha gente muy nerviosa. Desde que se publicó El baile de las manos negras, Félix era un hombre al que mucha gente temía. Y ahora estaba investigando algo que iba a suponer una gran revelación. Le dije que se protegiera. Creo que nunca imaginó que alguien podría planear matarlo.

Aquellas palabras causaron un estremecimiento general, tanto en el plató de televisión como entre los parroquianos del bar de Alejo. Desde luego, pensé, el tipo sabía vender su producto. Crear aquel aura de suspense sobre Félix era bueno para las ventas.

—¿Tiene usted ese manuscrito en su poder? Quizá la policía querría investigarlo.

—Félix era muy reservado con sus obras y, lamentablemente, jamás me envió una copia de nada.

—¿Cree que puede haber sido robado? Su casa tenía signos de allanamiento.

—Ese es un temor que albergo desde que saltó la noticia. Solo espero que Félix escondiera bien su trabajo. Tengo una cosa muy clara: ese manuscrito, además de valer mucho dinero, también podría darnos una pista sobre quién lo mató.

Tras aquellas palabras, el clima de suspense se instaló definitivamente en el bar de Alejo. La gente especulaba con mil y una teorías mientras consumía sus desayunos. Salí de allí con una sensación extraña en el cuerpo. Si su agente decía la verdad, Félix no le había contado a nadie la localización de ese «refugio». ¿Era yo la única persona que conocía las coordenadas de ese lugar?

Salí del pueblo y subí dando un paseo por la costa. En el mirador había un par de caravanas con matrícula holandesa y un coche. Me paré un segundo a observar las vistas. La marea estaba muy baja y el estuario era casi todo arena. Un padler madrugador remaba a solas en la ría, disfrutando de todo ese paisaje. Como siempre, había dos o tres neoprenos negros entre las olas.

Desde el mirador comenzaba el sendero que subía hasta el cabo Margúa. Estaba cruzado con un par de cintas de plástico rojas y blancas, nuevas, junto a un cartel de la diputación —también nuevo—, que avisaba del peligro de derrumbamientos.

PROHIBIDO EL PASO. ZONA PELIGROSA

Por si el cartel no era lo bastante disuasorio, a solo veinte metros del comienzo del camino había un gran agujero. Un derrumbamiento que nunca había visto antes y que se había comido un trozo considerable del borde del acantilado.

Me di la vuelta y tomé la ruta de la carretera. Pasé la gasolinera Repsol y empecé a subir el caminito asfaltado de la casa. Según lo hacía, vi aparecer un coche de la Ertzaintza desde lo alto. Bajaba, y al verme me hizo un par de flashes. El coche se detuvo a mi lado y por la ventanilla apareció el agente Blanco.

—¡Álex! Estábamos bajando a buscarte. ¿Tienes un rato para venir con nosotros a comisaría?

El agente Blanco me miraba con un gesto amable y tranquilo. «Justo la cara que ponen antes de enchironar a un criminal», pensé.

—Bueno, tengo que subir el periódico y el pan a casa —dije, e inmediatamente pensé en la tontería de respuesta que había dado.

A menos que mi subconsciente estuviera pensando en escapar, claro.

El agente que iba sentado junto a Blanco me miró sonriendo.

—No te preocupes. Podrás dejarlo antes de que nos vayamos.

Noté que comenzaban a temblarme las piernas. Pensé que ya habrían encontrado mi rastro de sangre y tan solo me estaban llevando a la comisaría para hacerme confesar. No había muchas más opciones. Era eso o salir corriendo. No obstante, intenté calmarme.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—Es solo una formalidad —dijo Blanco—. Queremos que hagas una pequeña declaración… Al parecer fuiste una de las últimas personas en ver a Félix Arkarazo.

—¿Félix Arkarazo? —repetí, como si aquello me sorprendiera genuinamente—. Ah, claro.

La garganta se me había secado a tal velocidad que aquellas últimas dos palabras sonaron como una especie de graznido. Si aquello era cierto, quizá aún quedase esperanza.

El otro policía se bajó del coche y me abrió la puerta trasera. Entré y me senté en el asiento de atrás, que estaba separado con una rejilla. En cuanto cerró la puerta, me sentí como un delincuente.

—¿Quieres dejar el pan y el periódico? —me preguntó el patrullero que iba de copiloto.

—Da igual —respondí—, ya los traeré después.

Salimos de Ilumbe. Fui mirando el mar, pensando en todo tipo de cosas. Quizá me estaban engañando para poder llevarme mansamente, como un cerdo al matadero. O quizá era cierto que me llevaban como testigo y que aún no tenían nada contra mí. Debía agarrarme a las opciones positivas. Aún me quedaba una baza por jugar: las coordenadas del TomTom. Pero tenía que salir de esa encerrona en primer lugar.

La comisaría en Gernika era un edificio bajo, rodeado de árboles, en la entrada del pueblo. Aparcamos frente a unas grandes escaleras y allí, apoyado en una barandilla, vi a Denis hablando por teléfono. Me saludó arqueando las cejas cuando pasé por delante de él. Verle me reconfortó un poco. «Quizá sea verdad que están entrevistando a todos los que estuvimos en aquella fiesta.»

Entramos, recorrimos un pasillo, doblamos una esquina y llegamos a una puerta. Al otro lado había dos personas sentadas en una mesa. Uno era un tipo con cara de bulldog aburrido; vestía de paisano, muy informal. A su lado estaba la poli listilla, Nerea Arruti, vestida con vaqueros y un jersey. ¿Y el uniforme? Había vasos de café y agua sobre la mesa, papeles y una grabadora. También había un espejo de esos que salen en las películas, detrás de los cuales siempre hay alguien mirando.

Egun on, Álex. Mi nombre es Borja Erkoreka, Policía Judicial.

—Hola —dije.

—Creo que ya conoces a la agente Arruti. Está colaborando con nosotros en el caso. Siéntate, por favor.

Nerea, estupenda con su ropa civil, me saludó. Parecía contenta por aquella oportunidad de participar en algo más grande que sus aburridos atestados de patrullera. Me ofreció agua o café.

—Agua —dije—, por favor.

Me pasó un botellín. Lo abrí y di un trago.

—Bueno, gracias por venir tan rápido —dijo el poli—. Verás, me imagino que estás al tanto de las noticias sobre este hombre.

Empujó una fotografía de Félix Arkarazo. Era la foto promocional de sus libros.

Asentí con la cabeza.

—¿Le conoces?

—Le conocí hace dos semanas, en una fiesta —dije de modo aséptico—. Bueno, en realidad solo recuerdo vagamente haberlo hecho, yo…

—Sí —me interrumpió el poli—, lo de la amnesia. Arruti me lo ha contado.

Yo sonreí tragando saliva. Mi estómago fue más rápido que mi cabeza en aquella ocasión. Lo noté temblar, ansioso. Claro. Que el poli cara-perro y Arruti hubieran hablado de mi amnesia no podía significar nada bueno.

Arruti sonrió.

—Esa es una de las razones por las que te hemos llamado.

«Una de las razones —pensé—. ¿Y las otras?»

—Como ya sabrás por las noticias, Félix llevaba unos días desaparecido. El último lugar en el que se le vio con vida fue en esa fiesta que mencionas. Ane Rojas ya nos ha explicado cómo terminaste allí, pero podrías empezar contándolo con tus propias palabras.

Les expliqué rápidamente el asunto. La llamada de Ane a Txemi. Y que Félix me reconoció mientras segaba la hierba. Y cómo acabé bebiéndome un cóctel en aquel sitio tan elegante.

—Bueno, eso es lo que me han contado —dije—. Yo no lo recuerdo bien…

—¿Os conocíais de antes? —preguntó Nerea—. Félix y tú.

—No. No le había visto nunca.

—¿Y por qué crees que pudo reconocerte?

—Había sido muy amigo de mi madre. Quizá por eso.

—Pero tú llevas muy poco viviendo en el pueblo —contraatacó Nerea—. Me lo dijiste en nuestra charla anterior. ¿Cómo es posible que te viera y supiera que eras tú?

—No lo sé. Quizá Félix me había calado a mí. Era miembro del Club de Kukulumendi y yo iba por allí a veces. Bueno, mi novia es socia.

—Tu novia… —Nerea levantó un segundo la mano—. Te refieres a Erin Izarzelaia, ¿verdad? La hija de Joseba Izarzelaia.

—Sí, ¿por qué?

—Por nada —dijo ella, aunque lo apuntó en un papel.

Di otro trago al agua.

—Bueno. Volvamos a esa fiesta —dijo el agente Erkoreka—. Esa noche fue la primera vez que hablaste con Félix Arkarazo, ¿correcto?

—Sí.

—Y ¿de qué hablasteis?

—Tengo un vago recuerdo de haberle contado algo sobre la vida de Chet Baker. Estaba sonando en el tocadiscos. Eso es todo lo que recuerdo de la escena.

El bulldog puso cara de «cuéntame otra…».

—¿Todavía te dura la amnesia? —preguntó Nerea—. En teoría deberías ir recuperando memoria…

—He ido recordando cosas. De esa noche, recuerdo la fiesta. Hablar con Félix, Ane, Carlos…

—¿Recuerdas a qué hora te marchaste? —preguntó Erkoreka.

—Ane me dijo que fue sobre la medianoche. Pero yo no lo recuerdo bien.

—¿A dónde fuiste?

—¡Ah! Eso sigue siendo un espacio en blanco. Lo siento.

Nerea sonrió. El otro poli estiró los brazos sobre la mesa y me miró fijamente.

—Esto es importante, Álex. ¿Estás seguro de que no recuerdas nada de lo que ocurrió tras la fiesta?

—Me desperté en el hospital —dije—, eso es todo lo que recuerdo.

—Pero todavía no sabes ni de dónde venías ni por qué.

Negué con la cabeza. También me di cuenta de que estaba moviendo la pierna derecha demasiado rápido. La paré.

—Está bien…, Álex. A ver si podemos ayudarte nosotros. Carlos, Ane y otros dos testigos afirman que estuviste hablando a solas con Félix durante unos diez minutos. A medianoche, Félix se fue y tú saliste a continuación.

Yo no dije nada, pero tampoco hizo falta. El poli prosiguió:

—A Félix lo mataron poco después de salir de esa fiesta. Quizá media hora o cuarenta minutos más tarde, eso es lo que dice el forense. Lo mataron de un golpe en la cabeza, con algún objeto contundente. Luego lo arrastraron dentro de esa vieja fábrica. Todo nos indica que fue algo hecho sin premeditación, un acto impulsivo, quizá durante una pelea.

Se quedaron los dos callados, mirándome. Mi pierna había vuelto a temblar.

—¿Cómo te suena todo esto, Álex?

—¿A mí? ¿Qué importa lo que yo piense?

—¿No te parece mucha casualidad que esa misma noche tú recibieras un golpe muy parecido en la cabeza?

—¿Qué?

Mi voz sonó muy nerviosa, pero por lo demás mi actuación fue buena.

—Bueno, verás. Hemos revisado el parte médico y hemos hablado con el neurólogo que te atendió. La opinión del doctor Olaizola es que tu herida podría haber sido provocada por un objeto muy parecido al que se utilizó para matar a Félix: una piedra. La pena es que no hayamos logrado encontrar ese objeto. Alguien limpió la escena del crimen y se llevó el arma homicida.

Los ojos de aquel policía judicial eran como dos aspiradoras. Me miraba fijamente, sin pestañear, y yo no sabía muy bien qué hacer. Apartarle la mirada o clavársela.

Se la clavé.

—¿Me están acusando de algo?

—Nadie te acusa de nada —respondió Erkoreka tranquilamente—. Estás aquí en calidad de testigo. Pero estarás de acuerdo en que la cosa da que pensar. Esa madrugada tuviste un accidente mientras conducías en dirección a Gernika. La agente Arruti dice que el accidente era extraño de por sí. El sentido de la marcha… no concordaba demasiado… pero bueno. Ahora tiene otra teoría. ¿Nerea?

Nerea dio la vuelta a una hoja impresa de Google Maps. Había tres puntos marcados en el mapa. La vieja fábrica. El polígono Idoeta y el lugar donde yo me había accidentado.

—Todo tendría más sentido si vinieras de ese polígono industrial, ¿no te parece? Además, si te dirigieras, por ejemplo, al hospital de Gernika, esa sería la ruta más lógica.

Autore(a)s: