El mentiroso – Mikel Santiago

Corrimos hasta la cabaña. Era ya la hora del almuerzo y mientras Erin se daba una ducha, puse un trozo de salmón al horno. Lo comimos con vino blanco (Erin bebió agua, «por si acaso») y al terminar nos sentamos en el sofá, frente a la chimenea. Nos tapamos con una manta y nos quedamos mirando el fuego sin decir gran cosa. Esa tarde iríamos a hacer la prueba de embarazo. ¿Y si daba positivo? En fin, Leire y Koldo no parecían tan infelices rodeados de pañales, biberones, baños de espuma y muchas noches sin dormir… Habría que cambiar ese Golf por un coche familiar, claro. Y papá dejaría de vender drogas ilegales y tendría un trabajo de traje y corbata. En cuanto al surf, bueno, yo podría quedarme con Álex o Erin júnior en la toalla mientras mamá se desfogaba en las olas.

El fuego de la hoguera nos hipnotizó hasta dejarnos dormidos. Cuando me desperté, había oscurecido. Un viento muy furioso lanzaba gotas de agua contra los cristales y en el horizonte se podían ver algunos rayos culebreando en las tripas de unas nubes muy grandes.

—Te han llamado dos veces —Erin señaló mi teléfono—, creo que era Dana.

—¿Dana?

Cogí el teléfono y vi las dos llamadas. Apreté el botón de responder y saltaron un par de tonos seguidos. Al tercero, siguió un chasquido.

—¿Álex?

Era la voz de Dana, pero sonaba muy extraña. ¿Estaba llorando?

—¡Dana! ¿Qué ocurre?

—Álex, tienes que venir a casa. Date prisa.

—¿Es el abuelo?

—Sí… Corre, Álex. Ven a casa.

Dana colgó antes de que pudiera preguntar nada más y noté que una ola de frío glacial me recorría el cuerpo. Volví a intentar llamarla, pero la siguiente vez el teléfono daba «apagado o fuera de cobertura».

—Creo que pasa algo —dije—, en casa.

—¿Qué?

—No lo sé, pero tengo que irme echando leches. Es mi abuelo…

Erin se levantó a la vez.

—Voy contigo.

7

La tormenta inminente había elevado la humedad al cien por cien, bajado la temperatura y oscurecido el cielo en apenas una hora. El temporal explotó casi según salíamos de la cabaña de Erin a bordo de la GMC. Una lluvia torrencial nos cayó encima como si los dioses se hubieran puesto a regar con una manguera. La galerna azotaba la costa arrancando ramas a los árboles y lanzándolas sobre nosotros en la carretera. Erin me pidió que fuera un poco más despacio justo en el momento en que una rama, del tamaño de una lámpara de pie, cayó delante de nosotros en la carretera.

—Joder… Solo nos faltaría que cayera un rayo.

La electricidad estaba llegando en forma de espectros culebreantes sobre el océano. Le dije a Erin que intentara llamar a Dana, al fijo de la casa. Nada funcionaba y eso solo podía ser el presagio de algo terrible.

Llegando a Ilumbe seguía lloviendo y además hacía un viento terrible. Vimos unas olas gigantes zampándose el malecón del puerto. Los barcos subían y bajaban como los caballitos de un carrusel. Alguno aparecería bajo el agua al día siguiente. Pisé a fondo el acelerador cuesta arriba, hasta la gasolinera. Giré a la izquierda un poco violentamente y me gané una merecida pitada por parte de un camión que venía en dirección contraria.

—¡Álex! ¡Tranquilo! ¿Vale?

Pero yo solo quería llegar. Llegar.

Los árboles del camino soltaban hojas, ramas. El aspigarri rojizo de los pinos se elevaba en remolinos que parecían rojo sangre. Frené frente a las verjas de la entrada. No había ambulancias ni coches de policía. No había nadie en el jardín, solo unas luces en el salón. Erin me cogió de la mano y nos apresuramos hasta la casa. El garaje estaba abierto. Entramos por allí. Subimos.

—¡Dana! ¡Abuelo!

Entramos al salón. El ventanal estaba abierto de par en par. Se habían roto dos cristales, posiblemente por efecto del viento. No había ni rastro de Jon. Entonces oímos un ruido detrás de un sofá. Allí estaba Dana, sentada en el suelo, y con algo en la boca, una mordaza. Le habían atado las manos a un radiador.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está el abuelo?

Ella hizo un ruido con la boca. Claro, no podía hablar. Me agaché a su lado y le quité aquello de la boca.

—Se lo ha llevado. —Dana empezó a llorar—. Fuera, al acantilado.

—Pero ¿quién?

Erin comenzó a desatarle las manos.

—No lo sé. No lo sé. Tenía un pasamontañas. Entró sin que nos diérramos cuenta. Nos apuntó con un arma. Me obligó a llamarrte por teléfono.

—¿A mí?

Dana asintió.

—Quería hablar contigo. Se llevó a tu abuelo. Dijo que te esperraría frente al viejo restaurante. Que vayas solo —repitió—, solo.

Lo primero que me vino a la cabeza fue el rifle que ya no teníamos. Lo siguiente fue la colección de arpones, pero ¿a dónde demonios iba a ir yo con un arpón? Entonces pensé en ir a por un cuchillo.

—¿A dónde vas? —dijo Erin.

Fui a la cocina, cogí un buen cuchillo de carnicero. Después saqué una de las linternas del cajón. Cuando volví al salón, Erin estaba tranquilizando a Dana.

—Te ha dicho que tiene una pistola —dijo Erin al ver mi cuchillo.

—Algo tendré que llevar…

—¿Y qué hago yo?

—Quédate con Dana y llama a Arruti. Dile lo que está pasando, pero que vengan discretamente. Voy a ver si puedo ganar algo de tiempo.

Salí por la puerta y el vendaval me lanzó hacia atrás como si quisiera meterme de nuevo en casa. «No vayas, tío, esto solo puede acabar mal.»

Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Caminé a toda prisa por la hierba, hasta la vieja cancela, sin pararme a pensar demasiado. Había una hilera de varillas de metal unidas con cinta plástica para evitar que nadie se acercara al acantilado. Cogí una de ellas y solté la cinta. Era mucho mejor que el cuchillo. Luego eché a correr hacia el restaurante.

Encendí la linterna y traté de rajar la oscuridad con ella, pero era como intentar herir a un oso con una navaja. El viento y la lluvia se reían de mi pobre bombillita de doce voltios mientras avanzaba hacia el borde del acantilado.

«¡Abuelo! ¡Abuelo! —repetía en mi cabeza—. ¿Qué es lo que quieren de nosotros?»

Abajo las olas golpeaban con fuerza la base del acantilado. Los crujidos y los rumores de la roca eran terribles, como si todo el cabo estuviera a punto de partirse en dos. Crucé el pinar sin encontrarme con nadie y, al cabo de unos minutos, a unos metros del viejo restaurante, distinguí dos siluetas quietas cerca del borde del acantilado. Estaban dentro de la zona precintada. En el mismo lugar donde había habido un derrumbe el día anterior.

Dejé de correr y empecé a acercarme muy despacio. Mi linterna fue iluminando a dos personas. El hombre con el pasamontañas en la cabeza sujetaba a mi abuelo por un brazo. Levantó una pistola al aire al verme.

—¡Quieto! —ordenó antes de que yo llegara—. No te acerques más.

Me quedé quieto tratando de descifrar a quién pertenecía esa voz. Pero el rugido del viento no ayudaba demasiado. Por otro lado, podía escuchar el mar rompiendo con furia a nuestros pies.

—¡Apartaos del borde! —grité—. ¡Es peligroso!

Pero el hombre no hizo ni caso. Mi abuelo estaba de pie, inmóvil, con los brazos a la espalda y la pistola en su cuello.

—Álex —dijo tranquilamente—, no hagas nada de lo que te pida.

—¡Cállate! —gritó el otro—. Y tú: escúchame con atención. El vídeo a cambio de tu abuelo.

—¿Qué vídeo? —dije yo—. ¿De qué estás hablando? ¿Roberto?

—No te hagas el tonto —respondió.

—Álex —dijo mi abuelo—, no hagas caso a esta escoria.

—¡Silencio!

Finalmente había reconocido su voz.

—Así que todo es por el vídeo, ¿eh, Roberto? Intentaste robar en nuestra casa, matarme en Cantabria… Pero te has equivocado completamente. Yo no lo tengo. Nunca he tenido ese vídeo. ¿Para qué demonios lo querría?

—Félix y tú estabais conchabados. Quizá te obligó a robarlo. ¿Crees que somos idiotas?

Hubo un gran bandazo de viento que borró las palabras del aire. Nos empujó tan fuerte que casi nos vamos al suelo. Al mismo tiempo se oyó un crujido muy fuerte. Algo como un BROMMMM.

—Escúchame, Roberto. Yo no tenía nada que ver con Félix… Apártate del borde, por favor. Este sitio es peligroso.

Roberto se quitó el pasamontañas y descubrió su cara. No fue ninguna sorpresa. Después miró al borde del acantilado. Era como si no se hubiera dado cuenta de dónde estaba hasta ese momento. Pero no se movió. Volvió a mirarme.

—¿Y cómo sabías dónde estaba su roulotte? ¿Qué hacías allí?

—Buscar pruebas para demostrar mi inocencia. Para encontrar al asesino de Félix. A ti.

—¿Quién? —dijo Roberto—. ¿Yo? No… Te equivocas… Yo…

Iba a decir algo más pero otro bandazo de viento se comió sus palabras. Una ola rompió con una fuerza brutal y pareció que el acantilado se quebraba en dos. La tierra tembló bajo nuestros pies. Algo se movió a toda velocidad. Vi a mi abuelo girarse como un torbellino y plantarle un puñetazo en toda la cara.

—¡Cobarde hijo de la gran…!

Roberto le agarró la muñeca y mi abuelo hizo lo propio con la mano que sujetaba el revólver. Empezaron a forcejear. Antes de que yo pudiera llegar, mi abuelo le había hecho una zancadilla y lo había tirado al suelo. Pero Roberto era más fuerte y había logrado colocarse encima. No obstante, la posesión del arma seguía en el aire.

Sonó un disparo. Yo me lancé al suelo.

—¡Cuidado!

El estruendo del disparo me ensordeció. Los oídos me pitaban cuando escuché, o mejor dicho, sentí otro ruido muy diferente. Un ronco y colosal quejido de la tierra, como el sonido de un árbol que comienza a caerse lentamente en el bosque.

Me di cuenta de lo que estaba ocurriendo pero fue demasiado tarde. Vi a mi abuelo y a Roberto deslizarse, en silencio, dentro de un agujero. Un nuevo derrumbamiento, o más bien, la expansión del derrumbamiento del pasado lunes. Se comió la tierra en un radio de dos o tres metros.

Me puse en pie y traté de olvidarme del miedo, que me aconsejaba alejarme de aquel acantilado que se caía a pedazos. Llegué hasta allí a toda prisa. Mi abuelo y Roberto habían caído como por un tobogán, una pendiente muy inclinada por la que todavía rodaban rocas y tierra. Me lancé al suelo y asomé la linterna. Lo que vi me paró el corazón.

Jon Garaikoa pendía sobre el vacío agarrado a una triste raíz. Sus dos piernas bailaban en el aire, aunque tenía el torso apoyado en la tierra. No había rastro de Roberto, pero podías imaginarte lo que le habría pasado. Abajo, las olas azotaban la pared sin clemencia. Mi abuelo no decía palabra. Miraba abajo y después miraba arriba. No tenía miedo en la cara. Solo parecía estar pensando.

—¡Abuelo! ¡Espera! ¡Aguanta!

Dejé la linterna en el suelo y me senté en el borde de ese agujero. Aquello era como bailar sobre un campo de minas, en cualquier momento podía venirse abajo también. Apoyé el pie en una piedra, pero esta se soltó y cayó dando vueltas. Casi le da a mi abuelo.

—¡No bajes! —gritó él—. ¡No bajes!

—Tengo que bajar.

El abuelo hizo un esfuerzo por alcanzar la raíz con la otra mano, pero era imposible. Estaba demasiado bajo y de espaldas. Su cuerpo dependía de esa mano que agarraba esa endeble raíz. Nadie podría aguantar más de uno o dos minutos así. No me quedaba más remedio que agarrarme yo también a algo y tratar de subirle.

—Te daré la otra mano.

—¡No! No hay nada que hacer, Álex, escucha… Si tiene que ser así, quizá sea lo mejor…

El viento acalló sus palabras un segundo y me hizo cerrar los ojos.

—¡No!

Alumbré una raíz un poco más gruesa que sobresalía medio metro por encima de la que sujetaba el abuelo. Dejé la linterna en la hierba y me deslicé por aquella superficie de tierra batida. Todo aquello provocó otro pequeño aluvión de piedrilla sobre el abuelo. Abajo, el mar era como un monstruo negro que babeaba espuma blanca en cada ola que estrellaba contra el arrecife. Sería una caída sin concesiones. Mi abuelo miraba hacia abajo.

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