El mentiroso – Mikel Santiago

4

Introduje la dirección del faro Atxur en la aplicación de mapas de mi móvil y me puse en marcha rumbo a Bermeo. Tras salir del pueblo, por una pequeña carretera entre caseríos y huertas, llegué a la costa. Aquello era lo que se dice una ruta panorámica. Una estrecha carreterilla de dos carriles con un muro a un lado. Quizá en otro tiempo había sido una de las formas de comunicar los pueblos de la costa, pero ahora, supuse, solo la utilizaban los que vivían por allí y algún que otro turista loco.

Al cabo de unos quince minutos me topé con esa gasolinera Cepsa que andaba buscando. Estaba situada justo al borde del acantilado, en una curva. Era diminuta, solo un par de surtidores y una tiendita minúscula. Había un gran cartel de plástico en la entrada que decía:

OFERTA ESPECIAL DIÉSEL: 0,6 € / L SOLO HASTA EL 1 DE NOVIEMBRE

Decididamente, pensé, esa habría sido una gran razón para llenar el depósito allí.

Frené el coche junto al surtidor de diésel y me bajé. Soplaba una brisa agradable en aquel lugar perdido de la costa. No había coches, solo una moto aparcada junto a la tienda. Una Harley. Entonces vi salir a un tipo grande, pelo rapado, cara cuadrada y un cuello tan ancho como el tronco de una secuoya. Un tío al que le pegaba esa Harley. Era el empleado.

Sonreí y le saludé.

—¿Qué tal?

—Bien. —Me miró a los ojos—. ¿Dónde has dejado tu GMC?

Sopló una brisa del mar y se me metió por el cuello de la camiseta. Así que me conocía. Y a mi furgo. Bueno, eso no era una sorpresa a fin de cuentas.

—Tuve un golpe —dije—, nada grave.

—Bueno, menos mal. —Se acercó y abrió el depósito—. ¿Lleno?

—Sí.

Cogió la manguera de diésel y la metió en el depósito. Yo le miraba intentando recordar, como esas veces en las que te encuentras con alguien por la calle, le saludas, pero no te acuerdas ni de su nombre, ni de por qué lo conoces.

—Y… ¿qué tal va todo? —pregunté casi por seguir la conversación de alguna manera.

—Ya ves —hizo un gesto a su alrededor—, eres el segundo cliente del día.

«Y no me extraña», pensé mirando esa carreterucha de costa.

—No sé ni cómo aguantamos abiertos, pero en fin. ¿Qué le pasó a tu furgo? ¿Un roce o algo más?

—Un pequeño golpe…, nada grave —dije yo—. Oye, estuvimos hablando, ¿no? El viernes pasado, cuando vine por aquí.

El tipo levantó su gran cabeza rapada y me miró fijamente. La pregunta era rara, lo reconozco.

—Sí, hablamos.

—Mira —empecé a decir—. Ya sé que te va a parecer un poco extraño todo esto, pero…

—¿Qué?

El gatillo del surtidor saltó y el calvo retiró la manguera.

—… es que no recuerdo nada de ese día. Tuve un accidente, me golpeé la cabeza, mira. —Me señalé la parte de atrás de la cabeza, pero el tipo estaba ocupado metiendo la manguera en su sitio.

Respiró hondo.

—Oye, tío… —gruñó—. ¿Te estás quedando conmigo?

—No, no. Para nada. Te lo juro. Solo te pido que… Bueno, ¿puedes decirme si te acuerdas de algo? Hablamos de la furgoneta, ¿verdad? ¿De algo más?

El calvo sin cuello movió su gorda cabeza de un lado al otro, como si quisiera provocarse un chasquido en las cervicales. Noté un montón de masa muscular moviéndose en su cuello y su pecho. Tragué saliva.

—¿Qué es lo que quieres?

—¡Nada!

—¿Hay algún problema? Supongo que puedes pagar la gasolina.

—Claro. Te digo la verdad. Solo pensaba que quizá me podías ayudar a recordar algo.

—Me quedaría más tranquilo si me pagases. Y luego hablamos de lo que quieras.

Fuimos a la tiendecita y pagué la gasolina, todo en silencio. No me quería arriesgar a calentar a un tío así. El gasolinero se me quedó mirando con los brazos cruzados.

—¿De verdad que no recuerdas nada? ¿O me estás vacilando?

—Mira, tío, tuve un accidente, ¿vale? Me la di con la furgoneta ese viernes por la noche. Esa es la verdad. He llegado a este sitio solo porque tenía una factura del viernes pasado.

—Llenaste la furgoneta y dos bidones enteros de diésel —dijo—. Estuvimos hablando de la GMC. Yo te dije que hacía mucho tiempo que no veía un modelo así.

—¿Algo más?

—Sí. Me preguntaste por un lugar.

—¿Un lugar?

—Una casa de la zona. Solo sabías el nombre: Gure Ametsa. Dijiste que tenías que ir a segar el césped.

—Gure Ametsa… Eso significa «sueño», ¿verdad?

—«Nuestro sueño» —dijo el tipo.

Aquello resonó en mi interior. Gure Ametsa.

—¿Sabes dónde está?

—Te digo lo mismo que te dije el viernes: no sé dónde está Gure Ametsa exactamente, pero cerca del faro Atxur hay un grupo de casas grandes, con mucho terreno. Podría ser una de ellas.

El tipo me explicó que debía seguir la carretera y tomar un pequeño desvío hacia el faro Atxur.

—¿No quieres la factura? —preguntó según me dirigía a la puerta—. ¿Por si te vuelves a dar un golpe?

Sonreí con sorna. Los mazas como él se pueden permitir hacer bromitas.

Seguí las indicaciones del gasolinero. Conduje unos tres kilómetros más en dirección al faro Atxur y encontré aquella pequeña desviación sin carteles ni señal alguna. Arriba se veían algunas casas. Grandes caseríos reformados que ocupaban las cimas de aquella especie de sierra. Enfilé el camino, que era absurdamente inclinado, y el Mercedes a punto estuvo de quedarse en mitad de la cuesta. Llegué hasta un primer nivel, donde se asentaban las dos primeras casas. Conduje muy despacio, mirándolas, esperando alguna sensación de vaga familiaridad. La primera, una casa torre espectacular, tenía por nombre «Villa Amalia». La otra, un caserío reformado que lucía una sección gigantesca de cristal en su fachada, no tenía nombre y no me produjo ningún recuerdo.

Otra cuesta y llegué a una carretera que recorría la falda de la montaña de lado a lado. Opté por seguir en dirección al faro. Allí, encarado al océano, había un terreno muy grande en el que distinguí una pequeña finca de dos o tres casas.

Al llegar al seto de conífera que cercaba la finca —ciprés de Leyland muy bien recortado, por cierto—, el camino se convertía en un sendero de guijo lleno de baches. Por encima del seto se elevaba el tejado de un orgulloso caserío de piedra. Me di cuenta de que era la última casa de aquel camino, que terminaba allí, con dos grandes rocas.

Aminoré la marcha y llegué a la altura del portón. Dos grandes hojas de madera y una cancela peatonal. Allí, una placa de bronce despejó todas las dudas que podía tener: estaba frente a Gure Ametsa.

Me quedé dentro del coche, con el motor en marcha y sin saber muy bien qué hacer a continuación. El tipo de la gasolinera había dicho que yo «había ido allí a trabajar», pero nunca antes había estado en esa casa. ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a la puerta? ¿Y qué iba a decirles? «Hola, soy yo, ¿me recuerdan? Menos mal, porque yo no me acuerdo de nada.» Por un momento, incluso, me pasó por la cabeza la idea de rajarme y largarme de allí, pero después recordé a Félix Arkarazo muerto, pudriéndose en el suelo de la fábrica. Aquello era una gran motivación a cualquier hora del día.

Apagué el motor y salí del coche. Me acerqué a los portones. Debajo de la placa había un interfono con cámara. Llamé y al instante se encendieron un par de focos, aunque no hacía falta, pero estarían programados para hacerlo. Casi al mismo tiempo, escuché un ruido de pisadas acercándose a toda velocidad sobre el césped. Eran perros. Dos. Uno venía ladrando, seguramente el pequeño, el ruidoso. El otro, cuyo trote hacía retumbar el suelo, sería alguna bestia del tamaño de un caballo.

—¿Sí? —dijo una voz en el interfono.

—Hola soy… Álex… El jardinero.

La persona al otro lado del interfono hizo un corto silencio. Los perros habían llegado a la verja y empezaron a ladrar. Apenas se escuchaba algo.

—Un segundo, por favor, voy a coger a los perros —dijo la voz.

Bueno, aquello no iba tan mal. Me alejé de la puerta y me acicalé un poco en el reflejo de las ventanillas del Mercedes antes de oír un fuerte silbido en varios tonos. Los perros dejaron de ladrar. Tras un segundo silbido, los perros salieron corriendo hacia el interior de la casa. Supuse que era un silbato de adiestrador. Un minuto más tarde se abrió la puerta y apareció una mujer uniformada de azul oscuro. Se quedó ahí esperando, con un gesto impaciente. Yo tampoco supe muy bien qué hacer.

—¿No ha traído nada? —preguntó.

—¿Nada?

—¿Ni siquiera ropa?

—Es que…

—Da igual, pase. Creo que hay cosas en el garaje.

No dije nada más. Solo la seguí al interior de la finca. Supuse que me había reconocido y que pensaba que iba a trabajar allí. Según atravesaba la puerta, tuve una visión del frontal de la casa y el jardín. Estaba dividido en secciones. Un jardín a la inglesa, una cancha de tenis, una huerta. Había una segunda casa un poco apartada de la principal. Detrás de ella, había una zona de árboles frutales y allí pude ver a un hombre sujetando los dos perros con una correa. Supuse que era él el que los había llamado con el silbato. El hombre nos miraba en silencio, mientras prendía con fuerza la correa de sus dos fieras. Vestía una camisa blanca y unos pantalones oscuros. Y llevaba puestas unas gafas de sol. ¿El dueño?

Pasamos junto a un tejadillo bajo el que aparcaban dos coches. Un Porsche Cayenne y un Mazda de color rojo. Seguimos adelante y llegamos a un amplio garaje en el que había bicicletas, piraguas y un pequeño taller de bricolaje.

—Aquí están las cosas del jardín. Ahí tiene un par de monos y unas botas. —Señaló a una de las esquinas—. Cuando termine, avise a Roberto —dijo con un gesto hacia el hombre de los perros.

—Vale. Gracias. De acuerdo.

La chica se marchó y yo me quedé mirando el equipo de jardinería. Había dos segadoras John Deere, una de ellas de asiento, desbrozadoras, bidones de gasolina, aceite, una colección de tijeras de podar, una motosierra… Un equipo completo de jardinería, todo bien limpio y lubricado.

Estuve pensando en ponerme el mono y salir a trabajar un poco. Por el camino había visto unas cuantas hojas que podían rastrillarse, y una peonía que necesitaba un retoque. Pero enseguida me di cuenta de que tenía que intentar hablar con alguien, los dueños de la casa.

Me fijé en una puertecita que parecía conectar con la casa. La abrí y localicé un tramo de escaleras que subían hacia algún lugar. Casi sin pensarlo dos veces empecé a subirlas. El corazón me latía a mil por hora, pero sentía que allí arriba iba a encontrar una respuesta.

—¿Hola? Soy Álex, el jardinero.

Llegué a un distribuidor con varias puertas. Pude vislumbrar una cocina, una sala de lavandería y un pasillo que parecía desembocar en una estancia elegante. No se oía nada más que las lavadoras. Ni ruidos de televisor, ni voces. Seguí por el pasillo.

—¿Hay alguien? ¿Hola?

Llegué a un pequeño despacho. Una mesa de caoba con un tapiz verde y muchísimas cartas y facturas. Había cuadros en las paredes y algunos apoyados en el suelo. Muchos cuadros. En uno de ellos había animales vestidos como para una fiesta. Una conejita muy sexy bebía de una copa de champán.

Yo había soñado con ese cuadro.

La habitación se conectaba con la siguiente por medio de una especie de arco, así que pude visualizar perfectamente la habitación contigua. Era un gran salón. Y en medio de ese gran salón había una gran bola del mundo.

Avancé hasta el arco y me quedé allí, congelado, mirando aquel lugar.

Es un salón magnífico, con un mirador central desde el que se puede ver el ir y venir de la luz de un faro en la distancia. Estamos cerca del mar.

Hay varias personas bebiendo, envueltas en una charla amistosa. No conozco a nadie. De hecho, siento que estoy un poco fuera de lugar. Así que me tomo una cerveza mientras jugueteo con una bola del mundo muy grande, situada entre dos grupos de sofás.

Observo la decoración. Muchos muebles, butacas, canapés, incluso una chaise longue de terciopelo color frambuesa. Y muchos cuadros. Uno de ellos me llama la atención: un hombre desnudo con un pene descomunal. En otro hay animales, vestidos de traje y corbata.

Suena «I Fall In Love Too Easily», de Chet Baker.

Autore(a)s: