El mentiroso – Mikel Santiago

La agente Arruti se recostó en la silla y echó una mirada furtiva a su compañero, que arqueó las cejas.

—¡Vaya! ¡Esta sí que es buena!

El agente Blanco miró a algún punto indeterminado de la pared. ¿Seguía observando las esculturas? Arruti, en cambio, me clavó la mirada.

—Pues me parece que va a ser difícil hacer el atestado —dijo—. Pero ¿sabes cómo te llamas y todo eso? Quiero decir, ¿has perdido toda la memoria o solo una parte?

—Las cuarenta y ocho horas anteriores al accidente, más o menos. No recuerdo lo que ocurrió desde el jueves por la tarde hasta que desperté en el hospital.

—¿Y no has logrado recordar nada? Han pasado unas cuantas horas.

La fiesta. Chet Baker. La pelirroja. El barbudo, vivo, sonriente. Soy escritor. Una copa de vino en la mano. Después, en la fábrica, con la boca abierta y los ojos apagados.

—Tengo algún flash —dije—. Cosas sueltas, sin demasiado sentido. El neurólogo dice que pueden ser alucinaciones.

—Vaya —Arruti se frotó la nuca con una mano—, es la primera vez que conozco a alguien con amnesia. Debe de ser angustiante.

—Lo es.

Se hizo un pequeño silencio. Blanco tenía toda la pinta de querer largarse cuanto antes, pero Arruti estaba reconcentrada, como pensando algo. ¿En qué pensaba? Es como si desconfiara de mí.

—¿Te dijeron si tu amnesia estaba relacionada con ese golpe en la cabeza?

—El neurólogo dijo que eso era una posibilidad.

—¿Crees que pudiste meterte en alguna pelea? Ya sé que es una pregunta un poco extraña, pero el médico dijo que parecía una herida infligida con un objeto contundente.

… la piedra manchada de sangre, en mi mano, los ojos del muerto, su herida en la cabeza

—Quizá alguien te golpeó para robarte… —siguió diciendo Arruti—, te montaste en la furgoneta para huir y… En fin, solo son especulaciones.

—Como le digo, ahora mismo todo eso está en blanco.

Arruti me miró fijamente y por un brevísimo instante tuve la sensación de que no acababa de creerme.

—¿Saben dónde ha ido a parar mi furgoneta?

—Está en el depósito de vehículos municipal, en Gernika —respondió Blanco—. Tiene una rueda reventada y los faros rotos. Por lo demás, era un buen trozo de hierro. Ni se ha arrugado.

—¿Puedo ir a recogerla?

—Claro —dijo Blanco—. Pero necesitarás una grúa.

—También me faltan algunas cosas. Objetos personales. Mi móvil.

—Nosotros entregamos todo en el hospital. Quizá tu teléfono se quedó dentro de la furgoneta. —Arruti hizo memoria—: Había una segadora y herramientas de jardinería… ¿Trabajas en eso?

—Sí, hago un poco de todo, pero principalmente cortar césped. Casas de por aquí más que nada. También hago podas, pero acabo de empezar, en realidad. Hace poco que me mudé a Ilumbe.

—¿Vives aquí? —preguntó la ertzaina—, ¿en esta casa?

Asentí.

—Tu DNI da una dirección en Madrid y tu licencia de conducir es holandesa. Menos mal que la furgoneta estaba registrada en Ilumbe… ¿Y eso de la licencia holandesa?

—Es una larga historia… Mi madre es de aquí, pero nos mudamos a Madrid hace una eternidad. Después viví cuatro años en Amsterdam…

—La cuestión es —dijo Arruti— que ibas circulando en sentido opuesto.

—¿En sentido opuesto?

Arruti sacó un teléfono e hizo algunos taps antes de mostrarme un mapa de Google.

—Esta es la curva en la que te saliste. ¿Ves? Ibas en esta dirección. Pero si estuvieras volviendo aquí, deberías ir circulando al revés, ¿no?

Me quedé callado. Tenía razón.

—¿De dónde crees que podías venir?

Ni siquiera me hizo falta mirar el mapa. El polígono Idoeta. La vieja fábrica Kössler. Claro… La fábrica abandonada y ubicada en ese valle de interior, que solía visitar con cierta frecuencia. Esa carretera sería una ruta probable si estuviera viniendo de allí… Pero ¿por qué?

Noté que algo se revolvía en mi cabeza. Era como esos «anuncios especiales» de las películas americanas: «Interrumpimos la conexión para dar paso a la Casa Blanca, el presidente se dirigirá ahora a la nación».

Estoy en la vieja fábrica. Me levanto y camino hasta los portones. Tengo que huir de allí.

—¿Te pasa algo?

—No, solo es que… —Me llevé los dedos a las sienes.

—Mira —Arruti volvió a enseñarme su móvil—, tengo algunas fotos del siniestro. Justo aquí aparece la curva del accidente…

Pero no necesité ver nada. Lo recordé. Recordé haber salido de la vieja fábrica. Recordé la luz del día dañándome los ojos. Un paisaje verde, de árboles y naturaleza salvaje —la fábrica Kössler yacía abandonada entre robles y encinas—. El aire olía a madrugada y los pájaros trinaban con fuerza.

Era real. Yo estaba allí, la madrugada del sábado, en la vieja fábrica Kössler.

No supe más que eso. No podía rebobinar más. Solo me veía a mí mismo escapando de aquel lugar, aterrorizado por ese muerto que dejaba a mi espalda.

Deduje que habría llegado a bordo de mi GMC. Siempre hago lo mismo. La aparco en un lugar a un kilómetro de allí, en un polígono industrial. Recuerdo caminar por un robledal de regreso a mi furgoneta. Es una senda que ya casi nadie toma. Hay rutas mucho más vistosas y bonitas en el valle de Ilumbe. Iba desorientado, mareado, me tropecé con una raíz, me caí, pero de alguna manera llegué al otro lado: el polígono Idoeta. Talleres, garajes y almacenes. Algunos ya habían empezado a funcionar a esas horas, pero siempre aparco la GMC muy lejos de la actividad, en la esquina más lejana de la gran explanada de asfalto.

Entré en la furgoneta y cerré la puerta. Creo que me dormí un poco al recostarme en el asiento, pero después volví a despertarme con ese dolor áspero en la parte trasera de la cabeza. Pensé que alguien me había golpeado. ¿Ese hombre que estaba muerto cuando desperté?

—¿Álex? —preguntó la ertzaina—. Estás recordando, ¿verdad?

—Sí —dije yo—, espere solo un poco…

Seguí recordando. Estaba sentado en la furgoneta y me sentía mareado, con náuseas, dos síntomas que —como dice mi abuelo— hay que vigilar después de un golpe en la cabeza. Por eso, supongo, decidí salir de allí. No estaba para conducir, pero pensé que quizá todo fuese cuestión de minutos. No debía quedarme dormido o quizá no volvería a despertarme jamás, así que arranqué la GMC y me puse en marcha.

¿A dónde? A un hospital, el de Gernika. La carretera es una larga línea recta, al menos durante un buen trecho. No había tráfico, aunque los recuerdos se emborronaban en ese trayecto. ¿Me dormía? Recuerdo pasar por Elizalde y después tomar la desviación por Olabarrieta. Allí, el camino se complicaba. Curvas cerradas y pendientes. Me crucé con un ciclista madrugador y una furgoneta de reparto de pan. Di algunos bandazos. Me dormía. «Quizá debería parar —pensé—, a ver si voy a matar a alguien.» ¿A alguien más?

Entonces se me ocurrió buscar mi móvil, para mejorar las apuestas. En esta ansiedad por recordar algo, por entender qué demonios había pasado, el teléfono podría aportar alguna pista.

Empecé a palparme los bolsillos, pero no estaba ahí. Probé con la guantera. Un segundo para estirar la mano y abrirla. Otro para alzar la vista y darme cuenta de que llegaba demasiado rápido a la siguiente curva. Otro más para intentar frenar… sin éxito.

—Sí —dije—, lo recuerdo.

—Espera. —Arruti sacó una grabadora pequeña del bolsillo, la puso en marcha y me hizo un gesto para que continuara hablando.

—Recuerdo que iba conduciendo por esa carretera, no mucho más. Me despisté buscando algo en la guantera. Y me salí en la curva.

—Eso tiene sentido —intervino Blanco—. La guantera estaba abierta. ¿Algo más?

Hubiera sido un gran momento para confesar. «Me desperté junto a un cadáver. Debe de seguir allí, en la vieja fábrica de herramientas que hay cerca del polígono Idoeta. Vayan a buscarlo.» Pero no lo hice, claro. Tenía buenas razones para ello. La principal era que quizá yo había matado a un hombre. Y esas cosas no se cuentan así como así.

—¿Algo más, Álex? —insistió Arruti.

—No. —Traté de contener los nervios—. Nada. Lo siento. Siento mucho que hayan venido para nada.

—Es nuestro trabajo —dijo Arruti parando la grabadora—. Será mejor que dejes pasar unos días a ver si te va regresando la memoria. Y volveremos a intentar el atestado. Ahora mismo no te veo firmando nada con demasiada seguridad.

Diez minutos más tarde los vi marcharse tal y como habían llegado. Dana los acompañó hasta la puerta mientras yo me rascaba el cuero cabelludo con ansiedad. ¿Me habrían creído? Ciertamente la historia de la amnesia sonaba a excusa barata. El golpe en la cabeza, mi pasado variopinto, ¿es que esa poli listilla se olía algo? Pero no debía preocuparme. Los polis tienen mucho trabajo, y además, la amnesia me hacía ganar tiempo. Me inventaría una buena razón por la que estaba conduciendo hacia Gernika, les llamaría al cabo de dos días y cerraríamos el asunto.

Pero había pasado otra cosa, algo más grave: ese flash durante la charla con los policías me había convencido de que el recuerdo del hombre muerto era real.

No era ningún sueño. De verdad había ocurrido.

6

Una llamada de Erin me despertó a las seis, después de una larga siesta. Tuve que bajar a la cocina, donde estaba el único teléfono fijo de la casa.

—¿Sigues sin encontrar tu móvil?

—Debe de haberse quedado en la furgoneta —dije—. La Ertzaintza ha venido hoy y tampoco lo tenían.

—¿La Ertzaintza? ¿Para qué?

—Solo era para hacer un atestado, pero no he podido ayudarlos gran cosa. Aunque he tenido un pequeño flash del accidente.

—Vaya, me alegro. Eso es lo que dijo el doctor, que irías recuperando la memoria poco a poco… Escucha, esta tarde tengo un partido de la Copa Otoño. No creo que pueda cancelarlo…

Noté un tonillo de culpabilidad en su voz y me imaginé que era por Denis, su pareja de dobles en la liguilla de tenis del valle. Bueno, digamos que Denis era algo así como un hermano mayor de Erin. Un hermano mayor que, por alguna razón, me odiaba.

—Si quieres, te paso a buscar y vienes a vernos jugar.

—No, gracias —le dije—, todavía no me apetece mucho salir de casa.

—Claro… Bueno, puedo ir a tu casa en cuanto acabe el partido.

—No hace falta, Erin. Esta tarde me apetece plan de peli y mantita.

—¿En serio? No te pega nada.

«Bueno, no, en realidad voy a esperar a que oscurezca del todo, voy a coger el coche del abuelo y conduciré hasta un sitio del que nunca te he hablado, cariño. Creo que hay un tipo muerto pudriéndose allí dentro. Y mucho me temo que tengo algo que ver con eso.»

—Estaré bien —dije—. Pásatelo genial ¡y gana!

—Gracias. ¡Ah, Denis te manda un fuerte abrazo!

«Seguro…»

De pronto vi a Denis. Pelo rojo, alto, espigado, vestido con un blazer. Estábamos en una terraza, por la noche… y no era el Club. Era otro sitio. Un jardín… cerca del mar. ¿Por qué aparecía esa imagen de pronto?

—¿Cuándo fue la última vez que estuvimos con Denis?

—No sé… En el Club, quizá. Hace un mes. ¿Por qué?

—Por nada. Tengo un pequeño lío en la cabeza.

Todavía eran las seis y media y necesitaba que oscureciera, así que saqué mi vieja Telecaster del estuche y bajé con ella al garaje. Allí tenía un ampli VOX AC-30, debajo de un par de mantas polvorientas. Estuve tocando un par de horas hasta que a las ocho y pico apareció Dana y dijo que bajaba al pueblo a tomar algo con unas amigas. «He dejado la cena lista. No te olvides de apagar las luces cuando subas.» A las nueve y un minuto, según el cielo comenzaba a tornarse azul oscuro, subí las escaleras.

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