El mentiroso – Mikel Santiago

—Yo conocía a su padre —intervino de nuevo el abuelo—, se ahogó en el mar del Norte, en una planta de gas que se vino abajo. Ane y su madre pasaron calamidades para sobrevivir.

—He oído que su primer marido también se mató —dijo entonces Dana—. Al parecer fue un accidente, cuando iba borracho.

Mi abuelo tardó en contestar. Es como si aquello le hubiera incomodado un poco.

—Así es. Fue una mala cosa. Precisamente tu madre estaba aquí, en el pueblo, cuando todo eso ocurrió. Me alegré de que pudiera estar con Ane en un momento así… Pero bueno, ¡basta ya de tanto cotilleo! Tengo que terminar el crucigrama…

Mi abuelo se irguió otra vez y perdió la vista en el horizonte. Unas gaviotas muy chillonas revoloteaban cerca de la casa y las miró como si pensara en algo más.

Aquel par de cafés cargados me devolvieron a la vida. Nada más salir de la ducha cogí el teléfono y llamé a Erin. Solo quería hablar con ella. Escuchar su voz. ¿Qué iba a decirle? Que lo sentía, que me perdonase, que quería arreglarlo… Pero todos estos buenos deseos se estrellaron contra los tonos del teléfono. Erin no lo cogió.

Le escribí un wasap: «Siento mucho que nos peleáramos. Me encantaría poder verte hoy y hablar».

El doble check azul indicó que lo había leído, pero no contestó nada.

«Shit.»

Me puse a mirar las noticias. Había pasado una semana exactamente y no había nada sobre Félix Arkarazo. Su cadáver no había aparecido, pero tampoco se había dado aviso de su desaparición. ¿Es que nadie le echaba de menos? Hay gente así de solitaria, gente que se muere y se seca en la soledad de un apartamento sin que nadie se entere. ¿Era Félix Arkarazo uno de estos?

El único suceso mortal que aparecía era un accidente múltiple en el alto de Artaza. Un ciclista había perdido la vida por culpa de un idiota que iba demasiado rápido con su coche. En Fika, un enjambre de avispas había atacado a una señora cuando intentaba echarlas de la caja de su persiana a escobazos. Las avispas se le enredaron en el pelo y su hijo la salvó metiéndole la cabeza en un cubo de agua. Casi la ahoga, pero las abejas murieron primero.

Por lo demás, todo eran noticias amables. Un cerdo de ciento ochenta kilos había ganado un concurso en la feria rural de Ajangiz. La trainera del Kaiku volvía a ganar una regata después de varias décadas. Y el Athletic seguía celebrando que el miércoles le había metido tres al Espanyol.

Empezó a llover, así que pensé que era un momento perfecto para leer el libro de Félix. ¿Quizá podría encontrar alguna pista entre sus páginas? ¿Algo que explicase por qué habíamos terminado juntos en aquella vieja fábrica? Me leí casi cien de una sola tacada. Era una historia entretenida, llena de pequeños relatos de lo más curiosos y personajes muy creíbles (tan creíbles que eran de verdad, según Erin). Uno de ellos concretamente —llamado Asier Madariaga en el libro— me pareció que hacía alusión a Joseba Izarzelaia. En el libro lo presentaba como un hombre ingenioso que había trabajado a destajo por levantar su empresa, pero que había terminado vendiendo su alma al diablo al aceptar dinero de un tal Enrique Pando —¿Eduardo Sanz en la vida real?—. Desde luego, la historia era muy parecida a la de Joseba. En el libro, además, se mencionaba un tercer socio —Aitor Magunazelaia—, que fue traicionado por los otros dos. ¿Podía esa historia tener tintes de realidad? ¿Tuvo Joseba otro socio en el pasado?

Con el libro todavía entre las manos, volví a pensar en Félix. ¿Sabía lo suficiente sobre él? Volví a internet y me puse a buscar más información. Encontré su página web y su perfil de Facebook, en el que tenía casi cinco mil amigos —casi cinco mil amigos y nadie le había echado de menos en una semana—. En uno de los últimos posts de su perfil había colgado una entrevista grabada para el programa Página 2 de Televisión Española. Allí estaba él, con sus barbas y sus gafitas, hablando por los codos. Me estremeció verle, vivo, contestando con su voz aflautada, un poco infantil.

—¿Qué opina de la polémica que el libro suscitó en su pueblo? —preguntaba el entrevistador—. Se dice que ha sido usted abucheado, incluso víctima de algún ataque físico.

—Yo crecí en ese pueblo —decía Félix—, y lo conozco bien. Me da pena cómo se lo están tomando.

—¿Es cierto que ha recibido alguna amenaza de muerte?

—Es cierto.

—Ha comentado en entrevistas que está escribiendo una segunda novela, ambientada en Ilumbe. Quizá alguien tema lo que vaya usted a desvelar en ella…

—Desde luego —respondía Félix—, eso podría ser. En mi nueva novela pienso resolver un viejo misterio que lleva años sin que nadie le preste la debida atención.

—¿Puede adelantarnos algo?

Félix negaba con la cabeza y sonreía.

—Tendrán que comprarse el libro.

Ese libro en cuestión, la secuela, no había llegado a publicarse todavía. Rastreé internet durante un buen rato, pero solo constaba una obra del autor. ¿Qué habría pasado con esa segunda novela que mencionaba?

«¿Es posible que todo esto tenga relación con esa segunda novela?»

Mientras tanto, seguía lloviendo a mares y el teléfono estaba en silencio. El mensaje que le había enviado a Erin seguía allí, sin respuesta. Iba a llamarla otra vez, pero me contuve. Me había pedido tiempo. Vale. Se lo daría.

Entonces sonó un tono de mensaje y casi salté sobre el colchón. Cogí el teléfono ansioso por leer su nombre en la pantalla, pero no era ella, sino Txemi Parra, que por fin daba señales de vida.

Acabo de volver de Madrid y he oído tu mensaje. ¿Todo bien?

Iba a escribirle de vuelta, pero preferí llamarle.

—¡Álex! Siento el desconecte. Ha sido una semana de locos en Madrid. No he parado ni un segundo.

—Me imagino que no te has enterado de nada.

—¿De qué?

Le expliqué toda la historia: mi accidente, mi amnesia, mis intentos desesperados por localizarle. Txemi tardó un poco en reaccionar, casi llegué a pensar que se había largado.

—Guau… Tendrías que escribir un guión con todo eso.

—Quizá.

—Bueno, es viernes, pero con esta lluvia no puedes segar. ¿Te apetece una cerveza?

—Pues ahora mismo estoy bastante libre —dije—. Erin me ha mandado a freír espárragos…

—¡Oh! Necesitas una sesión de birra-análisis. ¡Ven ya!

2

La casa de Txemi estaba ubicada en uno de los valles interiores cercanos a Ilumbe. En la clasificación de casitas chulas de la zona, gozaba de un cómodo puesto en el top diez (puesto merecido sobre todo por su jacuzzi al aire libre y su horno de leña para hacer pizzas). Txemi se la había comprado con el dinero que ganó en sus tiempos de Piso de estudiantes, una serie que estuvo ocho temporadas en el aire. Pero aquellos tiempos dorados habían perdido ya su brillo. La serie se acabó y Txemi no había vuelto a enfilar nada interesante. No le costaba confesarlo: ahora se dedicaba a hacer doblajes, anuncios y alguna obra de teatro. Y a vivir de unos ahorros que se iban consumiendo a una velocidad preocupante.

Apareció tras la puerta, vestido con un esponjoso albornoz de color rosa.

—Tengo seis Trappistes Rochefort en la nevera y unos nachos en el horno. ¿Mario Kart?

—Sí, por favor —dije.

Nos sentamos en el salón, delante de un pantallón de setenta y cinco pulgadas, y nos sumergimos en el mundo de carreras de Mario y Luigi mientras bebíamos birra y devorábamos una bandeja de nachos con un centímetro de queso encima. Mientras tanto, a petición mía, Txemi relató lo que había sucedido el viernes anterior.

—Ane me llamó al mediodía. Sonaba histérica porque su jardinero estaba con ciática y tenía la campa como una leonera. Me preguntó si conocía a alguien y le dije que sí, que justo estabas segándome la hierba. Te dije que era una buena oportunidad, porque los Perugorria tienen un jardín muy grande y, si les gustabas, igual te daban más trabajo.

—Vale —dije—, eso es más o menos lo que recordé cuando estaba debajo del agua.

—¿Es verdad que Carlos te empujó a la piscina? —Soltó una carcajada—. Guau. Qué pena perderme esa fiesta.

Estábamos corriendo en Donut Plains, uno de mis circuitos favoritos del Mario Kart, y Txemi me preguntó por el accidente, por la amnesia. Le dije que había logrado recordar la fiesta en casa de Ane y Carlos.

—¿No te invitó Ane?

—Sí —dijo Txemi—, pero me salió esto de Madrid y no fui.

—¿Los conoces bien? A Carlos y Ane…

—A Ane, sobre todo. Tuvimos un lío cuando yo era un querubín y ella tenía veinte. Bueno…, me desvirgó.

—¿Qué? ¡No me jodas! —Me eché a reír.

—Esto es un pueblito de costa, Álex. Nuestra ratio de locuras supera cualquier marca. Y yo también era un ser apetecible a los dieciséis. El caso es que desde entonces nos llevamos muy bien. Sigue estando buenísima, por cierto. No me importaría hacer un revival con ella; pero claro, Carlos es… muy grande.

Intenté que no se me notase demasiado el interés superlativo que tenía en la siguiente cuestión.

—¿Te suena un tal Félix Arkarazo?

La mención hizo que Txemi perdiera el control del kart por un segundo.

—¿Félix? Claro, ¿por qué?

—Bueno, estuvimos hablando en la fiesta de Ane. No sabía nada de él, de su libro y todo eso. Un tipo interesante, ¿no?

—Un tipo peculiar, dejémoslo ahí. —Hizo derrapar su kart—. De pequeño era el gafitas del pueblo. ¿Sabes el clásico gafitas al que todo el mundo patea? Ese era Félix. Vivió demasiado tiempo con su madre, creo yo. Cuando pasó lo de la novela, se vino arriba. Se puso muy chulo, no sé…, supongo que era su forma de vengarse.

—Me la estoy leyendo justo ahora. ¿Vas a aparecer en algún momento?

Txemi se rio.

—No, en esa no, pero quizá en la siguiente…

Me pareció que la frase contenía un temor real. Le pregunté por qué.

—Hace un par de años, Félix me llamó para hablarme de la adaptación de su novela al cine. No sé… Fue una conversación muy rara. Quería que yo encarnase al protagonista principal, que iba a apoyarme en la productora y tal. Ya puedes imaginarte cómo me puse de contento: incluso le invité a una fiesta en casa, con unas amigas. Pero el tío es un palizas. Empezó a llamarme casi todos los fines de semana para salir y yo pasé un poco de él. Es un pobre diablo solitario, sin familia ni amigos.

—Vaya, eso explica…

—¿Qué?

—Nada, nada, sigue.

—El tío se compró un chalé en la urbanización de Kukulumendi, se apuntó al club deportivo. Quiso ser lo que nunca había sido: alguien popular. Y supongo que yo formaba parte de su plan. Entonces me escribió diciendo que se estaba planteando otro actor… ¡Se había enfurruñado! Pues que le den…

Bowser acababa de lanzarme a la cuneta y la princesa Peach había ganado la carrera por tercera vez.

—Oye, pero ¿qué te pasa con Erin? —cambió entonces de tema Txemi—. ¿Es verdad que estáis enfadados?

Le expliqué todo el asunto del Eroski y de cómo Erin me había pillado mintiendo.

—Bueno, algún día ibas a cometer un fallo —dijo él.

Txemi lo sabía todo sobre mi pequeña «chapuza» al margen de la ley. De hecho, fue él quien me dio la idea de comenzarla, en una de esas tardes de cervezas después del trabajo. No sé cómo llegamos al tema exactamente. Supongo que yo me puse a hablar de mis aventurillas en Amsterdam y de cómo había hecho algunos contactos tenebrosos mientras intentaba sobrevivir en aquella ciudad. Así es como terminamos hablando de cosas como el kamagra, los mildronates… «Eso aquí tiene un mercado gigantesco —me dijo Txemi—. Conozco mucha gente que está loca por encontrar un tío serio que pase buen material.»

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