El mentiroso – Mikel Santiago

Al principio me negué en redondo. Había hecho alguna que otra chapuza en Amsterdam, solo para sobrevivir en épocas difíciles, pero aquello no era para mí. Sin embargo, necesitaba el dinero y aquella era la manera más rápida de conseguirlo. Una semana más tarde le dije a Txemi que lo haría «solo hasta pagar mi deuda». Podría usar un sistema de entrega «ciega», y así nadie me conocería.

«Nadie sabrá jamás quién eres… —dijo Txemi—. Bueno, nadie excepto yo.»

—¿No deberías hablarle de ello?

—¿A Erin? ¿Estás loco? Eso sería como colgarme de una soga. Ya me siento suficientemente fuera de órbita siendo un jardinero como para contarle que soy un camello.

—Pero lo haces para pagar una deuda que contrajiste para ayudar a tu madre. Creo que eso es un atenuante, ¿no? Además, su familia podría echarte una mano. Tienen dinero.

—No pienso pedirles nada. Solo quiero terminar con esto. Me queda una bolsa entera, y en cuanto la venda bajaré la persiana.

Tomamos otro par de birras y a las siete y media me tuve que largar. Txemi había invitado a una chica a cenar. Una monada que apareció por allí con un vestido bien pegadito y una sonrisa de quitar el hipo. Además, esa noche tenía algunas cosas pendientes. La primera: llevar la bolsa Arena a un escondite seguro. La segunda: trabajar un poco.

Escribí unos cuantos mensajes:

Estoy de ronda. ¿Algún interesado?

Respondieron unos cuantos clientes y llegaron las notificaciones de sus ingresos: ciento cincuenta, cien, doscientos… Irati, la chica de los mildronates, no decía ni pío, así que insistí un poco:

Tengo tus mildros listos, ¿aún los quieres?

Comenzaba a anochecer. Conduje hasta el Blue Berri. Se notaba algo de ambiente, pero llovía y el aparcamiento estaba tranquilo. Aparqué en la parte más alejada. Aquel lugar no tenía farolas y estaba bastante oscuro. Había una zona infantil con columpios de los tiempos en los que aquello era un restaurante. Ahora estaba todo en ruinas, pero todavía quedaba un columpio hecho con un neumático. Saqué dos cajas blancas de uno de los pedidos, las envolví en una bolsa de plástico y las metí en el hueco del neumático. Después envíe un mensaje con la localización y escribí lo siguiente:

En el columpio, dentro del neumático.

Seguí con la ronda. Había una parada de autobús en medio de la nada, entre Mujika y Metxika, cuyo banco de plástico tenía un hueco perfecto. Planté un par de cajas. Una papelera en el aparcamiento del Eroski y los vericuetos de una de esas horribles esculturas de rotonda fueron los otros dos drop-deads de la noche. El sistema, aunque puede parecer endeble, se había demostrado bastante seguro. Apenas había perdido un par de cajas en un año.

Terminé con las entregas y conduje en dirección al mar. Había un antiguo almacén de maquinaria agrícola en las faldas del monte Sollube. En su momento me pareció incluso más idóneo que la fábrica porque estaba muy cerca de la carretera y tenía muchos huecos donde esconder una pequeña bolsa. Pero tenía un problema, claro: un gigantesco cartel de SE VENDE en el frontal del negocio. Hasta que encontrara otro escondite más fiable, decidí que sería el nuevo hogar de mi bolsa.

No quería que nadie viese el Mercedes aparcado ahí fuera, así que conduje montaña arriba en busca de algún lugar discreto donde parar. Finalmente encontré un restaurante, a unos dos kilómetros. Estaba demasiado lejos, pero era mi única opción. Aparqué tan a resguardo como pude y me preparé para mi trekking nocturno.

Me coloqué una linterna frontal, y unos zapatos de suela especial para el barro. Llovía, pero la bolsa Arena contenía una bolsa hermética de plástico, al vacío, que protegía la mercancía de la humedad. Me la eché al hombro junto con la mochila de útiles.

Bajé durante media hora sin mayores complicaciones. Llovía a raudales, pero eso era bueno: alejaba la posibilidad de encontrarse con nadie.

La última vez que estuve por allí no había perros, aunque de eso habían pasado unos meses, así que anduve con cuidado. Llegué hasta la pared y me pegué a ella. La lluvia caía como una manta de agua por el valle. Algunos caseríos, lejanos, enclavados en lo alto, eran los únicos testigos de mi incursión.

Cogí una piedra y la lancé a través de una de las ventanas rotas del almacén, con el objetivo de provocar algún tipo de movimiento. Si había un chucho dormido, lo despertaría. Escuché el ruido de la piedra reverberando dentro de aquel pabellón y nada más. No parecía haber nadie, así que salté dentro.

Mi linterna frontal iluminó un espacio más pequeño que la fábrica Kössler y también bastante más limpio, a decir verdad. Las antiguas oficinas estaban arriba, en un piso flotante. «Una buena opción», pensé. Subí las escaleras y me dirigí a la oficina: una puerta de cristal esmerilado donde se leía la palabra DIRECCIÓN. Al otro lado había una habitación repleta de trastos apilados en una esquina. Viejas máquinas de escribir de metal, sillas, un escritorio. Todo embrollado contra un gran armario metálico. Ese armario me pareció jugoso, un archivador enorme y profundo. Aparté algunas cosas y logré abrir una de sus puertas. Estaba lleno de papeles comidos por la humedad, pero tenía el suficiente espacio para albergar mi bolsa. Joder, era perfecto.

Me aprovisioné de algunas cositas para no tener que volver en una temporada. Irati, la chica de los mildronates, no respondía. Bueno, no podías pedir que la gente estuviera lista para salir a jugar a la búsqueda del tesoro cuando tú quisieras, así que cogí su pedido, cerré la bolsa y salí de allí.

El camino de regreso fue más fácil —siempre es más fácil subir que bajar—, pero aún llovía a mares. Llegué al coche y saqué ropa de recambio del maletero. No quería tener más sorpresas inesperadas esa noche.

3

Conduje bajo una intensa lluvia por la carretera del mar y llegué a Ilumbe en veinticinco minutos de reloj. Según llegaba a la altura de la Repsol, detecté un resplandor en lo alto de la colina. Un resplandor azul como el que suelen emitir los coches de policía. Casi siguiendo un instinto automático, frené y entré en la gasolinera. Aparqué el Mercedes a un lado y miré otra vez. En efecto, había una especie de resplandor azul en lo alto de Punta Margúa. ¿La policía?

Salí del coche y entré en la tienda de la gasolinera. Ketxus, el empleado —un chaval de pelo rojo y con más de quince piercings visibles—, estaba aburrido en su silla, mirando el móvil.

—Oye, ¿ha pasado algo? ¿Has visto poli?

—Sí, hace un rato… —dijo distraído—, me ha parecido ver una ambulancia.

Un poco más nervioso, salí de ahí. El resplandor azul se veía con claridad por encima de los árboles del monte. Entré en el coche y miré el teléfono. Solo entonces vi que tenía tres llamadas perdidas de Dana y un mensaje:

Álex, ven a casa cuando puedas. Ha pasado algo con tu abuelo.

El mensaje de Dana no era demasiado explícito, y esos suelen ser los peores.

Arranqué y salí de allí atolondradamente. Un coche patrulla estaba parado frente a las verjas. También había una ambulancia. En esos pocos segundos que tardé entre el coche y la casa pensé que el abuelo había muerto.

«Se ha suicidado», me decía a mí mismo, recordando esa frase que me había dicho la noche anterior: «No quiero ser una molestia para nadie». Y si era cierto, el corazón me iba a reventar de tristeza y culpabilidad.

Había luz en el salón, así que atravesé el jardín hasta la terraza. Entonces, llegué a la puerta y vi a mi abuelo sentado en un sofá, en pijama.

¡Vivo!

Una ATS le estaba tomando el pulso y Dana estaba sentada a su lado. Toqué en el cristal y vino a abrirme. Todavía llevaba una gabardina puesta. Ella también parecía recién llegada de alguna parte.

—¿Qué ha pasado?

—Parece que había alguien merodeando por la casa. Tu abuelo le ha visto.

—¿Qué?

—Al parecer ha disparado con su escopeta y después ha llamado al 112.

—¿Qué?

Entré a todo correr y me arrodillé junto al abuelo. La ATS que le atendía me hizo un gesto con la mano como pidiendo calma.

—¡Eh! ¿Qué ha pasado, aitite? ¿Estás bien?

Mi abuelo estaba visiblemente alterado, pero intentaba mantener su flema.

—Un ladrón de gallinas —dijo—, que se ha equivocado de gallinero.

—¿Es verdad que le has disparado?

—Sí, pero no a dar, ¿eh? Ha salido corriendo el muy cobarde.

Vi bajar a dos ertzainas por la escalera. Joder, eran Nerea Arruti y el agente Blanco, los mismos con los que había charlado tres días antes. El agente Blanco portaba una escopeta de caza en las manos. Era la escopeta del abuelo. De niño solía pedirle que me dejase jugar con ella y mi madre se ponía hecha una furia.

—Vaya casualidad —dijo Arruti al verme.

—Y tanto —dije yo.

Dana se adelantó.

—¿Han encontrado algo?

—Por ahora solo hemos encontrado el disparo —contestó—. Jon le ha dado de lleno al césped, nada más.

Blanco desmontó la escopeta y dejó las piezas en el suelo de la entrada. Después sacó una linterna y salió por la puerta del jardín, que seguía abierta.

—Voy a echar un vistazo fuera.

Arruti se acercó al abuelo y se puso en cuclillas frente a él. Sacó una libreta y le pidió que describiera lo sucedido.

—Me iba a ir a la cama y he bajado a comprobar que no quedase ninguna luz encendida abajo. Y de hecho, la luz de la cocina estaba dada. ¡Estos dos siempre se olvidan de quién paga la factura en esta casa!

Dana y yo nos miramos con media sonrisa.

—Entonces, según estaba allí, he escuchado un ruido en el salón. Me he asomado y he visto una silueta pegada a ese cristal. —Señaló uno de los grandes miradores del salón—. Primero he pensado que era mi nieto, que se había olvidado la llave y estaba intentando abrir la puerta. Pero luego he visto que llevaba un pasamontañas.

—¿Llevaba la cara tapada? —dijo Arruti.

—Sí. Era uno de esos viejos pasamontañas de ojos recortados. Así que ni me lo he pensado. He subido a mi despacho, he cargado la escopeta y me he asomado con idea de sorprenderlo. El tipo estaba ya encaramado a una de las ventanas. La había logrado abrir y creo que ya tenía una pierna dentro de la casa.

Mi abuelo hizo una pausa para tomar aire. La ATS dijo que «quizá era mejor esperar un poco».

—Tranquila —le dijo mi abuelo—. Aquí donde me ves, no es el primer tiroteo que vivo. He disparado a piratas en el Índico. Y una vez, frente a Venezuela…

—Prosiga —dijo Arruti—, por favor. ¿Le ha dado el alto o algo?

—No. Le he encañonado desde arriba y he disparado a modo de aviso. A la hierba. Es el mejor de los avisos.

—Joder, aitite —dije yo, y Arruti chascó la lengua.

—Podría haberle herido.

—Tengo buena puntería —replicó Jon—, y si le dejo cojo, él se lo ha buscado.

Arruti no dijo nada, solo un gesto para que mi abuelo terminara el relato.

—Entonces el ladrón ha salido corriendo y ha desaparecido. Se ha perdido entre las sombras, en dirección al acantilado. Y he llamado al 112.

—Vale, ahora tómese un pequeño tranquilizante —dijo la ATS—, que le va a sentar bien.

—Prefiero un brandi. Álex, ¿puedes traerme uno?

Me levanté, fui al mueble bar y me puse a prepararle una copa. Entonces apareció Arruti a mi lado.

—Cuando puedas, quiero hablar contigo a solas.

—Vale —dije señalando la cocina—, en un minuto.

Le di la copa al abuelo y le dejé con Dana y la ATS. Después me deslicé hasta la cocina. La puerta estaba abierta, entraba una brisa muy fría y se veía la linterna de Blanco por los acantilados. Le ofrecí a Arruti una de las sillas. Nos sentamos.

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