El mentiroso – Mikel Santiago

La casa estaba en penumbras. Una de las obsesiones de mi abuelo en aquella casa tan grande era la factura de la luz. «¡Apagad las malditas luces!» Llamé a la puerta del despacho. Mi abuelo estaba allí, en su sofá, leyendo.

—¿Abuelo?

—Álex. Pasa.

—¿Puedo llevarme tu coche? Tengo que hacer un pequeño recado.

—¿Seguro que puedes conducir?

—Solo será una vuelta rápida.

—Bueno, claro, sin problema. Pero ten cuidado, dicen que viene otra galerna, peor que la de anoche.

—Lo tendré.

—¡Ah! Y apaga todas las luces cuando salgas. ¿Eh?

—Sí, aitite. Sí.

Arranqué aquel Mercedes W126 del abuelo y salí por la carreterilla hasta el cruce de la gasolinera Repsol. La galerna que mi abuelo había anunciado ya estaba encima de la costa. Rachas de viento doblaban los pinos y hacían bailar papeles sobre el asfalto como en una visión apocalíptica. Pero el Mercedes apenas notaba el embate del viento. La reliquia, que mi abuelo había traído en un barco desde México y que había sido —según él— el coche personal de un importante mafioso, era un titán en la carretera. Crucé la calle principal de Ilumbe, que a esas horas estaba desierta. Los parroquianos se apretujaban dentro del bar de Alejo. Los demás bares estaban cerrados ya. Ilumbe es un pueblo pequeño, de apenas doscientas almas en invierno, pero que en verano se inflaba hasta casi los mil habitantes. El otoño, no obstante, era una época rara y solitaria.

En ese instante comenzó a caer una tromba de agua que desbordó los desagües y que me obligó a accionar el limpiaparabrisas a toda velocidad. Salí por la general hasta otro cruce, el del caserío de Zubelzu, donde giré a la izquierda.

Esa era la carretera por la que había conducido el sábado de madrugada. Fui despacio y con cuidado —lo que menos necesitaba era otro accidente—. Al cabo de un rato llegué a una curva que estaba balizada con cinta de la Ertzaintza. Me imaginé que era allí por donde me había salido. Frené el Mercedes y puse las largas, que iluminaron el bosque a través del chaparrón. Pude ver un árbol recién talado. Mi víctima. No experimenté nada nuevo. El recuerdo del accidente seguía allí tal y como me había venido esa mañana en la entrevista con la Ertzaintza. Salí de allí antes de que viniera algún coche.

El polígono Idoeta dormía bajo la lluvia. Almacenes, fábricas y talleres conformaban un laberinto silencioso y anónimo. Entré con el coche y me dirigí al aparcamiento «grande». A esas horas estaba casi vacío. Un par de coches, retenes de alguna de las fábricas seguramente, y una hilera de furgonetas que dormían allí siempre. Aparqué en la parte más alejada de los pabellones, que también era la más cercana al robledal, y me quedé apuntando con las luces a ese camino que conocía.

¿De verdad estuve allí el sábado? ¿Por qué?

Mi teléfono era lo único que podía arrojar una explicación sobre eso, pero hasta que lo encontrara, solo había una cosa que hacer.

Salí del coche y me dirigí al maletero, donde había guardado mi mochila «de utensilios»; cogí una linterna frontal y me la coloqué en la cabeza. Un potente rayo de luz iluminó mis pasos según saltaba del asfalto al caminito de tierra y entraba en el robledal. Los árboles se agitaban y crujían por efecto del viento. El haz de mi linterna hurgaba en la negrura, iluminando troncos de árboles que aparecían como fantasmas. Incluso para alguien que no creía en el más allá, caminar de noche por un bosque solitario era toda una prueba de fe.

Hice la primera mitad del camino sin complicaciones, pero luego el terreno comenzaba a inclinarse y había surcos, zanjas y todo tipo de accidentes en aquella senda, que además estaba embarrada por las lluvias de esa noche y los días anteriores. Tuve un par de patinazos y al final opté por saltar a la hierba y reemprender la marcha sin más problemas. Justo en ese momento, según iluminaba la orilla, la luz de la linterna rebotó en algo brillante. Una forma negra y rectangular que destacaba entre las rugosidades del camino. Mi teléfono.

Estaba tirado y a la vista en medio del sendero, a los pies de un pequeño desnivel de rocas y raíces por el que seguramente me había caído el jueves de madrugada. Se me debió de salir del bolsillo y allí se quedó, abandonado hasta esa noche.

Lo recogí y lo intenté encender. Estaba sin batería. De hecho, estaba empapado de agua y quizá roto. Lo metí en el bolsillo pequeño de la mochila, aliviado por haberlo encontrado. Al mismo tiempo, eso era otra prueba más de que había estado allí. De que mis recuerdos eran correctos. Ahora solo quedaba comprobar una cosa. ¿Estaba ese hombre que recordaba también allí?

El color blanco hueso de la vieja fábrica apareció entre los últimos árboles. La antigua fábrica Kössler era un edificio fantasmagórico que llevaba décadas abandonado. La nueva carretera había dado lugar a mejores emplazamientos para la industria del valle y, ahora, aquel viejo monstruo de ventanas rotas, que en su día cobijó a un centenar de operarios de matricería, dormía a la espera de ser demolido.

Apagué la linterna frontal y me parapeté tras el cartel que decía PROPIEDAD PRIVADA – PROHIBIDA LA ENTRADA. Había uno igual al principio de la estrecha carreterilla que solía servir como enlace con la general. Además, allí había otro mensaje interesante: PELIGRO DERRUMBAMIENTO.

Avancé por aquel laberinto de cascotes, ruinas y maleza. Conocía el camino, solía ir allí con cierta frecuencia, y sabía dónde pisar para no hacer ruido. Me acerqué a la fábrica con el oído puesto en escuchar algo.

Se trataba de dos grandes hojas de metal montadas sobre unos rodamientos. Los dejaba siempre bien cerrados después de cada visita, pero me encontré uno de ellos ligeramente abierto. ¿Cosa mía? ¿O de alguien más?

Entré con cuidado. No es que yo sea el más cobarde del regimiento, pero aquello imponía. Di un par de pasos dentro del pabellón intentando escudriñar aquella negrura.

—¿Hay alguien? ¿Hola? —Mi voz, pequeña y asustada, reverberó en las tinieblas.

No hubo respuesta. La lluvia había regresado sin previo aviso. El tejado del pabellón era de chapa y las gotas resonaban como en la caja de un tambor. Avancé dando tímidos pasos en la oscuridad, caminando por el centro de aquel espacio. Ni siquiera me acordé de encender la linterna. Quizá porque deseaba con todas mis fuerzas que ese recuerdo del tipo muerto en el suelo fuese, en realidad, una invención de mi subconsciente. Algo que había colocado allí.

La primera pista me llegó por el olfato. Un olor o, mejor dicho, un hedor me sobrevino a medida que seguía avanzando. Un tufo rancio que es mejor no intentar describir… o baste con decir que aquello era como estar en las tripas de un pez muerto y podrido.

No podía ver nada, pero el olor indicaba que su origen estaba bastante cerca. Además, se escuchaban algunos ruiditos: pequeños crujidos, chasquidos, como si algo se arrastrara por el suelo. Aquello hizo que me parara en seco. Joder, estaba muerto de miedo. ¿Qué era eso que sonaba? ¿Una serpiente? ¿Un hombre medio muerto que estuviera intentando alcanzarme con las manos?

Recordé la linterna por fin. La encendí y su potente rayo zigzagueó durante unos instantes, buscando en aquel suelo polvoriento, antes de detenerse en algo. Había algo. Un bulto.

Casi al mismo tiempo descubrí el origen del ruido. Eran insectos, moscas y larvas principalmente, que se arremolinaban alrededor del bulto que permanecía quieto a tres metros de mí. Era un cuerpo. Tumbado en el suelo sobre un costado.

El hombre muerto.

No pude aguantarme. Retrocedí dos pasos, giré sobre los talones y caí a cuatro patas. Después eché hasta la primera papilla.

«Joder… Es verdad. Es verdad. Está aquí. El muerto.»

No me atrevía a levantarme. No quería mirarlo. Por un instante pensé en salir corriendo. «Coge tu bolsa y sal de aquí sin mirar atrás. No puedes irte sin la bolsa.»

Me puse en pie. Respiré. Tenía que hacer frente a la situación. Ya más mentalizado, me di la vuelta y lo enfoqué bien con la frontal. Ese tipo de barbas yacía tal y como lo había recordado todo ese tiempo. No era un sueño, ni una trasposición de mi memoria. Era real. En mi vida, hasta ese momento, solo había estado una vez en presencia de la muerte. Mi madre murió entre mis brazos, suavemente. La vi respirar por última vez en la cama de su piso de Madrid, con un dosificador de morfina que había ido apagando su corazón poco a poco durante cinco horas.

Aquel muerto de la antigua fábrica era mi segunda vez. Y en esta ocasión no había emoción alguna, ni llantos. Tan solo frialdad. Una frialdad heladora. ¿Por qué no sentía ninguna culpa?

La lluvia provocaba un verdadero estruendo en el tejado. Era como un coro de voces nerviosas y agitadas que quisieran prevenirme de algo: «Sal de aquí. Coge tus cosas y lárgate antes de que sea demasiado tarde».

Afuera comenzaron a relumbrar algunos rayos. Los truenos todavía sonaban lejos, opacos, pero se acercaban.

Rodeé el cadáver, muy despacio, mientras algunos de esos insectos se escapaban; a otros parecía darles igual mi presencia. Le enfoqué el rostro con la linterna. Su cara parecía diferente, más alargada o deforme. Supongo que por efecto del rigor mortis (cosas que se aprenden viendo series policíacas). Ahora estaba más blanco y las gafitas habían terminado por caerse al suelo. Sus ojos no miraban a ninguna parte, y por un instante de puro terror, pensé que quizá algún insecto o pájaro se los habría comido, pero después detecté el brillo de una pupila.

Era un hombre de cincuenta y tantos años vestido con ropa bastante buena. Pantalones de pana, camisa a cuadros y una chaqueta beige. Zapatos negros cerrados, con cordones. Un reloj plateado en la muñeca. Todo estaba en orden, limpio y en su sitio; a no ser por los insectos. No era un mendigo, ni un yonqui, sino un hombre con cierto nivel económico. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué?

Pensé en ese recuerdo de la fiesta. Soy escritor.

¿Un escritor?

Seguí rodeándolo y llegué a la cocorota. El potente haz de mi linterna frontal iluminó el golpe, medio camuflado entre el oscuro cabello del muerto. Una depresión sangrante que indicaba el lugar del impacto. Estaba situado en un lateral de su cabeza. ¿Qué significaba eso? Bueno, para un tipo como yo, que había obtenido su título de forense en el videoclub de la esquina, aquello significaba que le habían golpeado por detrás. Un golpe limpio y certero en plena crisma.

Lo habían matado de un golpe, e inmediatamente recordé aquella piedra que había aparecido junto a mi mano cuando me desperté. Estaba donde yo la había dejado. Un pedrusco de forma triangular. Uno de sus ángulos estaba bañado en ese color oscuro de la sangre.

¿Yo? ¿Un asesino?

Un rayo estalló en lo alto, esta vez seguido de un trueno ensordecedor.

Respiré hondo, sintiendo que mi estómago se lanzaba a temblar. Tenía que controlar la situación. Tenía que pensar. ¿Debía llamar a la policía? Era demasiado tarde. Habían pasado días. Y además, esa piedra ¿tendría mis huellas? ¿Qué iba a decir en mi defensa?, ¿que no recordaba nada? Pero entonces ¿por qué había ido allí otra vez? El asesino siempre regresa a la escena del crimen, ¿no dicen eso? Y por otra parte estaba mi bolsa. La bolsa que mantenía escondida en la pared del fondo.

«No. No llamarás a nadie. Arreglarás esto como siempre has hecho: tú solo.»

Me quedé mirando esos dos ojos negros. Para haberle matado, no sentía nada de culpa. Solo una necesidad imperiosa de salir indemne.

Dejé todo como estaba y seguí caminando hasta el fondo del pabellón. Allí se acumulaban algunas máquinas abandonadas y un pequeño espacio de oficina derribado, pero donde aún se perfilaba la antigua estancia y la puerta. Atravesé aquel marco en ruinas y me acerqué hasta el fondo. Apunté con la linterna a lo alto. Había una suerte de repisa que daba a un ventanal con forma arqueada. Trepé hasta allí sin problemas, colocando pies y manos como había hecho ya tantas veces. Una viga de hierro, un hueco en la pared, hasta alcanzar una escalerilla clavada en el hormigón. Una vez arriba, encaramado como el hombre araña, hice equilibrios hasta la parte central de la ventana, metí la mano sobre el dintel y palpé hasta dar con un objeto de tela. Una bolsa de deporte grande, de marca Arena. Continuaba allí, y esa fue, después del iPhone, la segunda buena noticia de la noche. Me la colgué de un hombro y aterricé en el suelo.

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