El mentiroso – Mikel Santiago

Se trataba de dos grandes hojas de metal montadas sobre unos rodamientos. Los dejaba siempre bien cerrados después de cada visita, pero me encontré uno de ellos ligeramente abierto. ¿Cosa mía? ¿O de alguien más?

Entré con cuidado. No es que yo sea el más cobarde del regimiento, pero aquello imponía. Di un par de pasos dentro del pabellón intentando escudriñar aquella negrura.

—¿Hay alguien? ¿Hola? —Mi voz, pequeña y asustada, reverberó en las tinieblas.

No hubo respuesta. La lluvia había regresado sin previo aviso. El tejado del pabellón era de chapa y las gotas resonaban como en la caja de un tambor. Avancé dando tímidos pasos en la oscuridad, caminando por el centro de aquel espacio. Ni siquiera me acordé de encender la linterna. Quizá porque deseaba con todas mis fuerzas que ese recuerdo del tipo muerto en el suelo fuese, en realidad, una invención de mi subconsciente. Algo que había colocado allí.

La primera pista me llegó por el olfato. Un olor o, mejor dicho, un hedor me sobrevino a medida que seguía avanzando. Un tufo rancio que es mejor no intentar describir… o baste con decir que aquello era como estar en las tripas de un pez muerto y podrido.

No podía ver nada, pero el olor indicaba que su origen estaba bastante cerca. Además, se escuchaban algunos ruiditos: pequeños crujidos, chasquidos, como si algo se arrastrara por el suelo. Aquello hizo que me parara en seco. Joder, estaba muerto de miedo. ¿Qué era eso que sonaba? ¿Una serpiente? ¿Un hombre medio muerto que estuviera intentando alcanzarme con las manos?

Recordé la linterna por fin. La encendí y su potente rayo zigzagueó durante unos instantes, buscando en aquel suelo polvoriento, antes de detenerse en algo. Había algo. Un bulto.

Casi al mismo tiempo descubrí el origen del ruido. Eran insectos, moscas y larvas principalmente, que se arremolinaban alrededor del bulto que permanecía quieto a tres metros de mí. Era un cuerpo. Tumbado en el suelo sobre un costado.

El hombre muerto.

No pude aguantarme. Retrocedí dos pasos, giré sobre los talones y caí a cuatro patas. Después eché hasta la primera papilla.

«Joder… Es verdad. Es verdad. Está aquí. El muerto.»

No me atrevía a levantarme. No quería mirarlo. Por un instante pensé en salir corriendo. «Coge tu bolsa y sal de aquí sin mirar atrás. No puedes irte sin la bolsa.»

Me puse en pie. Respiré. Tenía que hacer frente a la situación. Ya más mentalizado, me di la vuelta y lo enfoqué bien con la frontal. Ese tipo de barbas yacía tal y como lo había recordado todo ese tiempo. No era un sueño, ni una trasposición de mi memoria. Era real. En mi vida, hasta ese momento, solo había estado una vez en presencia de la muerte. Mi madre murió entre mis brazos, suavemente. La vi respirar por última vez en la cama de su piso de Madrid, con un dosificador de morfina que había ido apagando su corazón poco a poco durante cinco horas.

Aquel muerto de la antigua fábrica era mi segunda vez. Y en esta ocasión no había emoción alguna, ni llantos. Tan solo frialdad. Una frialdad heladora. ¿Por qué no sentía ninguna culpa?

La lluvia provocaba un verdadero estruendo en el tejado. Era como un coro de voces nerviosas y agitadas que quisieran prevenirme de algo: «Sal de aquí. Coge tus cosas y lárgate antes de que sea demasiado tarde».

Afuera comenzaron a relumbrar algunos rayos. Los truenos todavía sonaban lejos, opacos, pero se acercaban.

Rodeé el cadáver, muy despacio, mientras algunos de esos insectos se escapaban; a otros parecía darles igual mi presencia. Le enfoqué el rostro con la linterna. Su cara parecía diferente, más alargada o deforme. Supongo que por efecto del rigor mortis (cosas que se aprenden viendo series policíacas). Ahora estaba más blanco y las gafitas habían terminado por caerse al suelo. Sus ojos no miraban a ninguna parte, y por un instante de puro terror, pensé que quizá algún insecto o pájaro se los habría comido, pero después detecté el brillo de una pupila.

Era un hombre de cincuenta y tantos años vestido con ropa bastante buena. Pantalones de pana, camisa a cuadros y una chaqueta beige. Zapatos negros cerrados, con cordones. Un reloj plateado en la muñeca. Todo estaba en orden, limpio y en su sitio; a no ser por los insectos. No era un mendigo, ni un yonqui, sino un hombre con cierto nivel económico. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué?

Pensé en ese recuerdo de la fiesta. Soy escritor.

¿Un escritor?

Seguí rodeándolo y llegué a la cocorota. El potente haz de mi linterna frontal iluminó el golpe, medio camuflado entre el oscuro cabello del muerto. Una depresión sangrante que indicaba el lugar del impacto. Estaba situado en un lateral de su cabeza. ¿Qué significaba eso? Bueno, para un tipo como yo, que había obtenido su título de forense en el videoclub de la esquina, aquello significaba que le habían golpeado por detrás. Un golpe limpio y certero en plena crisma.

Lo habían matado de un golpe, e inmediatamente recordé aquella piedra que había aparecido junto a mi mano cuando me desperté. Estaba donde yo la había dejado. Un pedrusco de forma triangular. Uno de sus ángulos estaba bañado en ese color oscuro de la sangre.

¿Yo? ¿Un asesino?

Un rayo estalló en lo alto, esta vez seguido de un trueno ensordecedor.

Respiré hondo, sintiendo que mi estómago se lanzaba a temblar. Tenía que controlar la situación. Tenía que pensar. ¿Debía llamar a la policía? Era demasiado tarde. Habían pasado días. Y además, esa piedra ¿tendría mis huellas? ¿Qué iba a decir en mi defensa?, ¿que no recordaba nada? Pero entonces ¿por qué había ido allí otra vez? El asesino siempre regresa a la escena del crimen, ¿no dicen eso? Y por otra parte estaba mi bolsa. La bolsa que mantenía escondida en la pared del fondo.

«No. No llamarás a nadie. Arreglarás esto como siempre has hecho: tú solo.»

Me quedé mirando esos dos ojos negros. Para haberle matado, no sentía nada de culpa. Solo una necesidad imperiosa de salir indemne.

Dejé todo como estaba y seguí caminando hasta el fondo del pabellón. Allí se acumulaban algunas máquinas abandonadas y un pequeño espacio de oficina derribado, pero donde aún se perfilaba la antigua estancia y la puerta. Atravesé aquel marco en ruinas y me acerqué hasta el fondo. Apunté con la linterna a lo alto. Había una suerte de repisa que daba a un ventanal con forma arqueada. Trepé hasta allí sin problemas, colocando pies y manos como había hecho ya tantas veces. Una viga de hierro, un hueco en la pared, hasta alcanzar una escalerilla clavada en el hormigón. Una vez arriba, encaramado como el hombre araña, hice equilibrios hasta la parte central de la ventana, metí la mano sobre el dintel y palpé hasta dar con un objeto de tela. Una bolsa de deporte grande, de marca Arena. Continuaba allí, y esa fue, después del iPhone, la segunda buena noticia de la noche. Me la colgué de un hombro y aterricé en el suelo.

La bolsa Arena era uno de esos modelos de tenis, para llevar ropa deportiva y varias raquetas. Estaba llena hasta los topes. La abrí, en su interior había una segunda bolsa de plástico cerrada con un sistema de clip. No me hizo falta abrirla para saber que la mercancía seguía allí.

«Vale, primera cosa en orden. Ahora vamos con lo demás.»

Saqué un par de guantes de mi mochila. Me arrodillé frente al cadáver y comencé a palparle la chaqueta, en busca de una cartera, un teléfono, algo. Pensé que eso podría darme una pista, algo que explicara su presencia allí. ¿Quizá era un ladrón? El caso es que había habido una pelea… y parecía que yo había resultado ganador. ¿Era posible? Ni siquiera soy bueno peleando. ¿Quizá me había atacado él primero? ¿Fue en legítima defensa?

Pero por más que busqué (en sus bolsillos, en la chaqueta), no di con nada. Ni cartera, ni llaves, ni móvil. Aquello era absurdo. ¿Quién va por la vida con los bolsillos absolutamente vacíos? Después pensé que quizá alguien le había robado; pero su reloj, un Jaeger bastante bueno, seguía en su muñeca.

Aquel hombre salido de la nada, sin nada que pudiera identificarlo, sin sentido. Nada tenía sentido.

En ese instante escuché un ruido lejano. Una sirena que aullaba por alguna de las carreteras del valle. Estaba todavía muy lejos, pero de pronto pensé que venían a por mí. No fue nada inteligente. Me dejé llevar por un súbito ataque de pánico. Cogí la piedra ensangrentada y la metí en mi mochila. Cogí la bolsa Arena, me la eché al hombro y apagué la linterna frontal.

—Adiós —dije según echaba a andar hacia el portón—, seas quien demonios seas.

Y salí de allí a toda prisa, pensando que nunca más volvería a pisar ese lugar. Por supuesto, me equivocaba.

II
CULPABLE

1

Seguía lloviendo con fuerza cuando llegué a Punta Margúa. El reloj del coche marcaba las doce y un minuto y la casa estaba a oscuras. Pensé que Dana y el abuelo dormirían a esas horas.

Llevé el Mercedes frente al portón del garaje, lo abrí y metí el coche con cuidado. Ya con el motor apagado, me dirigí a cerrar la puerta. Mis zapatos emitían un ruido como de dos esponjas empapadas en agua. Así estaba yo: calado de los pies a la cabeza, incluida una buena ración de barro que me había llevado en el camino de vuelta al polígono.

El portón del garaje hizo bastante ruido al bajar. Hacía tiempo que necesitaba aceite. Según echaba el pasador, escuché una voz a mi espalda.

—¿Álex?

Me di la vuelta y allí estaba ella, junto a las escaleras que subían a la casa.

—¡Erin! ¿Qué haces aquí?

—Yo… había venido a…

No hizo falta que explicase mucho. Iba vestida con un chándal negro y llevaba el pelo recogido. Había venido directamente del partido.

Comenzó a rodear el coche mientras me miraba de arriba abajo con el ceño fruncido. Desde luego, yo debía de resultar una visión muy curiosa: vestido con ropa de montaña, hundido en agua y barro… La bolsa Arena y mi mochila de utensilios estaban tiradas en el asiento trasero del Mercedes. Evité mirarlas. En cambio, eché a andar hacia Erin, muy despacio. Tenía que pensar algo, y rápido.

—Álex, estás empapado —dijo ella—. ¿De dónde vienes?

—Debes de pensar que estoy loco —respondí con esa sonrisa de «tengo una explicación muy graciosa para todo esto». Aunque en realidad no la tenía. Necesitaba treinta segundos más para pensar en lo que estaba a punto de decir.

Llegué a ella y la abracé.

—¡Estás tiritando! Pero si me habías dicho que te ibas a quedar en casa…

Noté su cuerpo rígido, recibió mi abrazo sin ganas. Quería una explicación y la quería ya.

—He salido a dar una vuelta —dije, todavía con ella entre mis brazos.

—Eso ya lo veo, Álex. Pero ¿por qué? ¿A dónde?

—Necesitaba… Yo… necesitaba…

¿Tomar el aire? ¿Estirar las piernas? ¿Visitar a mi cadáver favorito?

—Necesitaba recordar.

(«And the Oscar goes to…»)

—¿Qué?

—He vuelto a ese lugar. A la curva donde sufrí el accidente. El doctor Olaizola me dijo que quizá eso me ayudara a recordar.

Noté que su cuerpo se ablandaba. La historia había colado. Me estrechó entre sus brazos y después me apartó la cara y me besó. Un beso caliente y lleno de amor que me dio la vida, aunque fuese a cambio de una mentira.

—¡Pobre! Debías de estar muy angustiado.

Me aparté y admiré su bonita cara, que me miraba con dulzura. Pómulos encendidos, pelo húmedo. Olía a jabón.

—¿Qué tal el partido?

—¿Qué importa eso? —dijo—. ¡Y yo ahora me siento horrible!

—¿Por qué?

—Tendría que haberlo cancelado.

—No digas eso. Tenías que jugarlo. ¿Habéis ganado?

—Sí. Sí… ¡Hemos pasado a la final!… Y después nos hemos ido a tomar la cerveza de siempre. Estaba allí, sentada, hablando de las mejores bolas y de pronto me he dado cuenta de que todo era una frivolidad. Tú estabas aquí solo… y yo… Me siento como una mierda.

—No es para tanto.

—Sí, lo es. Soy tu novia. Tengo que estar contigo, cuando me necesitas.

Hundí la cabeza en su hombro y sentí su cortina de pelo dorado acariciándome los párpados. Todavía tenía el hedor del muerto en la nariz. Todavía el corazón encogido. Yo había matado a un hombre, ¿y el universo me recompensaba con Erin? Me sentía como el ser más despreciable del planeta.

—Entonces ¿lo has conseguido? —preguntó ella.

—Mmm. ¿El qué?

—Recordar.

—No… Bueno, he tenido un pequeño flash. He recordado que iba conduciendo. Quise buscar el móvil, me despisté.

—¡Te lo dije! El móvil de las narices. Anda, ven aquí. —Me cogió el rostro entre sus cálidas manos.

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