El mentiroso – Mikel Santiago

—Pero después Mirari acabó con Joseba —continué.

—¿Conoces esa canción que dice «no siempre consigues lo que quieres, pero a veces consigues lo que necesitas»?

—Sí, es de los Stones.

—Pues Joseba fue eso para Mirari. El amor estable, feliz y duradero con el que muchas sueñan. Resultó que ese chico de dieciséis años tímido, no demasiado espectacular, se convirtió en un gran líder. Un tipo con la cabeza sobre los hombros y un gran padre. Entre tú y yo, creo que Mirari salió ganando con Joseba. Quizá no hubiera sido tan feliz con Floren.

Aquel comentario sonó como una carga de profundidad. Yo estaba bastante colocado con la marihuana de Ane. Me atreví a tirar de ese hilo.

—¿Por qué dices eso?

—Bueno, es la vieja historia de los chicos de bandera que se convierten en problemas andantes. Floren era guapo, genial, divertido, pero empezó a tomar una deriva muy extraña en la vida. Se frustró muchísimo con su profesión. Yo siempre he pensado que no pudo soportar el éxito de Joseba. Joseba era un triunfador nato y Floren quiso imitarle, pero no le llegaba ni a los talones. Joseba era original, carismático… Y Floren no pasaba de ser un arquitecto decente. Podría haberse conformado, pero aquella competición le frustró tremendamente. Comenzó a deprimirse. Bebía mucho. Y en la empresa iban apartándole más y más, dejándole sin responsabilidades. Las cosas terminaron por ponerse muy mal cuando Sanz, el padre de Denis, quiso entrar como socio de Edoi. A Floren le ofrecieron vender sus acciones y convertirse en empleado. Para él fue como la humillación total. Se dedicó a bloquear el asunto…, no quería dejar entrar a Sanz. Deberíamos haberlo visto venir.

—Sanz entró en la empresa. ¿Te refieres a eso?

—Sí. Sanz entró —dijo Ane con una aureola de misterio.

—¿O sea, que Floren finalmente cedió?

—No cedió. —Me miró a los ojos, con una sonrisa triste—. Floren murió. Murió en el momento exacto.

—¿Qué quieres decir? —pregunté casi tartamudeando por la intriga.

—Realmente tu madre era hermética para ciertas cosas. —Ladeó la cabeza; no entendía que yo no hubiera oído nada—. Floren se precipitó por el acantilado que hay cerca de tu casa. Se suicidó. Y gracias a eso, Edoi pudo salir adelante.

La tontuna del porro y la sobremesa se me pasó de un soplo.

—No sabía nada. Lo siento. Lo siento de veras.

Ane levantó la mano como para decir que estaba bien.

—No es algo que solamos contar muy a menudo.

—Mi abuelo me dijo que mi madre estaba en Ilumbe cuando ocurrió todo. Pero no entró en detalles. ¡Desde luego no me dijo que ocurrió en Punta Margúa!

—Así es… y creo que eso fue cosa del destino, el hecho de que tu madre estuviera de visita por aquí. No creo que hubiera podido con ello yo sola.

—Pero estabais enfadadas…

—Bueno… Ella nunca dejó de ser mi amiga. Y con los años, y su divorcio, volvimos a unirnos poco a poco. Tu madre vino a Ilumbe una semana antes de Navidad. Adelantó el viaje por una razón concreta: hablar conmigo, convencerme de que dejase a Floren. Y justo ese fin de semana…, en fin. Ese es el final de la historia. Yo heredé las acciones y llegué a un acuerdo con Joseba y Eduardo. No me metería en el consejo de la empresa, pero conservaría parte de la inversión. Así que soy dueña de una fracción diminuta de Edoi.

Pensé que, por pequeña que fuera, debía de ser una fracción muy valiosa a la vista de los últimos movimientos de la empresa.

En ese instante Dolores volvió a aparecer por allí.

—Tiene una llamada, señora —dijo—, de Zúrich.

—Oh…, vaya —Ane se puso en pie—, esas son de las que tengo que coger.

Me quedé a solas, arrebujado en aquel butacón, dándole vueltas a esa historia que Ane acababa de relatarme. ¿Era el flipe del canuto o todo ese asunto tenía un aire muy extraño? La muerte de Floren, tan repentina y misteriosa… y tan conveniente.

Fumé otras dos o tres caladas. Hacía mucho tiempo que no fumaba y, de pronto, me sentí mareado. Conocía muy bien la sensación. Sudor frío. Sensación de caerte por un agujero. Me estaba dando un bajón de tensión. ¿Quizá había ayudado toda esa historia sobre Floren? Me levanté y me apoyé en la cabecera de las sillas para avanzar hasta la puerta acristalada. La abrí y salí al exterior, donde el viento norte me abofeteó. Aquello sentaba bien.

La pequeña vivienda era una especie de bungaló independiente. Algo así como las típicas casa de los guardeses, solo que aquella era bastante nueva. Me recordaba un poco al miniestudio de madera de Joseba. ¿Sería otra construcción de Edoi? Estaba mirándola cuando vi salir a aquel tipo, el hombre escalofriante, Roberto. Salió como una verdadera furia. Dando un portazo a su espalda, muy enfadado. Acto seguido vi que la puerta volvía a abrirse y salía Carlos. Le persiguió y oí cómo le gritaba. Roberto se frenó, se giró y los dos hermanos discutieron en voz alta, aunque yo no lograba oír nada de lo que decían. Me quedé quieto donde estaba, con mi medio pedo cannábico y una sensación de vergüenza por estar presenciando lo que no debía. Entonces, Carlos giró la cabeza y me vio. Alzó la mano para saludarme y trató de disimular con una sonrisa. Yo alcé la mano y le saludé de vuelta.

Se acercaron lo dos. Carlos, sonriente en plan «aquí no ha pasado nada», aunque todavía tenía la cara enrojecida por su discusión. Roberto, en cambio, mantenía esa expresión ausente y extraña.

—Creo que ya conociste a Roberto el otro día —dijo.

—Sí…, aprovecho para disculparme. No estuvo bien. —«Aunque tú me mentiste diciendo que no hubo ninguna fiesta en la casa.»

—Vale —se limitó a decir Roberto.

Definitivamente, el hombre tenía un aire ausente y extraño. Recordé eso que Dana había dicho sobre él y su prejubilación forzada del ejército.

—Bueno, creo que entre sus perros y mi empujón, has debido de formarte una impresión extraña de los Perugorria —dijo Carlos.

—Para nada. —Traté de sonreír—. Me lo busqué yo solito.

—El caso es que esa noche, la noche de la fiesta, tuvimos un robo en la casa. Alguien cogió algo que no era suyo… y eso nos ha hecho ponernos muy suspicaces.

Me quedé frío.

—Vaya, ¿era algo… importante?

—Lo suficiente. El caso es que pudo ser cualquiera… Es terrible. Es una situación de lo más embarazosa, porque todos los invitados eran de confianza.

Dijo eso y se quedó mirándome en silencio. Y yo sentí como si Carlos quisiera terminar la frase mentalmente: «Todos los invitados eran de confianza… menos tú».

En ese instante apareció Ane desde la casa.

—Álex, lo siento. Me he escapado un segundo para decirte que la llamada se alargará. Tenemos un comprador muy interesado en un cuadro muy caro.

—Está bien —dije mirando a Carlos y Roberto.

Nos dimos un fuerte abrazo y nos prometimos volver a vernos, «de una u otra manera. En otra fiesta». Después me despedí, más fríamente, de Carlos. «Seguro que nos veremos muy pronto» dijo con un tono que podría ser amenazante. Roberto, por su parte, no dijo ni un mísero «adiós».

Salí con Dolores por la puerta y según llegábamos al aparcamiento, pensé que aún me quedaba una baza por jugar en aquella casa.

—Oiga, Dolores, ¿le importa si le pregunto algo? Sobre la fiesta del viernes.

—Claro, señor.

—¿Recuerda verme salir de la fiesta?

Dolores frunció el ceño.

—Sí. Bueno. Tuve que acompañarle y abrirle la puerta, como a todos.

—¿Iba solo?

—Sí. Vaya, es verdad que no recuerda nada. —Sonrió.

—Nada, así es. Otra cosa, ¿vio salir a Félix…, el escritor? Tengo un recuerdo borroso de verle a él y no estoy seguro de si coincidimos aquí abajo.

—Eso es imposible —dijo Dolores—. Félix se había marchado unos diez minutos antes que usted.

—¿Segura?

—¡Y tan segura! Tuvo una pequeña discusión. Ay, pequeña se queda corto. Tuvo una bronca muy grande aquí mismo, donde estamos ahora. Yo pensé que era por algo de los coches. A veces la gente aparca donde le da la gana. Ya sabe… Pero no… Según me acercaba, pude escucharlos y hablaban de otras cosas.

—¿Con quién discutía?

—Pues con ese chico tan joven, el pelirrojo. Creo que es socio del señor.

—¿Uno alto y espigado?

Dolores asintió. Denis.

—Verá, Dolores, esta pregunta igual le parece un poco metomentodo, pero ¿podría decirme por qué estaban discutiendo exactamente?

—Creo que hablaban de un vídeo… o algo así…

En ese instante vi que el rostro de la doméstica palidecía. Sus ojos se agrandaron de pronto y me di cuenta de que había alguien a mi espalda, alguien cuya visión había conseguido cortarle el aliento a la chica. Me di la vuelta y allí estaba Roberto, a unos cinco metros de nosotros, sujetando sus dos perros, que babeaban por mis huesos igual que hacía un par de días.

—¿Necesita algo más?

—No… Ya me iba —le respondí—. Gracias, Dolores. Gracias por todo.

Entonces, al pasar junto a ella, me susurró algo al oído.

—Ese chico, el pelirrojo —dijo—. Le estaba amenazando… de muerte.

Salí conduciendo por aquellas curvas, medio mareado, medio alucinado…, con la sangre bullendo en las sienes. ¡Así que Denis amenazaba a Félix! ¿Por qué?

Erin seguía sin responder a mi mensaje del día anterior, pero ahora tenía una razón poderosa para hablar con ella. Quería el número de Denis para aclarar algunas cosas. Cogí el teléfono y la llamé. Basta ya de mensajitos. Pero su teléfono móvil estaba «apagado o fuera de cobertura», así que probé el fijo de la casa familiar.

—¿Álex? —Mirari parecía sorprendida cuando le pregunté por Erin—. Pero ¿no te ha dicho lo de su viaje?

—¿Viaje?

—Se ha marchado con Leire, a pasar el fin de semana.

—¿Qué? —Mi voz sonó como si me estrujaran la garganta.

—La familia de Leire tiene una casa en Biarritz. Se han llevado las tablas y todo eso… No me digas que os habéis peleado…

—Bueno, no fue exactamente una pelea. Creo que se enfadó conmigo porque no le conté algunas cosas… Todo ese asunto de Gure Ametsa.

—Vale… Eso encaja.

—¿Con qué?

—Con la cara que tenía ayer. Bueno, espero que lo arregléis, de corazón.

—Gracias, yo también. Si hablas con ella, dile que la he llamado, por favor.

—Lo haré.

Colgamos y me quedé hundido en el asiento. ¿A Francia? ¿En serio? ¿En el finde de nuestro primer aniversario? No sabía exactamente lo que significaba eso, pero tenía una intuición terrible. Biarritz era un cónclave de amigas para decidir si tenía que romper conmigo. ¿Habría ido también Denis?

La lluvia se había tomado un descanso y comenzaba a anochecer, pero todavía no era lo bastante tarde para hacer lo que había planeado esa noche, así que conduje hasta Bermeo para realizar unos recados de última hora. Era sábado pero había una tienda regentada por chinos que seguía abierta. Compré botellas de amoniaco, cepillos, lejía y trapos. Todo nuevo. Todo aséptico.

Después conduje en silencio, sin radio, pensando. Tenía un montón de problemas que resolver: un hombre muerto, un montón de huellas… pero sobre todo tenía un dolor terrible en el estómago. «Erin.» Al pasar por Ilumbe me desvié hasta una ermita llamada Santa Catalina. La rodeaba un pequeño murete. Lo salté y me lie un cigarrillo mientras observaba aquellas nubes negras en el horizonte. Recordé que, un año atrás exactamente, Erin y yo nos habíamos besado allí por primera vez.

Tras mi salvamento del mar, mi abuelo insistió en organizar un almuerzo en Villa Margúa, en agradecimiento por el rescate y posterior avituallamiento de su vástago. Fue una velada excelente y volví a tener esa agradable sensación sobre Erin, y también sobre sus padres. Mirari habló mucho de mi madre. De lo amigas que habían sido de niñas, jugando en la playa de Ilumbe, y de la cantidad de tardes que habían pasado en el jardín trasero de Villa Margúa, haciendo tiendas de campaña y meriendas con otras amigas.

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