El mentiroso – Mikel Santiago

Su voz se quebró un poco. Yo me puse de rodillas. Quería besarla, pero ella alzó la mano, como para frenarme.

—No, no… Ahora… no…

—Erin…, no voy a dejarte sola en esto. ¿Has hecho la prueba?

Ella negó con la cabeza. Se estaba conteniendo las lágrimas.

—Yo… no sé si estoy preparada para saberlo. Hagamos lo que es más urgente.

—¿Estás segura? Tienes todo el derecho del mundo a mandarme al cuerno.

—Te ayudaré, Álex. Y luego hablaremos de todo esto. Ahora, dime qué quieres que haga de una santa vez.

—De acuerdo —dije—. Necesito treinta minutos…

2

Le dije lo que pensaba hacer y que también iba a necesitar su coche. Erin dijo que lo haría. Me sorprendió su determinación. Ni hizo preguntas ni puso objeciones. Tan solo actuó y me dejó ir.

Conduje el Volkswagen Golf de vuelta a Ilumbe, por Gernika, y después tomé la carretera de la costa. Pasé el pueblo de largo, la gasolinera y la desviación de Punta Margúa. Llevé el coche unos tres kilómetros al norte, hasta los aledaños de la playa Ispilua, el lugar donde ese viejo pescador apellidado Ortune había pasado la tarde en la que Floren Malas-Etxebarria fue asesinado. Había un gran aparcamiento que estaba vacío. Cogí el camino del acantilado. Eran cerca de las once de la noche.

Según me aproximaba a la zona del restaurante Izarzelaia, comencé a ver un perímetro de cinta de plástico atada a varillas de acero. Protección civil había delimitado un área desde el borde del acantilado, posiblemente debido a los derrumbes. Un cartel de plástico indicaba que era una zona de RIESGO ALTO, así que me aparté todo lo que pude de allí.

Llegué al restaurante y lo pasé de largo. Imaginé ese encuentro entre los fotógrafos aficionados y el pescador que había leído en el informe policial. Fui visualizando esa narración que Félix Arkarazo había subrayado, empezando por la declaración de los dos fotógrafos:

«Hay una casa allí, plantada frente al acantilado, y pusimos el trípode justo enfrente. Estuvimos esperando a que cayera algún rayo, pero no pasaba gran cosa.»

Avancé por el pinar y llegué a la altura de la casa. Las luces del salón estaban apagadas, pero se veía un débil resplandor al otro lado. Las luces de la cocina. ¿La policía? O quizá solo fuera Dana. Miré la ventana del despacho de mi abuelo. Estaba encendida.

Agazapado detrás de la última línea de pinos, me quedé observando aquello. Recordé el resto de la frase que Félix había subrayado:

«Además, la casa tenía varias luces encendidas en la planta baja y aquello nos molestaba para las fotos nocturnas».

¿Cómo lo habría sabido Félix también? Bueno, el abuelo había dicho: «De niño se pasaba media vida en esta casa, jugando con tu madre», así que quizá él también encontró el error…

Miré el reloj. Las once en punto. No parecía que hubiera nadie vigilando el jardín trasero, así que me acerqué a la casa y me metí por un hueco muy estrecho entre la fachada y el seto. Había un arbusto de peonias muy denso y alto y me escondí ahí. Era un buen lugar para observar la parte sur de la casa. El coche de la Ertzaintza seguía allí aparcado y sin luces, un poco escondido más arriba del camino. ¿Pretendían sorprenderme? Pensé que tenía mucho que agradecer a Dana por ese mensaje de alerta.

Estuve allí escondido en las penumbras del jardín durante un rato. Erin iba a alertar al 112 a las once en punto de la noche, así que las cosas no podían tardar demasiado en comenzar a moverse. Y ocurrió. Cinco minutos después de las once, Nerea Arruti apareció por la terraza sur, con el teléfono en las manos. Estaba a solo tres metros de mí y pude escucharla claramente.

—En la playa de Laga. Sí. Estoy segura. Salimos para allí.

La ertzaina se metió en la casa a toda prisa y al cabo de dos minutos la vi salir a toda velocidad junto con el policía judicial Erkoreka. Se montaron en el coche patrulla y descendieron hacia la carretera general quemando rueda.

Observé la casa desde mi posición durante otros dos minutos antes de acercarme por la terraza, con cuidado. Quizá habían dejado a algún policía de guardia en la casa. La puerta de la cocina se había quedado entreabierta. Entré. Escuché unas voces en el salón.

—Creo que era Erin —decía Dana—, eso me ha parrecido entender. Ha dicho que ha visto la furgoneta de Álex aparcada cerca de su casa.

—¿Erin? —dijo mi abuelo—. No puedo creer que sea una traidora.

—Y no lo es —dije yo.

Se giraron asustados. Yo estaba plantado como un fantasma en la entrada del salón.

—¡Álex! —exclamó Dana.

Me llevé el dedo a los labios y les pedí silencio. Mi abuelo no dijo palabra. Vino en mi dirección a toda velocidad y por un segundo pensé que iba a soltarme un puñetazo. Pero lo que hizo fue darme un abrazo tan fuerte que me crujieron las vértebras.

—Muchacho. ¿En qué lío estás metido? Sea lo que sea, somos tu familia.

—Ahora os lo explicaré. ¿Estamos solos?

—Se acaban de marchar Arruti y Blanco —dijo Dana—. Erin ha debido de llamarrles diciendo que te había visto por la playa de Laga. Tu furgoneta. ¿Era un truco?

Asentí.

—Bien —dijo mi abuelo—, pues ahora mismo vamos a sentarnos a charlar. Dana, trae una botella de vino y unos vasos. Hablaré con Adrián Celaya, el mejor abogado que hay en Bilbao y…

—Escucha, abuelo, no hay tiempo para eso. Erin conoce toda la historia. Ella os la contará, ocurra lo que ocurra conmigo. He venido a otra cosa.

—¿A qué? —dijo él.

—Necesito hablar contigo sobre algo que ocurrió hace cuatro años, la noche en que murió Floren Malas-Etxebarria.

Si no conociera mucho a Jon Garaikoa, diría que se quedó petrificado. Sus ojos brillaron como si dentro de ellos se hubiera encendido una hoguera. Dana, a su lado, nos miraba de hito en hito, sin decir palabra.

—¿Por qué necesitas hablar de eso?

—Necesito la verdad, abuelo. Ahora mismo eso es más importante que un abogado. Créeme.

En ese mismo instante oímos un ruido fuera, el de un motor. Luces azules, parpadeantes, apostándose frente a la casa.

—¡Rápido! Échate al suelo —exclamó Jon.

Lo hice. Dana se asomó a la ventana.

—Es otro coche de la Ertzaintza.

—¿Arruti?

—No lo sé. Todavía no puedo ver nada.

«¿Cómo ha podido saberlo?», pensaba yo.

—Quizá solo sea un relevo —dijo Dana entonces—. Subid al despacho, yo me quedaré aquí abajo.

Me levanté, cogí a mi abuelo del brazo y nos apresuramos escaleras arriba, hasta su despacho. Cerramos la puerta y guardamos silencio, de pie sobre la vieja madera. El despacho de mi abuelo solo tenía una ventana, pero daba al oeste, así que no podíamos ver nada de lo que sucedía en el frontal de la casa. Casi al mismo tiempo, escuchamos un timbrazo en la puerta. Dana abrió y oímos una conversación. El corazón me iba a mil por hora.

Alguien comenzó a subir las escaleras. Mi abuelo cogió uno de los arpones de la colección que tenía en la pared.

—¿Qué haces? Deja eso, abuelo.

—Yo le doy y tú sales corriendo…

Entonces se abrió la puerta del despacho. Era Dana. Entró y cerró una vez dentro.

—Solo es un relevo. El otro se ha quedado en el coche. No saben que estás aquí. Le he dicho que Jon ha subido a descansar y le he plantado en la cocina. Voy a poner la radio. Si tenéis que hablar, que sea en voz baja.

—Okey —dije.

—¡Ah! Y date prisa —respondió ella—, Arruti no es tonta.

—Gracias, Dana. Te lo explicaré todo cuando pueda.

Ella me miró con una sonrisa.

—Estoy segurra de eso, Álex.

Cerró la puerta y bajó las escaleras. Al cabo de un minuto, escuchamos la radio sonando desde la cocina. Yo le hice un gesto a mi abuelo para que tomara asiento. Estaba nervioso, desorientado. Temí que fuera a darle otro de sus pequeños lapsus de memoria.

—Abuelo. Siento mucho todo esto. No tengo demasiado tiempo para explicarme.

Él hizo un gesto con la mano, como para que no me preocupara.

—Solo dime una cosa: ¿mataste a ese hombre, Álex?

—No.

—Vale, con eso me basta. Ahora hablemos. ¿Qué quieres saber?

—Quiero hablar de lo que ocurrió aquella noche de hace cuatro años.

Mi abuelo apartó la mirada, frunció el ceño.

—No me acuerdo ni de lo que he desayunado, Álex. ¿A qué viene esa pregunta?

—Fue la noche en la que murió Floren, abuelo. Y es muy importante que hablemos de eso. Tú dijiste que habías estado leyendo toda la noche.

—Lo hice. Así fue. —La voz apenas le tembló al decirlo.

—Pero esa noche era especial. Ama había venido de Madrid… ¿No estaba en casa?

—No. Ya te lo conté. Estaba con sus amigas. Y yo leyendo.

—¿Aquí arriba, en el despacho?

—Siempre leo aquí, ya lo sabes.

—Exacto. Pero unos fotógrafos aficionados que estaban esa noche frente a la casa dijeron que la planta baja estaba iluminada a esa hora. Que la luz les molestaba. Y tú, precisamente tú, eres bastante estricto con eso de apagar todas las luces.

Noté un leve rubor en sus mejillas.

—Quizá me dejé una luz encendida, ¿qué tendrá que ver?

—¿Por qué mientes, aitite? ¿Estás protegiendo a ama?

Mi abuelo todavía tenía el arpón en la mano. Apretó los dedos en torno a esa arma. Yo tragué saliva. Nunca me había atrevido a ir tan lejos como esa noche y la respuesta era algo impredecible. ¿Me trincharía como a un besugo?

—¿Qué tiene todo eso que ver con Félix?

—Tiene mucho que ver, aitite. Creo que es la razón por la que le mataron. Y la razón por la que yo estoy metido en este lío. Ahora mismo no puedo explicarte mucho más. Pero necesito una respuesta.

Él se quedó en silencio, valorando la situación. Después se puso en pie y fue a dejar el arpón en su sitio. Había comenzado a llover otra vez. Viento y lluvia azotaban la vieja casa, colándose por las grietas. Pasó por delante de mí y fue a la estantería. Sacó la botella de coñac y los dos vasitos. Los llenó. Me tendió uno.

—Bebe. Tienes pinta de estar a punto de pillar una pulmonía.

Lo hice. El brandi me revitalizó. Yo estaba helado. Realmente helado por dentro, y aquello fue como tragarse un dragón de fuego. El abuelo hizo lo propio.

—Vale. Mucho me temo que tienes razón. He mentido. Lo hice entonces y lo he vuelto a hacer ahora. Pero en ambas ocasiones ha sido por una buena razón.

El abuelo hablaba más para sí mismo que otra cosa.

—Pero si me dices que esto es importante para ti y que tu libertad depende de ello, entonces supongo que puedo romper mi juramento. Con tu permiso, Begoña —dijo elevando la mirada al techo, o al cielo.

—¿Juramento?

—Esa noche… yo estaba aquí arriba, leyendo. Eso es lo que le conté a la policía y es la verdad. Pero hay una parte que no es verdad. Tu madre… ella no había ido a ningún lado.

Un bandazo de viento. El abuelo bebió de su coñac. Lo paladeó y siguió callado.

—Lo sabía… ¿Ella mató a Floren? —le presioné.

—Escucha, tú escucha. Tu madre había llegado esa misma mañana desde Madrid. Habíamos dado un paseo por la punta, habíamos charlado un montón. Desde que se había divorciado de ese idiota de Azpiru estaba muy contenta. Me habló de ti. Por fin estabas estudiando algo, jardinería. Algo era algo. Los padres somos así, un hijo duele, un hijo alegra. Tu madre estaba contenta porque sentía que te estaba recuperando.

—Y era cierto… —dije.

—Bueno, al grano. Esa tarde, un poco después de las seis y media, alguien llamó al timbre de la casa. No esperábamos a nadie y recuerdo que dejé el libro y me asomé por la escalera. Escuché a alguien. Una mujer lloraba desesperada en el vestíbulo. Solo pude escuchar eso, y el nombre de tu madre: «¡Ay, Begoña!». Lógicamente, me asusté. Me puse una bata y bajé las escaleras a ver qué ocurría. Entonces vi a tu madre en la cocina, abrazando a una mujer que estaba de espaldas y con una toalla en la cabeza. Tu madre me hizo un gesto para que no entrara. Tenía la misma cara que hubiera puesto si hubiese visto un fantasma. Cerré la puerta.

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