El mentiroso – Mikel Santiago

Llevaba días sin encender el teléfono y había una pila de mensajes esperándome. Muchos de ellos eran de clientes y conocidos que se habían enterado de mi accidente y me deseaban una pronta recuperación. También había uno muy afectuoso de Joseba desde Tokio.

Querido Álex. Me acaban de decir lo de tu accidente. No sabes cuánto lo siento. Espero que te estés recuperando a marchas forzadas.

Abrí Telegram, donde también se acumulaban los mensajes, aunque estos eran de otro tipo. Durante el fin de semana habían llegado varios pedidos… A todos fui respondiéndoles lo mismo: que lo sentía, pero que «la tienda estaba cerrada temporalmente». No esperaba demasiadas quejas. Soy bastante barato y mi mercancía es excelente… pero no estaba en condiciones de ponerme a «pasar».

Entonces, mientras navegaba por estos mensajes, encontré uno del sábado especialmente interesante:

0.02 – Irati J.: Hola! Necesito unas cien pastillas de mildro. ¿Es posible esta noche?

0.05 – Yo: Hola. Sí. Te contacto en breve. 0.06 – Irati J.: OK. Gracias.

Aquello era bastante interesante, sobre todo porque la conversación había sucedido en la noche del viernes al sábado. La noche que era incapaz de recordar. La noche en la que había terminado matando a aquel hombre en la fábrica Kössler.

Miré la foto de perfil de esa chica. Irati J. era rubia, de unos cuarenta, tenía una nariz recta muy bonita. Por la cantidad que había pedido, seguramente sería algún tipo de enlace de un equipo deportivo, o un gimnasio. Ese montón de mildronates cuestan por lo menos trescientos euros.

Escribí un mensaje:

Hola, mil disculpas por lo del sábado. Tuve un imprevisto. Todavía estoy convaleciente. Te entregaré los mildros lo antes posible.

Después volví a mirar su foto y esperé un poco a ver si reaccionaba. Tardó unos minutos. No se quejó ni preguntó nada. Se limitó a escribir: «OK».

Me quedé pensando en esa conversación. ¿Fui a la fábrica a recoger ese pedido de mildros? ¿Esa era la razón que me situaba en la Kössler en la madrugada del sábado? Tendría sentido. Pero ¿qué pintaba aquel hombre allí? ¿Era una casualidad? ¿O me seguía por alguna razón?

Un escalofrío me recorrió la espalda cuando se me ocurrió la siguiente mejor explicación:

¿Y si era un policía?

Todo eso me llevaba al punto de partida, a la cuestión principal: ¿qué ocurrió el viernes? Lo único que sabía a ciencia cierta de ese día era que había ido a segar el césped a la casa de Txemi Parra. De hecho, recordaba una imagen con cierta nitidez: el actor caminando descalzo sobre la hierba, vestido con uno de sus estrafalarios conjuntos de estar por casa, mientras hablaba por teléfono. ¿Habíamos ido a una fiesta después de eso? Tratándose de Txemi, entraría dentro de lo razonable. De hecho, era lo más fácil que podía pasarte con Txemi.

Lo conocí una noche, en un concierto en el Blue Berri, el bar más cool (el único bar cool) de la zona. Yo acababa de llegar a Ilumbe y no conocía apenas a nadie y, entonces, según estaba en la barra pidiendo el quinto botellín de cerveza, vi a ese tío aparcando su codo junto a mí. Le miré de arriba abajo unas tres veces antes de preguntarle si era Txemi Parra, el rector de Piso de estudiantes. «¡Joder, me encantaba esa serie! —le dije—. Me salvaste de un montón de depresiones cuando vivía en Amsterdam.» Se rio, debí de hacerle gracia y me invitó a la cerveza y a las tres siguientes. Después nos fuimos a una fiesta en casa de unas amigas suyas y sellamos nuestra amistad con una borrachera tremenda. Le dije que estaba buscando trabajo como jardinero y él confesó que estaba harto del suyo, así que me dio mi primera oportunidad. Y desde entonces era una cita fija los viernes. Iba a su casa, le arreglaba el jardín y después me invitaba a un par de cervezas en la terraza, o a una partida de Mario Kart en el salón. Y alguna que otra noche, en alguna de sus idas y vueltas de Madrid, me llamaba para ir a tomar un par de copas. En el fondo, era un tipo solitario.

Bueno, pensé que Txemi podía arrojar algo de buena luz en esa oscuridad que se cernía sobre los acontecimientos del viernes. Le llamé por teléfono. Dos tonos y saltó un contestador: «Hola. Soy Txemi. Posiblemente estoy currando; de hecho, ojalá esté currando. Deja tu mensaje después del beep

No dije nada. Colgué y volví a llamarle. Realmente tenía que hablar con él y preguntarle qué había pasado ese viernes. Volvió a sonar el mensaje del contestador («ojalá esté currando») que parecía el motto de cualquier actor. Esta vez, dejé un mensaje:

—Hola, Txemi. Soy Álex. Llámame cuando puedas.

Dana y mi abuelo regresaron sobre la una. Mi abuelo parecía cabreado por algo. Entró en la casa y pasó a mi lado casi sin dirigirme la mirada. Me temí que todo eso pudiera estar relacionado con la bolsa, pero no era así.

—¿Alguna novedad?

—Ninguna —respondió Jon Garaikoa—, esos matasanos no tienen ni idea.

—Me alegro —respondí. Y le vi subir las escaleras.

Esperé a que Dana llegase a la cocina. Llevaba algo en las manos. Una bolsa de plástico de la farmacia. Me hizo un gesto para que guardara silencio mientras ponía el extractor de humos. Me habló al amparo de ese ruido.

—Le ha hecho algunas preguntas, como siemprre. Tu abuelo ha empezado bastante bien… pero después el médico ha empezado a ponérselo un poco más difícil. El pobrre Jon ha acabado algo desorientado. Me ha dado una lástima terrible… y entonces el médico ha dicho que quizá era hora de comenzar con algunas medicinas.

—Pero ¿hay un diagnóstico ya?

—No. Todavía no saben muy bien. El caso es que tu abuelo está un poco peor, Álex. Siento mucho decírtelo.

—Tiene que haber algo más que podamos hacer.

Dana no dijo nada, se puso a hacer la comida y yo bajé al garaje. La bolsa seguía en el asiento de atrás del Mercedes. No parecía que nadie la hubiera tocado. La saqué de allí y la coloqué detrás de mi amplificador, tapada con la misma manta. Después subí al despacho y llamé a la puerta. Mi abuelo no respondió. Abrí y me lo encontré mirando por la ventana.

—Necesito estar solo. No tengo hambre.

—Tampoco te traía comida —dije.

El despacho de mi abuelo era una habitación cuadrada, pequeña, con un par de grandes estanterías de libros, un buró de caoba y una pared dedicada a una colección de arpones «de los tiempos en los que los vascos llegaban a Canadá detrás de las ballenas».

Me acerqué a él. No éramos demasiado físicos, ni él ni yo, pero le pasé la mano por el hombro.

—Oye, me ha dicho Dana que el médico te ha dado unas pastillas. Drogarse a tu edad debe de molar.

—No pienso tomarlas —dijo el abuelo—. Quieren matar moscas a cañonazos. A mí no me pasa nada, estoy bien, en serio. Solo que me despisto un poco de vez en cuando.

—Lo sé, aitite.

Aquellos ojos duros de marino habían comenzado a cristalizar.

—Además ¿qué saben los médicos? Cuando más los necesitábamos no pudieron ayudarnos en nada. ¡En nada!

Me imaginé que se refería a mi madre. A su única hija. Vi que nacía una lágrima en el borde de sus ojos oscuros. El suelo de pinotea canadiense la recibió en silencio.

—¿Me guardas un secreto? No se lo digas a Dana.

—Vale.

El abuelo sacó un viejo álbum de fotos del armario. Escondida detrás, al fondo, había una botella de Soberano. Pensé que debía de ser el último hombre del mundo que bebía brandi. Además de la botella, el abuelo escondía una copa. La llenó hasta la mitad y le dio un gran trago.

Nos sentamos en las butacas del despacho y me quedé con el álbum en el regazo. Eran fotos muy viejas de cuando mi madre era una niña. Veranos en blanco y negro en los que yo ni existía.

—No había visto estas fotos.

—¿Quieres un poco? —dijo mi abuelo, sirviendo la copa otra vez.

—No.

—Bueno, pues me beberé tu parte.

Estuve mirando todo aquello un rato. Mi abuelo con sus greñas sesenteras, mi madre vestida de princesita, y mi abuela, Marie, una elegante mujer provenzal que murió igual que ella, demasiado pronto. Después había algunas fotos de mi madre en San Sebastián, donde estudió en un internado durante casi toda su adolescencia, mientras mi abuelo navegaba sin parar, sin querer volver a tierra, intentando cerrar una herida imposible de cerrar. Había algunas fotos de Begoña Garaikoa en el paseo de La Concha, uniformada, con una sonrisa cándida y alegre de catorce años. Me pareció reconocer a Mirari en una de ellas. La chica, que estaba haciendo el tonto sobre la arena de la playa, era idéntica a Erin de joven. Yo sabía que habían sido muy amigas en la juventud. Había otra chica, pelirroja, más delgada, que también me sonaba tremendamente, aunque no pude recordar su nombre.

Encontré la tira de un fotomatón en la que faltaban dos fotos. En esas instantáneas parecía haber alguien más en la cabina, pero no se le acababa de ver. Mi madre se reía a carcajadas. Tenía una sonrisa preciosa, catorce años y muchos amigos. Pensé en lo inmortal y lo feliz que debía de sentirse ese día en San Sebastián.

2

Esa tarde Erin vino a buscarme después del trabajo. Llevaba un par de tablas en el techo del Golf.

—¿Sigues con la idea del surf? —le dije—. ¡Pero si hace un tiempo de perros!

—¡Vamos, no seas cobarde! Tengo dos neoprenos, por si te animas.

El cielo se aclaraba un poco llegando al mar. El manto de nubes se resquebrajaba y dejaba entrar algunos rayos de sol. No obstante, el frío seguía siendo frío, aunque Erin había mirado internet y decía que el agua estaba a diecinueve grados.

—No hace falta que entres, me imagino que no estás como para tirar cohetes.

—Ve tú primero. Si veo que sobrevives, igual me animo.

La miré correr por la arena, vestida con su neopreno negro. Sus fantásticas piernas eran algo que podía mirar durante horas sin cansarme. Lanzó la tabla al agua, se echó encima y comenzó a remar hacia las olas, no muy altas, que rompían en un mar de perfecto color metálico. A esas horas de la tarde no tenía que compartirlas con nadie.

Yo me quedé sentado encima de nuestra toalla, junto al gigantesco tablón de novato. Erin quería que yo aprendiera a hacer surf. Vivir en la costa y desaprovechar un mar así era del género idiota, pero ¿hacía falta meterse al mar en pleno octubre?

Sorbí un café de termo y miré el móvil. Txemi seguía sin responder a mi llamada y comenzaba a mosquearme. Abrí el navegador y miré las noticias. Esa tarde, después del almuerzo, había empezado a elaborar una hipótesis.

Era miércoles 30 de octubre y ese hombre de la fábrica llevaba muerto desde el sábado 26 de madrugada. Eso eran cuatro días. Suficiente para que alguien (su mujer, sus padres, sus hermanos) hubiera dado la voz de alarma. Así que había rastreado los periódicos locales en busca de una noticia similar. Un desaparecido. Un muerto. Algo. Pero los periódicos de la zona solo hablaban de accidentes de tráfico, partidos de fútbol y políticos. Lo más trágico eran tres intoxicados por setas venenosas, que se recuperaban en el hospital de Cruces.

No me apetecía hacer surf, pero pensé que un baño no me vendría mal. Me vestí el neopreno y aun así me quedé sin respiración nada más meter los pies en el agua. Cuando el nivel del mar cubrió mi termómetro natural, decidí que lo mejor era nadar para entrar en calor.

Erin estaba sentada sobre su tabla encima de aquel mar color acero. Llegué y me agarré del borde.

—¡Está helada!

—No es para tanto. ¿Te acuerdas hace un año? —dijo Erin.

—Sí. Cómo olvidarlo.

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