El mentiroso – Mikel Santiago

Saqué mi teléfono, que llevaba apagado desde Cantabria. Lo encendí.

—¿Qué vas a hacer?

—Entregarme. Quizá todavía logre convencer a alguien de que soy inocente.

Esperé a que el teléfono estuviera encendido, introduje el PIN y llamé a Arruti. Entonces, según empezaban a sonar los tonos del teléfono, Ane hizo algo bastante imprevisto.

—Espera —dijo—, cuelga.

—¿Qué?

—Que no llames.

Pulsé el botón rojo para colgar la llamada. De pronto, Ane había perdido el color.

—¿Qué pasa?

—¿Cómo dices que era el coche que te ha atacado en Cantabria?

—No lo he visto bien —dije—. Grande. Negro.

Ane dejó vagar la mirada. Se llevó un dedo a la boca. Se mordió una uña.

—¿Qué pasa? —la presionó Mirari.

—El Porsche Cayenne de Carlos es grande, negro… y falta desde esta mañana. Carlos no lo ha cogido, de eso estoy segura. Está de viaje en Brasil.

—¿Quién? —dije—. ¿Roberto?

—Tengo un presentimiento terrible —dijo ella—. ¡Venid!

Ane se levantó, se plantó dos zapatos en los pies y salió caminando hacia el interior de la casa. Mirari y yo la seguimos por un pasillo que llegaba a la zona de las habitaciones. Después salimos al jardín, en dirección a la pequeña vivienda independiente.

—Aquí es donde vive Roberto.

No había luz y las ventanas estaban veladas con cortinas. Ane tocó en la puerta pero no hubo respuesta.

—¿No tienes la llave? —le pregunté.

—No. Le permitimos cambiar la cerradura cuando se mudó.

Di una vuelta a la casita. No se veía nada ni nadie moviéndose en el interior. Regresé donde las dos mujeres. Ane estaba intentando llamarle por teléfono, pero no respondía.

—¿Por qué has pensado en Roberto? —le pregunté—. ¿Qué tiene que ver en todo esto?

Ane y Mirari se miraron como si todavía quedase un secreto más que contar esa noche.

—El viernes por la noche hubo un robo en la casa. Alguien sabía muy bien lo que iba buscando: un vídeo que Roberto había grabado en un barco. En él aparece Carlos hablando con algunas personas importantes, políticos… Carlos me explicó que grababa esos vídeos como sistema para protegerse… En fin, no es que me haya hecho demasiada gracia enterarme de todo esto. Pero no le quedó más remedio que contármelo.

Miró a su amiga con una sonrisa amarga.

—Lo guardaba en su despacho y alguien se coló ahí dentro la noche del viernes y lo robó. Es algo que podría armar un escándalo si salía a la luz y empezaron a pensar en quién podría tenerlo. El nombre de Félix fue uno de los que salieron. Pensaban que él podía tener algo que ver. Y también salió el tuyo, Álex. Aunque yo les insistí en que eso no tenía sentido.

Me agaché, cogí una piedra de la rocalla.

—¿Qué vas a hacer?

—Te pagaré la ventana. Pero tengo que comprobar algo.

Me acerqué a la ventana que quedaba más cerca de la puerta y rompí el cristal de un golpe. Después descubrí las cortinas y me colé en el interior de la casita. Olía a tabaco. Busqué el interruptor de la luz junto a la puerta. La pequeña vivienda quedó iluminada ante mis ojos. Era un estudio compuesto por cocina, baño, salón-dormitorio. Roberto era otro de esos amantes del «orden alternativo». Cajas de pizza; revistas de caza, de pesca… Pero había otras cosas interesantes. Una cámara con teleobjetivo, una cartuchera de un arma, cajas de munición… Había un escritorio al fondo. El corcho mural estaba lleno de fotografías.

Me acerqué allí y, según lo hacía, el corazón me latió muy fuerte.

—¡Claro que sí!

Eran varias instantáneas de Félix Arkarazo realizadas con teleobjetivo. Algunas mostraban al escritor saliendo del Club, otras eran fotos de su casa en Kukulumendi o de su coche, el Renault Laguna. Esas eran las que estaban pinchadas en un corcho, pero había otras que me preocuparon más. Eran fotos mías. Saliendo de Villa Margúa. Caminando por las calles de Ilumbe. Había un plano de Punta Margúa. ¡Nuestra casa!

—¡Álex! —dijo Ane desde la ventana.

—Creo que lo tengo —dije—, tienes que llamar a la policía y que vean esto.

—No hace falta —respondió—, acaban de aparecer ellos solos.

5

Tres coches patrulla estaban detenidos frente a las puertas de Gure Ametsa. Arruti y el policía judicial Erkoreka estaban de pie, flanqueando el Volkswagen Golf de Erin.

Salí con Ane y Mirari, una en cada brazo.

—Hola, Álex —dijo Arruti—, por fin apareces.

—El chico no es culpable de nada —dijo Ane—. Tienen que ver lo que hemos encontrado dentro de la casa. Creo que mi cuñado puede estar relacionado con el asunto de Félix Arkarazo.

Me sorprendió aquello. Ane estaba dispuesta a lanzar a Roberto, y posiblemente a Carlos, a los leones por salvarme a mí.

—Lo haremos, pero ahora, si no les importa, queremos hablar con él.

Me despedí de mis «dos tías» con un fuerte abrazo. Bastó una mirada para que las dos se quedaran tranquilas. «Vuestro secreto estará a salvo conmigo.» Ellas asintieron con una sonrisa: «Y el tuyo con nosotras».

El policía judicial ordenó a dos patrulleros que fueran a echar un vistazo en la casa de Roberto. Mientras tanto, me sentaron en el coche y salimos en dirección a Gernika.

No abrí la boca en todo el trayecto y tampoco es que Arruti o el otro poli me hicieran ninguna pregunta. Solo dijeron que querían llegar a la comisaría y enseñarme algo. Supuse que serían mis muestras de ADN en ese cristal roto y una acusación en firme. Pero yo alojaba ahora una nueva esperanza. Toda la maldita carrera de obstáculos había terminado por dar sus frutos. Esas fotografías en el escritorio de Roberto evidenciaban que él estaba implicado de alguna manera en el asunto de Félix. Ahora la policía solo tenía que seguir ese rastro. Encontrarle. Y quizá, con mucha suerte, Roberto confesara ser el asesino de Arkarazo, lo cual me liberaría de toda culpa.

Al llegar a las puertas de la comisaría, había un par de fotógrafos y cámaras esperando.

—¡Tápate la cara con algo! —dijo Arruti.

Me agaché y me tapé el rostro con las manos. El coche frenó delante de las puertas de acceso y noté una descarga de flashes sobre mí. Después el coche continuó su marcha al interior del recinto.

—Se ha debido de correr el rumor —dijo la ertzaina—, lo siento. Parece que no hay otra noticia mejor estos días.

Aparcamos frente a las puertas de comisaría y entré, flanqueado por los dos agentes. Fuimos hasta la habitación de interrogatorios donde había prestado declaración esa misma mañana. Había un ordenador portátil sobre la mesa.

—Álex, siéntate, por favor. ¿Quieres algo de beber?

Pedí un vaso de agua y me senté. Había algo raro en toda la escena. Una especie de prudencia en los dos policías que no lograba comprender. Me habían estado buscando toda la tarde, pero ahora era como si no se atreviesen a ordenarme que me sentara y me ofrecían agua educadamente. ¿A qué estaban esperando para ponerme las esposas y llamarme asesino?

Lo entendí al cabo de un par de minutos.

—¿Dónde has estado todo el día? —preguntó Arruti sentándose a mi lado—. Estábamos empezando a preocuparnos.

—Bueno…, ya se lo he dicho… He ido a dar una vuelta con la furgoneta.

—Pero ¿es que no miras tu teléfono?

—Me había quedado sin batería.

—Pero lo has encendido —dijo Erkoreka—, es así como te hemos localizado.

Al parecer habían usado algún sistema de geolocalización en mi teléfono. Improvisé rápidamente una respuesta. Maticé que lo había puesto a cargar en casa de Ane. Eso les llevó a preguntarme qué era lo que hacía allí a esas horas de la noche.

—Ane era una buena amiga de mi madre… Además, está a punto de despedir a su jardinero y estábamos hablando de negocios.

Los polis encajaron aquello con una medio sonrisa.

—¿Y Erin? Hoy has estado en su casa. ¿No te ha contado que te estábamos buscando?

Esta historia la habíamos preparado con antelación y fluyó con naturalidad por mis labios.

—Erin y yo habíamos quedado en su casa esta noche. Cuando he llegado me la he encontrado dormida en el sofá. Así que ni la he despertado. He cogido su coche porque la furgoneta estaba haciendo algunos ruidos extraños. Desde el accidente no estoy muy seguro de que funcione del todo bien.

—Sí, hemos visto que tiene la parte de atrás destrozada. ¿Un nuevo golpe?

Esta vez me tocó improvisar.

—Tuve mala suerte aparcando.

Los dos polis se sonrieron. No se habían creído una palabra, pero supongo que estaban impresionados por mi capacidad de inventiva. Miraban de reojo el ordenador. Claramente tenían un as en la manga.

—¿Y se puede saber a dónde has ido a dar esa vuelta? —preguntó el poli.

Había decidido que era mejor callarme toda la aventura en Cantabria. No me convenía hablar de cómo había llegado hasta ese lugar. Decidí actuar con cautela. Como dice el proverbio: «Eres dueño de tus silencios y esclavo de tus palabras».

—He cogido la autopista dirección Santander, no sé. Tenía ganas de conducir. Lo hago a menudo.

—Vaya…, bueno. En fin. Es todo muy raro, pero ya nos tienes acostumbrados a tus historias raras. Amnesias, extrañas noches en la carretera. No despertar a tu novia después de todo el día sin verla…

Arruti se echó a reír. El otro poli tampoco pudo aguantarse. Finalmente yo también sonreí.

—A mí no me parece tan raro.

—En fin, sigamos. Te voy a enseñar algo, Álex. Es un vídeo de una cámara de seguridad del polígono Idoeta, el lugar donde se encontró el Renault Laguna de Félix Arkarazo. Se nos ha ocurrido que quizá esto te pueda ayudar a recordar algo.

Arruti apretó la barra espaciadora y comenzó a reproducirse un vídeo. En la parte inferior izquierda podía verse la fecha y hora de la grabación: era la madrugada de hacía dos viernes, la noche en la que Félix murió. La grabación estaba hecha desde una cámara situada, probablemente, en una de las esquinas del muelle de carga del almacén. La hora de la grabación era las 0.35 y todo estaba muy oscuro, solo tenuemente iluminado por unas farolas. Entonces se veía un coche aparecer por allí. El Renault Laguna de Félix Arkarazo. El coche seguía adelante, muy despacio, y desaparecía del plano.

—Hemos identificado el coche —dijo Arruti—. Es el Renault Laguna de Félix.

Sin decir otra palabra, el poli judicial volvió a apretar la barra espaciadora y la grabación continuó. Eran las 0.38 y apareció otro coche. Este apenas se veía en la grabación. Solo un lateral que podría ser color blanco, o plata. Además, iba con las luces apagadas. No era mi GMC, pero tampoco era un Porsche Cayenne.

De nuevo, una pausa.

—Alguien llegó casi a la vez que Félix —dijo el poli—. Llevaba las luces apagadas. Yo diría que iba siguiéndole.

—Por lo menos es una actitud un poco sospechosa —añadió Arruti.

Entonces, finalmente, el policía adelantó el vídeo hasta la 1.03.

Mi GMC aparecía por la parte inferior del plano. Era mi furgoneta. Era yo. Era el camino que siempre tomaba cuando iba al polígono. Mi aparición en la película duraba solo unos segundos porque iba a buena velocidad.

Erkoreka paró el vídeo y lo rebobinó. Volvió a hacerlo avanzar, esta vez más despacio. Mi furgoneta pasaba bajo una farola y se iluminaba su techo, su lateral…, pero la grabación —tomada desde el lado derecho de la carretera— no llegaba a mostrar al conductor y, según me di cuenta, tampoco se podía distinguir la matrícula en aquella negrura y la velocidad a la que yo había conducido.

—¿Reconoces esa furgoneta? —preguntó Arruti.

Fruncí el ceño, me rasqué la barbilla y dije:

—Se parece a mi GMC, pero no estoy seguro.

—¿Qué? —preguntó el bulldog—. ¿Cómo que no estás seguro?

—A mí me parece bastante evidente que es tu furgoneta —dijo Arruti—. Hay muy pocos modelos así.

—Bueno, ¿qué queréis que os diga? La matrícula no se ve demasiado bien. Podría ser y podría no ser.

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