El mentiroso – Mikel Santiago

—Quédate arriba. Esto se va a derrumbar.

Me cogí de la raíz, cedió un poco al principio, pero finalmente se estancó. Solo me podía fiar de ese tubérculo viejo y seco. Era todo lo que tenía. Apoyé el pie en una piedra y extendí la mano.

—Abuelo —grité—, la otra mano. Dame la otra mano.

Jon Garaikoa miró para arriba.

—No va a funcionar, Álex —dijo—. No importa.

—¡Dame la puta mano!

Sucedió otro pequeño derrumbamiento, no muy lejos de allí. Pudimos escuchar cómo la tierra caía sobre el mar en grandes terrones.

El abuelo alzó la mano sin demasiada convicción y se la cogí. Intenté tirar, pero el peso de mi cuerpo, más la presión de sujetar a mi abuelo, terminó de arrancar la piedra en la que me estaba apoyando. Perdí el equilibrio y me quedé tumbado, boca arriba. El abuelo en una mano. La raíz en la otra. Empecé a mover las piernas en busca de otro punto de apoyo, pero todo lo que lograba tocar era tierra que se caía al mar.

—Gracias por todo, chico —dijo el abuelo—. Pero no voy a dejar que te mates por mí.

Y dicho esto, me soltó la mano.

8

Un objeto me tocó el hombro al mismo tiempo que una voz se abría desde los cielos:

—¡Álex! Cógele con esto —gritó Erin.

Un arpón bajaba atado a un trozo de cuerda. Joder, casi grito de alegría, pero era demasiado tarde. Miré hacia abajo y no lograba ver al abuelo, pero entonces distinguí su mano, todavía agarrada a ese trozo de raíz.

—¡Abuelo! Coge el arpón. ¡Abuelo!

Noté que la cuerda se tensaba de pronto, como un sedal que hubiera hecho una captura. Lo había cogido.

—¡Tirad!

Arriba, Dana y Erin tiraron de la cuerda y consiguieron subir a Jon Garaikoa y arrancarlo de las garras del mar. En cuanto le tuve a mano, lo cogí entre mis brazos y empujé con todas mis fuerzas hacia arriba.

Arruti, Erkoreka, Blanco y otros diez patrulleros, montados en cuatro coches, llegaron cinco minutos más tarde haciendo todo el ruido que pudieron. Además, trajeron detrás una troupe de periodistas que, con muy buen olfato, entendieron que algo muy gordo estaba sucediendo esa noche en Punta Margúa. Pero nadie, excepto una UVI medicalizada, pudo pasar de las verjas de la casa, donde se apelotonaba la prensa y algún que otro curioso.

Nosotros estábamos en la cocina, rodeados de policías y enfermeros, sentados todavía con tensión en el cuerpo. Mi abuelo insistía en que estaba perfectamente mientras un médico le revisaba de arriba abajo. Roberto Perugorria no le había hecho ni un rasguño, pero tenía la tensión disparada. «Traedme una copa de brandi y dejadme respirar.» Dana, entre tanto, se puso a hacer cafeteras. Dijo que necesitaba hacer algo para pasar el susto. Aún le temblaban las manos mientras colocaba las tazas en la mesa, así que el médico le dio un valium, y le pidió que se sentara durante diez minutos «y no hiciera nada más».

Mientras los agentes pululaban por la casa y el jardín, tomando huellas, fotografías, Arruti y Erkoreka nos tomaron declaración en la cocina.

—Estamos prácticamente seguros de que era Roberto, el hermano de Carlos Perugorria —dije—, y creo que era el mismo tipo que intentó colarse en casa.

—¿Al que tu abuelo disparó con su rifle?

—Sí.

Mi abuelo quiso tomar las riendas de la historia y contó los detalles del secuestro, la pelea y el derrumbamiento.

—Se coló como la otra vez, por el salón. Primero amordazó a la pobre Dana y después vino a por mí. Pobre diablo, le he visto caerse sobre el arrecife. Quizá solo encuentren pedazos de él, si es que los peces no se lo comen antes.

El agente Blanco llegó en ese momento e informó de que habían encontrado un Porsche Cayenne en el aparcamiento del mirador. Estaba registrado a nombre de Carlos Perugorria, quien, al parecer, acababa de aterrizar en el aeropuerto de Loiu, procedente de Brasil.

—Le contactamos la noche pasada para preguntarle por su hermano —dijo Arruti—. Roberto había sido expulsado del ejército por un problema de salud mental. Desde entonces vivía con ellos en la casa, y Carlos le había «dado un trabajo» como experto en seguridad. Cree que quizá se lo tomó demasiado a pecho; al parecer, Félix había comenzado a extorsionar a Carlos con cierto asunto.

—Había un vídeo —dije—. Al parecer lo robaron de su casa el viernes. Roberto sospechaba de Félix… y de mí.

—Eso explicaría su intento de robo —dijo Arruti—, y quizá el asesinato de Félix también.

—¿Un vídeo? ¿Era tan importante como para matar a alguien? —preguntó mi abuelo.

—Creo que nunca lo sabremos —dije—, supongo que ardió junto con el resto de las cosas de Félix.

—No —dijo el bulldog tranquilamente—, el vídeo lo robó otra persona. Una sirvienta doméstica que trabaja en casa de los Perugorria. Dolores Estala.

Nos quedamos todos boquiabiertos.

—¿Dolores?

—Lleva meses colaborando con la policía, como informadora. Es algo que ya se puede contar. El señor Perugorria está siendo detenido ahora mismo en el aeropuerto de Bilbao, acusado de corrupción. Bueno, Dolores descubrió el vídeo y actuó motu proprio, aprovechando la fiesta. Ha resultado ser una prueba decisiva.

Recordé que Dolores fue quien me puso sobre la pista de aquel «vídeo» cuando lo mencionó como el motivo de la discusión entre Félix y Denis. ¿Estaba tratando de alertarme de algo?

El abuelo negó con la cabeza.

—Pobre Ane… Nunca tuvo puntería con los hombres.

Dos horas más tarde, el ejército de la prensa no solo seguía allí, sino que había aumentado de tamaño. Había estudios móviles de la EITB y otro de RTVE, cámaras, micrófonos… Arruti salió a hacer una declaración y fue curioso ver, por televisión, algo que estaba sucediendo a escasos treinta metros de casa.

—Una persona se ha precipitado al vacío —dijo de manera muy escueta ante el fragor de preguntas—. Es posible que guarde relación con el caso de Félix Arkarazo.

—¿Se trata de Carlos Perugorria, el empresario que acaba de ser detenido?

Los periodistas habían hecho su trabajo de escarbar. Al parecer, los patrulleros que custodiaban el mirador habían sido incapaces de ocultar la matrícula del Porsche Cayenne de Carlos, y la cosa se había puesto a correr ella sola. Arruti pidió discreción y dijo que todavía no había ninguna confirmación al respecto.

Una hora después, en todos los medios nacionales, se comenzaba a perfilar el titular de la historia y el personaje principal.

UN MILITAR RETIRADO POR PROBLEMAS MENTALES, POSIBLE SOSPECHOSO EN EL CASO DE FÉLIX ARKARAZO

Se investigan las conexiones con un posible caso de corrupción inmobiliaria de alto nivel. El empresario Carlos Perugorria, detenido.

La Científica estuvo rondando por casa hasta la medianoche. Después nos dejaron en paz, pero mantuvieron el acantilado acordonado y vigilado por una patrulla.

Sobre la una de la madrugada, mi abuelo, por fin, se quedó adormilado por efecto de los tranquilizantes que nos habían dejado en la cocina. Dana y yo lo subimos a su habitación y lo metimos en la cama con la ropa puesta. Yo me quedé sentado allí, acariciándole el cabello.

—Dormiré aquí con él esta noche.

—¿Dónde?

—En el suelo…

—No digas tonterías, Álex. No va a pasar nada.

Pero yo todavía era presa del terror. Ver a mi abuelo agarrado de esa raíz, con las piernas volando sobre el océano.

—Ha estado muy cerca —dije—, no sabes lo cerca que ha estado.

—Sí —dijo Dana—, pero por cómo se ha agarrado al arpón… parece que todavía tiene ganas de seguir dando guerra, ¿no?

Erin había llamado a sus padres para contarles que se quedaría a pasar la noche en Punta Margúa. Cuando entré en el dormitorio, la encontré metida en la cama con el edredón hasta el cuello.

—Te he robado un pijama, pero debería haberte robado un abrigo.

—Pondré una bolsa de agua caliente.

—Déjate de bolsas. Entra tú.

Entré en la cama y nos abrazamos bajo el edredón. Pronto comenzó a hacer calor, un calor delicioso, y yo sentí que caía dulcemente en el sueño, aunque seguía inquieto, nervioso.

—Jamás me hubiera imaginado que viviríamos algo así, aquí en Ilumbe —dijo Erin—, ha sido alucinante. Parece una película… Pero bueno, por fin ha acabado todo.

Yo dije que sí, pero sin demasiada convicción. Recordaba la voz de Roberto en el acantilado, sorprendido cuando le acusé de haber matado a Félix Arkarazo.

«¿Yo? No… Te equivocas.»

Además, había otra cosa que no acababa de encajar. El cristal de la ventana de la fábrica que alguien había limpiado.

Tenía la sensación de que la historia no había acabado de completarse.

Pero supongo que el cansancio era demoledor a esas alturas. Dos noches demasiado intensas me cayeron encima como una losa y me quedé dormido.

Y tuve un sueño.

Alguien me golpea por detrás. Caigo al suelo. Saboreo el polvo que cubre el hormigón de la vieja fábrica Kössler.

Empiezo a perder la consciencia. Durante esos últimos segundos, el haz de mi linterna ilumina unos zapatos. Se acercan a mí. Se quedan parados a pocos centímetros de mi rostro. Pienso que me va a matar a mí también.

Después la silueta comienza a agacharse. Noto su respiración acelerada muy cerca de mí. Me está observando, en silencio.

—¿Álex?

Y eso basta. Puedo reconocer su voz. Aunque me parezca absolutamente increíble.

Me desperté con el corazón a mil, pero Erin estaba sumida en un profundo sueño. No quise despertarla. Me levanté. Bajé a la cocina a beber un vaso de agua y miré por la ventana. Los chicos de la prensa se habían ido. La furgoneta seguía fuera.

¿Había sido un sueño o un recuerdo?

Y eso basta. Puedo reconocer su voz.

Pero, bien pensado, aquello tendría todo el sentido del mundo. Todo el maldito sentido del mundo.

Me puse unos zapatos y salí sin hacer ruido. Monté en la furgoneta y miré el reloj. Eran las tres y media de la madrugada, muy tarde, pero me apostaba algo a que la persona que asesinó a Félix Arkarazo estaría despierta a esas horas.

VII
LA VERDAD

1

Aparqué fuera, a cierta distancia de la casa. No me apetecía anunciar mi llegada, aunque de alguna manera, sentí que me estaban esperando.

El jardín olía a césped, a pinos, la tormenta había pasado y el cielo se había abierto como un joyero de estrellas. Conocía el lugar. Di un rodeo y entré por el sitio más fácil. Me acerqué a la casa. ¿Estaría allí? Pero en la planta de arriba no había luces. Entonces percibí un leve resplandor en el edificio adyacente. Había alguien en el estudio. Caminé hacia allí, me acerqué a la puerta y llamé.

Oí unos pasos que se acercaban. Tal y como esperaba, estaba despierto. ¿No lo estarías si esa noche acabaran de quitarte de encima un terrible problema?

Joseba Izarzelaia vestía un albornoz muy elegante y por el estado de su cabello no pensé que lo hubiera despertado. Tampoco pareció sorprenderse en exceso por mi aparición, aunque, bueno, hizo una pequeña interpretación muy aceptable.

—Álex, ¿qué haces aquí?

No respondí.

—¿Estás solo? —pregunté.

—Sí —dijo él—. Mirari está dormida. Entra.

Pasamos a su elegante estudio, tenuemente iluminado por una lámpara de pie. Estaba lleno de maquetas, trofeos, el camino de migas de pan de una carrera exitosa. Nos sentamos en el cuadro de sofás. La televisión estaba encendida, sin sonido. Las noticias sobre Punta Margúa seguían machacando a esas horas.

—¿Cómo estás? —preguntó Joseba—. ¿Y tu abuelo?

—Bien. El acantilado sufrió un derrumbe y… en fin. Roberto Perugorria ha muerto.

—He visto las noticias. También lo de Carlos. Es terrible. Solo espero que nada salpique a Denis… Su padre está de los nervios.

—Acusan a Roberto de asesinar a Félix —dije entonces.

—También lo he visto.

—Pero fuiste tú.

La frase sonó pesada en el aire quieto de aquel estudio. Joseba no dijo nada durante unos segundos, aunque noté un leve rubor subiéndole por las mejillas.

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