El mentiroso – Mikel Santiago

—¿Es verdad que eres su amigo?

—No exactamente.

—¿Y el mensaje?

—Ahora hablaremos de eso. Primero tengo unas preguntas.

Irati se recostó sobre los sacos de escombro, todavía con el espray en la mano, pero con una actitud menos agresiva. Se quitó la capucha. Llevaba la melena rubia recogida… Esa nariz. Una mujer guapa, no espectacular pero guapa. De buena clase. Papá y mamá. Esquí. Veranos en Menorca. Un maridito acorde con las expectativas. No pintaba nada en esa historia. No pintaba nada con Félix.

—Vale…, preguntas. Pero ¿quién eres tú?

—Nadie. Un tipo que reparte medicinas.

—¿Cómo me has encontrado?

—Me pediste un montón de mildronates hace dos viernes. Ahora estoy en un lío por tu culpa.

—Fue él —dijo Irati—, fue Félix. Yo solo seguía sus instrucciones.

—Bien. Digamos que te creo. Explícame en qué consistían esas instrucciones.

—Escribirte un mensaje, pedirte esas cosas. No sé ni lo que son. Lo hice dos veces. Ese viernes fue la segunda vez. Félix me daba el dinero y yo te pagaba a través de esa página de internet. La primera vez me dejaste las cajas en una parada de autobús. Las recogí. La segunda vez fue el otro día. No llegaste a mandarme la ubicación. El dinero no es mío, así que me da igual.

—¿Te daba igual? ¿Y Félix?

—No quiero saber nada de ese cerdo, ¿entiendes? Le dije que haría esto y nada más. Puedes quedarte con tus medicinas o lo que sean. Solo he venido a por… Pensaba que… —Pero se calló de pronto.

—¿Qué pensabas?

—Félix me prometió algo. Pensaba que me lo traerías tú.

—Félix y tú erais amantes, ¿verdad?

—No —dijo ella—. Nada de eso…

—Vamos, Irati, has acudido sola a una cita en plena noche. Hiciste un pedido de drogas ilegales. Eso no lo hace ni el fan número uno de un escritor.

Irati soltó un exabrupto. Después se puso en pie y entrecruzó los brazos.

—Solo fue un rollo. Una noche loca. Y todo lo que hice fue por una razón. Un vídeo que Félix tiene… Me chantajea con eso.

—¿Un vídeo?

—No sé quién eres… pero bueno… A estas alturas de la película supongo que no importa. Félix y yo nos acostamos, es verdad. Yo estaba embobada con su imagen de escritor. Nos encontrábamos por el camino de la urbanización y un día me invitó a su casa. Bueno…, pasó aquello. Solo fueron dos veces. Después descubrí que era un tipo bastante decepcionante. Incluyendo el hecho de que es un eyaculador precoz. Me di cuenta de la tontería que estaba haciendo. Le dejé y le sentó fatal. Me chantajeó. Tenía un vídeo de nosotros dos… Félix usaba cámaras ocultas. Es un cabrón. Cuando he visto el mensaje esta mañana, pensaba que me traerías ese vídeo. Por eso he venido.

—No. Lo siento, no lo tengo…

Ella resopló.

—Mira —continuó—, soy una mujer normal y corriente que ha cometido un error, ¿vale? Mi marido tuvo un lío con alguien de su empresa. Quise vengarme, pero elegí el rollo equivocado. Félix es un monstruo. Y yo me metí de lleno en la boca del lobo. Solo quiero recuperar ese vídeo y olvidarme de todo. Sobre todo por mis hijos. Si ese vídeo se filtra a las redes, será su vida la que se vaya a la mierda. No puedo permitírmelo.

—Vale. Intentaré ayudarte —dije—, pero solo si tú me ayudas a mí. Cuéntame por qué me perseguía Félix. Por qué yo.

—Tú eras parte de su historia. Eso es todo lo que sé.

Aquello empezaba bien.

—Sigue.

—¡No sé más! Por alguna razón eres importante, sabes algo. Es lo poco que pude entender de algunos comentarios que hizo. Quería pillarte haciendo esto, entregas, drogas… Posiblemente para chantajearte más tarde.

Me quedé callado. ¿Significaba eso que Félix conocía mi identidad? ¿Y qué coño podía saber yo que fuera interesante para Félix?

—Sigue. ¿Cómo sabía Félix quién era yo o dónde encontrarme?

—No lo sé. Alguien debió de contárselo. Félix es así: consigue lo que quiere por las buenas o por las malas. A mí me utiliza con la promesa de que me devolverá el vídeo. «Haz esto y me olvidaré de todo.» El tipo está contra las cuerdas, ¿entiendes? Hacienda le está reclamando un montón de dinero, y además la editorial… Creo que tiene problemas con su libro.

—¿Problemas?

—Sí. Hace dos semanas estuve en su casa por última vez. Escuché una conversación que tenía con su editora. Ella parecía cabreada. Le habían pagado un adelanto bastante bueno y Félix llevaba mucho retraso en la entrega. Le oí decir que solo le faltaba una pieza en todo el rompecabezas, pero que estaba a punto de conseguirla. Creo que se refería a ti.

—Vaya, vaya… Esto mejora —dije—. Una pregunta más: ¿después de eso has entrado en la casa de Félix?

—¿Yo? ¿Qué quieres decir? No tengo la llave. Pero llevo una semana llamando al timbre. Creo que Félix se ha ido a alguna parte. Quizá a escribir su novela. Tampoco coge el teléfono.

—De acuerdo.

—¿Le estás buscando? Por favor… —dio un paso hacia mí—, si das con él, por favor, avísame.

Nos quedamos en silencio. Un murciélago voló muy bajo, entre nosotros dos, y subió hasta el tejado de la vieja casa.

—De acuerdo, intentaré ayudarte —le repetí—. Pero tú debes prometerme que te olvidarás de mí y de esta conversación.

—Eso no va a ser difícil —dijo Irati—, yo solo quiero volver a mi vida.

«Ya somos dos», pensé.

Le pedí a Irati que me diera diez minutos para desaparecer. Me sobraron dos. Salí por la puerta, me quité el disfraz y llegué a Axpe en ocho minutos. Entré en mi furgoneta y me quedé sentado en el asiento del conductor, en silencio. Respiraba y me iba calmando poco a poco.

Al salir de allí vi el Hyundai familiar de Irati. Llevaba una pegatina de «Precaución niños» y un parasol de la Patrulla Canina. «Irati Jiménez —pensé—, una mujer bastante normal metida en un lío bastante gordo. Aunque creo que ya no tienes que preocuparte por que Félix te chantajee.»

Y yo tampoco debía preocuparme por ella. Aunque la noticia del cadáver de Félix saltase a los periódicos, ¿qué haría ella? Respirar aliviada. Como quizá muchas otras personas. Tenía gracia, pensé. Parecía que Félix era el verdadero malo de esta historia. Sería un placer olvidarme de todo esto y dejar que ese puto chantajista fuese pasto de las alimañas. El único problema es que no podía.

6

Conduje de vuelta a casa. Chispeaba contra mi parabrisas y yo avanzaba en una noche negra. El puzle iba tomando forma. Félix me había tendido una trampa la noche del viernes ¿para seguirme? Eso solo podía significar que Félix Arkarazo conocía mi identidad. Sabía que Álex Garaikoa era el «chico de las medicinas».

Eso me llevaba a preguntarme lo siguiente: ¿por qué? Quería cazarme por una razón. ¿Cuál? ¿Qué podía tener yo que pudiera interesar a Félix Arkarazo? ¿Erin? ¿Acceso a los Izarzelaia? ¿Algo relacionado con Floren? La noche que Floren murió, mi madre estaba de visita en Ilumbe, cenando con Ane. ¿Quizá había algo más en esa historia? ¿Mi abuelo?

Aparqué la furgoneta en el garaje y subí las escaleras. Dana estaba viendo una película en el salón, con una gran cesta de palomitas entre las piernas.

—¿Qué ves?

Con la muerte en los talones… Es la noche de los clásicos.

—¿Y mi abuelo?

—Arriba, en su despacho. Ah, pregúntale si quiere cenar.

Subí las escaleras en dirección a mi dormitorio. Al pasar junto a la puerta del despacho, vi que estaba cerrada. Llamé dos veces antes de abrir.

Aitite? Dice Dana que…

Pero mi abuelo no estaba allí. La luz del escritorio estaba encendida —lo cual era extremadamente raro en él, que siempre lo apagaba todo a su paso—. Me acerqué a la mesa con idea de apagarla y vi unos cuantos papeles hechos bolas, uno a medio escribir.

¿Qué es la vida? Es algo más que un corazón que sigue latiendo. La vida es el recuerdo. Los sueños. Las ilusiones. ¿Merece la pena seguir viviéndola si todo esto desaparece? No quiero convertirme en una planta a la que regar…

Llevado por un impulso, abrí las otras bolas. Eran borradores de una especie de carta. Dirigida a mí.

Querido Álex. He tomado una determinación y creo que será difícil que la entiendas, pero…

Nada más. Siguiente:

Querido Álex. Lo he pensado mucho. Pronto dejará de tener sentido seguir…

No había nada más escrito, pero el mensaje estaba más que claro. Salí al pasillo, la puerta del baño estaba abierta. No había nadie. Me dirigí a su habitación:

Aitite!

Volví a bajar las escaleras. Fui a la cocina. Miré fuera, en la terraza. Empecé a ponerme nervioso. Regresé adentro: Dana estaba de pie en el salón. Me había oído.

—¿Qué pasa?

—Mi abuelo no está arriba.

—¿Cómo que no está arriba?

—Que no está. Y ha dejado unas cartas.

Supongo que el tono de mi voz fue suficiente para que ella no hiciese preguntas. Dana subió a todo correr por las escaleras. Escuché el ruido de varias puertas abrirse y cerrarse, antes de que bajara.

—No está.

—En el garaje tampoco, acabo de aparcar.

—¿El jardín?

—Vamos.

Dana se tenía que vestir, pero yo iba vestido. Bajé las escaleras a todo correr. Salí fuera, a la terraza. Había comenzado a chispear con más fuerza. Un sirimiri de los que calan. Allí no había nadie. Rodeé la casa y llegué hasta la valla.

Aitite! —Mi grito sonó roto, un poco resquebrajado.

Dana apareció por las puertas del salón con una gabardina puesta.

—Aquí no hay nadie —dije.

—Ha tenido que salir sin que yo me diera cuenta —dijo Dana—. Le he llamado al móvil.

—¿Y?

Negó con la cabeza y sacó el teléfono de mi abuelo de un bolsillo.

—Lo ha dejado en casa.

Un pensamiento horrible se me cruzó por la cabeza. Las notas suicidas de su despacho. A Dana se le debió de ocurrir también.

—No puede ser eso. Tiene que estar en alguna parte. Vamos, con tranquilidad.

—Yo voy por el acantilado —dije—. Tú baja al mirador.

Salí corriendo rumbo al acantilado. Crucé la valla, llegué al sendero y empecé a recorrerlo en dirección al viejo restaurante.

«No, aitite, no puedes haberlo hecho —me repetía una y otra vez—. Por favor, que no sea cierto.»

Corrí como nunca. Crucé el pinar gritando su nombre, pero el viento devoraba mis gritos. Llegué al restaurante Iraizabal. Era una especie de gran bungalow de una sola planta. Tenía los grandes ventanales condenados con tableros, y un montón de mesas y sillas de plástico comidas por la humedad apiladas en su parte trasera. Lo rodeé. Allí no había nadie. Podía seguir caminando hasta Bermeo, pero me di la vuelta. En realidad, no sabía muy bien qué debía hacer. Regresé a Villa Margúa. Dana debía de haber bajado por el mirador, a la carretera.

Fui al garaje, arranqué la GMC y salí muy despacio. Paré en la gasolinera. Bajé. Entré en la tienda. Había una mujer pagando su gasolina. Me acerqué al mostrador. Estaba Ketxus. Él conocía a mi abuelo.

—¿Has visto a mi aitite? —irrumpí bastante abruptamente—. ¿Ha venido por aquí?

Los dos se quedaron un poco alucinados.

—No… pero ¿qué pasa? —dijo Ketxus.

—Ha… Creo que ha desaparecido. Si le ves…

Pero no llegué a terminar mi frase. Me apresuré otra vez fuera y me acerqué a la GMC. ¿A dónde tenía que ir ahora? ¿Al pueblo? ¿A Bermeo? Joder, no había manera humana de saberlo. Estaba a punto de romper a llorar. Mi abuelo había escrito una nota de suicidio y después había desaparecido.

—Oye —dijo una voz detrás de mí. Era Ketxus—. Deberías llamar al 112. Dar parte.

—Es verdad —dijo la clienta, que salía con él—, quizá alguien le haya encontrado.

Era una buena idea. Saqué el teléfono. Lo había apagado en la casa-torre para evitar ruidos delatores. Lo encendí y, en cuanto estuvo listo, marqué el 112.

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