El mentiroso – Mikel Santiago

—Vale, hablemos. ¿Qué es lo que sabes? ¿Qué oíste?

En realidad, solo lo había recordado, pero me jugué un buen farol.

—Sé que hay un vídeo —dije.

Denis resopló como si se le hubiera caído el mundo encima.

—¿Lo robaste tú?

Negué con la cabeza, pero me alegré del pequeño desliz de Denis. Ahora ya sabía lo que robaron en Gure Ametsa la noche de la fiesta.

—Ante todo, espero que no le hayas dicho una palabra a nadie —dijo.

—Tranquilo —sonreí. Sentaba bien ser el que tenía al otro por el cuello.

—¿Nos escuchaste?

—Sí —dije—. Oí cómo le amenazabas.

—Como se le ocurra publicarlo, va a vivir un infierno. Eso es todo lo que le dije. Además, vendrá bien tu testimonio, si llegamos a juicio.

—¿Mi testimonio?

—De sus amenazas, de sus intentos de extorsión.

Llegó la camarera con las dos cañas. Guardamos silencio mientras las colocaba en la mesa.

—¿No tienen frío aquí fuera? —preguntó.

—No —respondió Denis—, estamos perfectamente.

La chica se quedó un poco cortada y se fue.

—Empecemos por el principio… —dije yo—. ¿Cuál es tu relación con Félix?

Denis le dio un sorbo bastante largo a su cerveza. De pronto estaba agitado, nervioso.

—¿Tienes tabaco?

—Puedo hacer un par de pitillos.

Me puse a ello mientras Denis comenzaba su relato.

—En realidad, ni siquiera le conocía hasta hace un año… —arrancó a decir—. Empezó a venir al Club a nadar y hacer algunas pesas. Alguien me contó que era escritor, pero nada más. Yo no leo novelas y tampoco leí la suya.

Bebió. Una pausa. Había comenzado a llover sobre las canchas.

—Coincidíamos en la sauna o en el vapor e intercambiábamos alguna frase. Al principio me pareció alguien simpático, un poco solitario. Por lo que me fui enterando, no estaba casado, ni tenía hijos. Vivía él solo aquí arriba, en la colina, en un chalé que había comprado recientemente. Una noche Ane me lo presentó en una de sus fiestas. Estábamos bebiendo y hablando y apareció él. Era alguien interesante, alguien con quien era fácil hablar. Creo que le conté muchas cosas. Demasiadas, pero como te digo, me había pillado desprevenido. Después me avisaron de quién era. De lo que se proponía.

—¿Qué quieres decir?

—Félix es un parásito, ¿entiendes? En su primer libro exprimió todos los cotilleos de Ilumbe y ahora había encontrado un nuevo «nicho»: nosotros. El Club. La gente de la colina. La culpa la tiene Ane por haberlo traído a nuestro círculo.

—O sea, que Félix estaba investigando cosas acerca de la gente del Club.

—Yo no lo llamaría investigar. ¿Crees que alguien puede llegar a saber tanto de otras personas solo con tomarse un café y poner la oreja? No, Félix tiene su método.

—¿Método?

—La extorsión.

Le pasé el pitillo, le di fuego.

—¿Has oído hablar de la caza de brujas? Te salvas de la quema si eres capaz de acusar a alguien. Eso es lo que hace Félix. Así recopila sus secretos.

—¿Y eso es lo que hizo contigo?

Denis dio una calada.

—Un día, tomando una copa ahí mismo, en el bar, me empezó a hablar de Carlos y de un proyecto que tenemos en Galicia. Es un rollo en la costa, mucho dinero. Empezó a bromear con que teníamos a un par de diputados en el bolsillo. Primero me pareció una broma, pero entonces dijo que había visto un vídeo en el que aparecíamos Carlos, yo y algunos políticos. Yo no le creí, pero después hablé con Carlos y vi cómo se le ponían los pelos de punta. Alguien nos había grabado.

—¿Un vídeo con políticos?

—Sí. Era una idiotez. Un vídeo de una fiesta en un barco. ¿Cómo crees que se consiguen las cosas? Era bastante inocente, pero si llega a manos del partido político correcto sería una catástrofe. Ya sabes. Lo exprimirían para hacer daño a sus oponentes y nosotros seríamos la víctima colateral. Perderíamos una fortuna.

—¿Eso fue lo que robaron de la casa el viernes?

Denis asintió.

—Pero en ese caso, Félix ya lo tenía.

—O quizá solo iba de farol. El caso es que ahora ha desaparecido de la faz de la tierra. Llevo una semana intentando localizarle, pero no da señales de vida.

Me callé y aproveché para darle un buen trago a la caña.

—Se lo he dicho a Carlos —continuó Denis—. Félix me aseguró que no quería utilizar el vídeo, que él en realidad iba detrás de otra cosa. Me pidió que lo ayudara con algo. Quería algo a cambio del silencio. Al principio dije que no…, pero he cambiado de opinión. Se lo daré.

—¿Algo a cambio?

—Quería saber cosas. Cosas que requerirían que yo investigara y robara información.

—¿Qué información?

Denis fumó.

—Bueno, ¿qué importa eso? Unas patentes de Edoi —dijo—, unas patentes viejas, de un antiguo socio de Joseba. Una historia que tú desconoces.

Noté que un escalofrío me recorría el gaznate de arriba abajo.

—¿Floren?

—¿Cómo lo sabes?

—Ane me habló de él. ¿Qué quería Félix exactamente?

Denis frunció el ceño un instante.

—Bueno… Tampoco es ningún secreto. Cuando mi padre comenzó a presionar para entrar como socio en Edoi, Floren interpuso una denuncia contra Joseba. En realidad, solo lo hizo para hacerle daño, o para presionarle, pero las malas lenguas rumoreaban que había cierto fundamento en todo ello.

—No te sigo, tío, ¿en qué había fundamento?

—Al parecer, Joseba pudo apropiarse de algunas ideas de Floren. O al menos era lo que Floren decía: que Joseba le había robado algunas ideas que habían terminado siendo muy importantes para la empresa. Diseños de materiales, etcétera.

—O sea, que Félix estaba investigando sobre Floren…

—Posiblemente. Aunque no hay nada que buscar. Floren nunca pudo demostrar nada. Además, el juicio nunca llegó a celebrarse. Pero supongo que Félix vio en eso algún tipo de cotilleo sabroso para su libro.

—Espera, ¿dices que el juicio no llegó a celebrarse?

—No —dijo Denis—. Floren se mató antes de que comenzara la instrucción.

Apuré la cerveza y el cigarrillo. De pronto, las cosas empezaban a tener sentido. Las piezas de un puzle que durante días había parecido imposible empezaban a encajar.

—Oye… —dijo Denis—, sobre Erin… Todo este asunto… Supongo que ahora estamos a la par: cada uno sabe un secreto del otro.

—Tú quieres a Erin como a una hermana. Yo estoy enamorado de ella hasta la médula. Por mí, no hay más que hablar.

Denis me miró en silencio.

—¿Y ese dinero? ¿Y la cárcel?

—Hay una explicación. Te la daré algún día, pero tienes que prometerme que seguirás siendo igual de deportivo que hasta ahora. Y yo te devolveré el gesto callándome todo este asunto. ¿Trato?

Denis me miró a los ojos unos segundos. Después asintió.

—Trato.

Media hora más tarde salí conduciendo del Club. Había caído la noche. Una noche clara, de estrellas y luna creciente. Llegué a la primera intersección de la carretera y frené junto a una parada de autobús. Eran las diez y media de la noche y tenía una sensación eléctrica recorriéndome el cuerpo. La sensación de que por fin estaba dando los pasos correctos.

Denis decía la verdad, no tenía ninguna duda al respecto. Félix Arkarazo era un coleccionista de secretos, pero ahora también sabía algo más de él: que era un monstruo. Un chantajista. Y lo más importante: que estaba investigando la muerte de Floren. Un suicidio o accidente que quizá no lo era. ¿Había encontrado Félix una prueba de ese crimen? ¿Era la «gran bomba» que estaba a punto de soltar en su segunda novela? Todo parecía indicar que sí. Y quizá era eso lo que había provocado su asesinato.

Ya no bastaba con hacer preguntitas aquí y allá. No podía seguir mirando las noticias y esperando lo inevitable. Tenía que dar un paso adelante, y decidí darlo esa misma noche.

3

«El monte de los cucos», Kukulumendi, no estaba demasiado lejos del Club. Era otra colina más en aquella especie de sierra de pequeños montes, donde surgían los chalés como champiñones después de un día de lluvia. Solo había que seguir una carreterita y no perderse, ya que por esa zona había un verdadero enjambre de caminillos y sendas particulares. En los años «problemáticos», mucha gente de cierto nivel se había asentado en lugares así. Escondrijos remotos, aislados, entre árboles y colinas. Zonas laberínticas, sin demasiadas señales o información, casi diseñadas para que un extraño se perdiera sin encontrar nada.

Esa misma noche, dejé el coche en un aparcamiento vecinal, cogí mi mochila de artilugios y un bastón de nordic walking. Esto último era un elemento clave del disfraz; nada como llevar algo caro en las manos para tranquilizar a un eventual vecino.

La carretera subía en zigzag, conectando los diferentes números de las casas de la colina. Me crucé con un par de coches, un corredor nocturno y una señora con su perro. El perro debió de oler mis intenciones de intruso y me ladró un poco, pero la señora lo mandó callar y me saludó con amabilidad. Yo alcé mi bastón y le devolví el saludo.

Denis me había dicho que Félix vivía en el chalé de «arriba del todo». Eso era una ventaja, pues la carretera se acababa allí y por lo tanto no había apenas tráfico. Una pequeña chapa de metal indicaba el camino del número 10. El terreno estaba en cuesta, cercado con un seto bastante alto que crecía detrás de una verja de alambre. Caminé a orillas de la finca y aproveché para rozar la punta de mi bastón con ella y hacer algo de ruido. Si había algún perro ahí dentro, vendría como un rayo. Odian que juegues con su territorio. Pero no se oyó nada. Ni un ladrido ni las cuatro patitas de ningún can. Eso era bueno. Por lo demás, no había ni rastro de la policía. Si habían encontrado el mismo cadáver indocumentado que yo, era muy posible que aún tardaran en saber quién era o dónde vivía.

Llegué hasta un murete cubierto de lajas de piedra, que sostenía las dos jambas de un portón de madera. Sería fácil trepar por las lajas, pero estaría demasiado expuesto. Había luz y algún vecino podría verme sin problema desde su casa. En cambio, al final de la carretera comenzaba un pinar que quedaba en penumbras. Allí el seto era mucho más alto, pero mi idea no era saltarlo sino colarme por debajo. Los troncos del seto estaban lo suficientemente separados como para permitir a un cuerpo delgaducho arrastrarse entre ellos.

Regresé a la carretera. Antes de intentar la incursión debía asegurarme de otra cosa más. La falta de iluminación a esas horas sugería que la casa estaba vacía, pero quería asegurarme, así que fui al portero automático y llamé al timbre. Era uno de esos porteros con vídeo. Se encendió una lámpara y esperé un minuto. Nada. Denis había dicho que Félix era un tipo sin familia y, en efecto, allí no parecía haber nadie, con lo que tenía vía libre. La última complicación sería la alarma, si la había, pero eso solo lo sabría cuando estuviera dentro de la casa.

Volví al pinar. Saqué una tijera de poda y rompí el alambre en círculo. Lo justo para colarme y volver a cerrarlo a mi paso sin que se notara demasiado. La hierba estaba alta, había bastantes cardos y unas calvas muy feas. «Contrata a un jardinero, hombre.» Me arrastré con cautela hasta situarme frente a la casa: un chalé de los que se construían en los ochenta. Hormigón grueso y frío. Tejado de pizarra. Grandes ventanas con marcos de madera. Había una piscina pero estaba vacía, y parecía que llevaba así por lo menos desde la época de Noé. El jardín estaba muy poco cuidado. Había un arbusto de conífera junto a la puerta que nadie había podado en siglos. Parecía el Demogorgon. El Setogorgon.

La casa tenía dos plantas. En la de abajo había unos buenos ventanales, supuse que del salón, pero tenían las persianas echadas. En la de arriba detecté una terraza con una puerta acristalada. Era una posibilidad para entrar. También había un portón de metal, posiblemente del garaje, al final del sendero de asfalto. Y suponía que estaba conectado a la casa.

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