El mentiroso – Mikel Santiago

Fui tras ella hasta el aparcamiento de un gran Eroski situado en las afueras de Gernika. Aparcó, cogió un carro de la compra y se dirigió al interior del supermercado. Vale. Esta era una oportunidad de oro. Saqué un folio y un bolígrafo de la guantera y escribí lo siguiente:

Hola, Irati. Soy un amigo de tu vecino Félix y tengo un mensaje muy importante de su parte. Nos vemos esta noche (22.00) en…

Elegí uno de mis lugares solitarios favoritos de la zona: una vieja casa-torre que llevaba años cerrada y se caía a pedazos (era una herencia de cuatro hermanos mal avenidos, según contaban los rumores locales). Esperaba que Irati la conociera por su nombre, Casa Galdós, pero, por si acaso, añadí algunas indicaciones. Y también escribí, con mayúsculas: «VEN SOLA O ME LARGARÉ».

Después doblé el folio dos veces y salí de mi furgoneta. A esas horas de la mañana no había demasiada gente por allí. Me acerqué al Hyundai, levanté uno de los limpiaparabrisas y la coloqué debajo. Hecho esto, volví a mi furgoneta y me quedé allí, observando.

Irati salió al cabo de media hora con el carro bastante lleno. Lo cargó todo en la parte trasera de su coche y entró en el asiento del conductor. Pensé, por un instante, que no vería mi nota, pero lo hizo. Volvió a salir, la recogió, la leyó. Se quedó absolutamente congelada al hacerlo. Miró a un lado, al otro, pero yo estaba demasiado lejos y bien escondido como para preocuparme por ser detectado.

Hizo una bola con el papel. Se acercó a una papelera… ¿Iba a tirarlo? Pero entonces se detuvo. Volvió a desplegarlo. A leerlo. Esta vez lo metió en el bolsillo del pantalón y volvió a su coche. Arrancó y salió de allí, tan nerviosa que casi se choca con otro coche que avanzaba con prioridad.

Me quedaba un largo día por delante hasta la cita con Irati. Decidí trabajar un poco. Era mucho mejor que pensar en todo lo demás. La policía, la cárcel, Erin… Era lunes y los lunes tenía un par de casas solamente. La primera estaba en una urbanización muy cerca del monte Kukulumendi, de una señora danesa llamada Caryn que vivía allí sola con sus cuatro perros. Habían pasado dos semanas desde mi última siega y el césped llegaba casi hasta la rodilla. Estuve segando durante tres horas y Caryn me pagó una buena propina. Me dijo que se iba a Dinamarca la semana siguiente y que no volvería hasta pasado Año Nuevo. Le pregunté qué haría con sus cuatro perros y, mientras señalaba su viejo Volvo familiar, me dijo que se iban con ella.

—¿Vas a ir hasta Dinamarca en coche? —le pregunté.

—Oh, sí… Haciendo pequeñas paraditas para visitar y gorronear a un montón de amigos por el camino —se rio ella.

La siguiente casa era un hotel rural en Metxika, y casualmente, la forma más rápida de llegar desde la casa de Caryn era pasando muy cerca del polígono Idoeta.

La ansiedad que había conseguido enterrar segando la hierba y oliendo los rosales volvió a resurgir con fuerza según iba acercándome a ese lugar tan negro, que olía a muerto, a bichos, a culpabilidad… Por un instante estuve a punto de encaminarme a la vieja fábrica a pecho descubierto, sin disfraces y a plena luz del día. Tenía que saber qué estaba pasando. Tenía que enfrentarme al miedo, porque me estaba devorando por los pies. La noche pasada había tomado una pastilla de más. Comenzaba a pensar en las pastillas más de la cuenta. En tomarme una, dos, tres…, cuarenta. Y dormir dulcemente para siempre. Pero también estaba la carretera y Caryn me había hecho pensar en ello. Las fronteras estaban abiertas hasta Holanda y allí conocía gente que podría ayudarme si decidía emprender la huida. En ese mundo oscuro y subterráneo puedes conseguir casi cualquier cosa, si tienes contactos, dinero y el aplomo necesario. Pero ¿quería hacerlo? ¿Fugarme? ¿Dejar a mi abuelo, a Dana, a Erin…? La sola idea de perderlos me hacía preferir una celda donde, al menos, podría verlos de vez en cuando. Bueno, si es que Erin no me había abandonado ya, cosa probable.

El polígono Idoeta respiraba una ferviente actividad ese mediodía. Yo que solía ir por allí de noche, cuando casi todos los talleres y almacenes estaban ya cerrados, me sorprendí al ver la cantidad de gente, camionetas y carretillas elevadoras que iban y venían por aquel laberinto de pabellones, como en una pequeña ciudad industriosa y organizada.

Conduje a través del bullicio hasta el aparcamiento «grande», que a esas horas estaba casi lleno de coches. Me acerqué hasta el lado más pegado al robledal y paré la furgoneta un instante. En lo alto, por encima de la copa de los árboles, podía ver una sección del tejado de la vieja fábrica Kössler, pero nada más. El bosque tapaba el resto. ¿Estaría la policía desplegada por allí? Tuve la tentación de bajar y encaminarme a través de los robles, pero entonces contemplé la posibilidad de la trampa. Quizá como un reflejo de los pensamientos que había tenido respecto a mi alijo, ¿y si me estaban esperando? No tenía demasiado sentido, pero tampoco tenía sentido que ni la prensa ni ningún otro medio hubieran sacado ya la noticia del hallazgo del cadáver. Había algo que no acababa de encajar, pero yo estaba positivamente seguro de que esos chicos habían encontrado el muerto y decidí que era demasiado arriesgado acercarse.

Almorcé un menú del día en un bar de carretera. Según tomaba el café, recibí un mensaje de Txemi Parra.

¿Has leído El Correo de esta mañana?

Respondí:

Sí. Creo que ha llegado el momento de bajar la persiana.

Mi segundo cliente de los lunes era un precioso caserío frente a la costa que ahora servía como hotelito rural. Había un grupo de chicas francesas tomando el sol en unas hamacas. Estuvieron haciendo bromitas conmigo y riéndose durante todo el rato que pasé cortando el césped. Me quisieron invitar a una cerveza, pero les dije que tenía prisa. Vaya con las francesitas.

Anochecía cuando terminé el jardín del hotel. Pensé en volver a Punta Margúa a darme una ducha, pero decidí que era mejor ir directo al asunto. Además, en la GMC tenía todo lo que necesitaba para mi gran cita, principalmente mi disfraz.

Todavía quedaba una hora, pero quería asegurarme de que todo estaba en orden en la vieja casa-torre, así que allí fui.

Casa Galdós estaba situada en un alto por el que discurría la carretera general, unos doscientos metros más allá del pequeño pueblo de Axpe. Aparqué allí, en un aparcamiento junto a la parada del autobús, y eché a andar por el arcén de la carretera.

Un buen muro de piedra rodeaba la vieja casa abandonada de los Galdós, y un candado bloqueaba la puerta principal, solo que las verjas estaban suficientemente rotas como para que uno se pudiera colar sin problemas. Dentro, el jardín era poco menos que un basurero sepultado entre hierbas altas y maleza. Hasta que decidieran qué hacer con ella, si restaurarla o demolerla, el lugar era un refugio perfecto para borrachos, yonquis, mendigos… Así que lo primero que hice fue dar una vuelta y comprobar que no hubiera nadie por allí.

Hice un repaso del jardín. El edificio tenía medio tejado derruido y grandes agujeros negros por todos lados. Supongo que a nadie se le ocurriría poner un pie dentro; la madera de esa casa debía de estar tan podrida que sería como caminar sobre un cartón. Después busqué un sitio donde esperar. Había muchas opciones, pero me decanté por el recibidor de la casa, que estaba protegido con muros y con un tejadillo que le procuraba penumbra. Desde allí podría observar todo el jardín sin ser visto.

Apagué mi móvil para evitar soniditos imprevistos y me lie un cigarrillo. Estuve allí una hora entera escuchando el ruido del tráfico, las aves nocturnas y los búhos ululando desde alguna parte. De vez en cuando veía murciélagos que surcaban el aire de la noche. ¿Vivirían en el desván de la casa como los vampiros de las películas? Entonces, sobre las diez, escuché el ruido de un motor desviándose desde la carretera principal. La luz de dos focos muy potentes atravesó la verja e iluminó el jardín. Era ella.

Me puse un gorro, gafas protectoras de plástico y la mascarilla de pintor.

Y también me puse muy nervioso.

Hasta entonces no me había parado a pensar en todo lo que podía salir mal. ¿Y si venía con refuerzos? Un amigo con un bate, o la policía. O todo a la vez. Pero algo me decía que esa mujer no lo haría. Tenía una teoría sobre ella y, si era cierta, Irati estaba igual de interesada que yo en llevar todo este asunto con absoluta discreción.

Esperé agazapado en el recibidor. Vi cómo se apagaban las luces. El ruido del motor dejó paso a un silencio tenso. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse. Unas pisadas se acercaron a la puerta. La vi entrar. Llevaba unos vaqueros y una sudadera con la capucha echada. También pude escuchar su respiración, bastante agitada. Sacó su teléfono y encendió la linterna.

—¿Hola? —dijo.

Yo permanecí en silencio. Quería asegurarme de que venía completamente sola.

Irati dio unos pasos hacia el interior del jardín y pasó frente a mí sin verme. Volvió a repetir su saludo. Tenía la respiración entrecortada. Estaba casi asmática del miedo. Aquello era desagradable, pero no me quedaba otra opción.

Pasó de largo y yo me puse en pie. Bajé las escaleras y me coloqué a su espalda. Le cerré el paso y me quedé callado, con el corazón a mil. Después dije solo:

—Hola.

Ella dio un brinco. Gritó. Se dio la vuelta, me vio. Mi disfraz debió de causarle una impresión terrorífica. Volvió a gritar.

—Tranquila. No grites —le dije.

Pero mi aparición (con las gafas, la mascarilla, el gorro) debía de ser mucho más siniestra de lo que yo había podido planear. Quizá parecía una especie de Hannibal Lecter rural. Irati retrocedió un par de pasos, sacó algo del bolsillo del hoodie, algo pequeño, ¿un cuchillo?

—¡No te acerques a mí, hijo de puta! —gritó (otra vez).

—Te repito que estés tranquila y que no grites, no voy a hacerte nada. Solo quiero hablar…

Pero no parecía muy dispuesta a creerme. De pronto, debió de pensar que todo aquello era una trampa y salió disparada por un lado del jardín.

—¡Mierda! ¡Espera!

Salí corriendo yo también. Doblé la esquina de la casa. Se había detenido frente a un montón de escombros. Sacos, trozos de madera. La vi coger uno de los maderos. Se dio la vuelta golpeando con él el aire. Si me llega a dar, me descoyunta.

—¡Ah! —dijo al tiempo que lo soltaba.

Se había debido de clavar algo. Una astilla o un clavo. El madero cayó al suelo. Yo me acerqué.

—Solo quiero hablar, lo juro —dije—, no te voy a hacer nada. No soy un violador.

Entonces ella levantó la otra mano y me apuntó con algo. Un espray. Me roció la cara con aquello, pero claro, tenía una mascarilla y unas gafas puestas. No pasó nada aunque noté que la pimienta me irritaba la piel allí donde la tocaba. Ella se debió de dar cuenta y lanzó la mano que tenía libre con la idea de quitarme las gafas, yo la detuve. Le cogí la mano. Ella me arreó una patada que no llegó a darme en la entrepierna, pero me hizo daño.

—¡Joder!

La empujé contra los sacos de escombro y logré que se cayera allí.

—Me vas a tener que matar —dijo sin dejar de apuntarme con su espray—, porque no me voy a dejar.

Yo di un paso atrás. Tomé aire.

—Te digo que no soy un puto violador. Solo quiero hablar de Félix.

Mencionar ese nombre surtió algún efecto en ella. Se quedó quieta, jadeando sin decir una palabra, y yo hice lo mismo. No me moví de donde estaba. Pasó un largo minuto y los dos pudimos relajarnos un poco.

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