El mentiroso – Mikel Santiago

—¿Quién era esa mujer?

—No estoy del todo seguro. Ahora lo entenderás.

»Yo subí de nuevo al despacho, muy preocupado, pero con una ligera idea de lo que estaba pasando. Esa misma mañana había oído a tu madre hablar por teléfono. Con Ane. Así es como me enteré de que Floren la había violado. Bueno… Si tu madre había venido a Ilumbe, era para charlar con ella. Quería convencerla de que denunciara a Floren, o, como mínimo, que se divorciara de él.

—Así que la mujer que estaba en tu cocina era Ane.

El abuelo asintió.

—Las dejé tranquilas, charlando ahí abajo. Entonces, a eso de las ocho de la tarde volví a escuchar algo. Un coche llegó, sonó el timbre de la puerta. Oí otras voces en la cocina. Me asomé un instante y escuché a Mirari, a Ane y a tu madre. Las tres viejas amigas estaban hablando a puerta cerrada y parecía algo verdaderamente importante. Supuse que todo estaba relacionado con la idea de convencer a Ane para que dejase a Floren. Bueno. A eso de las nueve y media decidí bajar. Me moría de hambre, entre otras cosas. Toqué a la puerta y me sorprendió ver a tu madre bañada en lágrimas. Le pregunté si pasaba algo. Ella no quiso decirme mucho. Entonces le dije que me pusiera un plato de algo y me fui a comérmelo al salón. Después de eso, subí al dormitorio. Al cabo de una hora oí la puerta. Un coche arrancó afuera y se marchó camino abajo. Y de alguna manera conseguí dormirme. Eso es todo lo que sé sobre la noche en cuestión.

—¿Y ama no te explicó nada? ¿No te dijo lo que había ocurrido?

—Al día siguiente, tu madre me esperaba con el desayuno listo. Estaba leyendo un periódico como si allí no hubiera pasado nada. Yo le pregunté por la noche pasada y ella dijo que «había sido una reunión de viejas amigas, con mucha lágrima…». No me lo creí, por supuesto, pero buena era tu madre para contar cosas. Ha sido como una ostra toda su vida.

—Pero después…

—Sí…, después. Esa misma tarde encontraron un cuerpo flotando en los acantilados. El verano anterior se había matado un turista paseando por ahí, por un desprendimiento, así que al principio pensé que había sido algo parecido. Ni siquiera lo relacioné entonces. Pero al día siguiente, cuando se supo que era Floren…, fui donde tu madre y se lo pregunté directamente. Aquello olía a chamusquina.

—¿Y qué dijo ella?

—Nada. Y cuando digo nada es nada. No abrió la boca. Se me quedó mirando en silencio, cogió el bolso y una chaqueta y se fue de casa. Esa noche volvió muy tarde. Vino a mi habitación, se sentó en mi cama y me dijo que tenía que pedirme dos cosas. La primera: que si alguien alguna vez me preguntaba por lo que había ocurrido esa noche, yo tendría que decir que estuve solo. Y que ella se había ido a cenar con sus amigas a la casa de Ane.

—¿No le preguntaste por qué?

—No creo que hubiera servido para nada, Álex. De todas formas, no hace falta ser ingeniero para entenderlo, ¿verdad? Esa noche alguien se deshizo de Floren. Y de las tres mujeres, una tenía muy buenas razones.

«Sí —pensé—, eso es cierto.»

—¿Qué era la segunda cosa que te pidió ama? —pregunté.

—Que le jurase que nunca contaría ese secreto a nadie. Y lo habría conseguido de no ser por ti…

Un pequeño temblor hizo que la casa crujiera desde las entrañas. La grieta del despacho de mi abuelo, la fosa de Java, emitió un quejido polvoriento sobre nuestras cabezas. El viento arreció, enfurecido. ¿El espíritu de mi madre enfadada por ese juramento roto? Tal vez.

Volvimos a escuchar los pasos en la escalera. Mi abuelo se levantó y se apoyó de espaldas en la puerta. Me hizo un gesto, en silencio, para que me metiera debajo de su escritorio, cosa que hice. Alguien llamó a la puerta. Era Dana, otra vez. Se coló en la habitación y habló bajo, pero con mucha tensión:

—Acaba de colgar el teléfono. Creo que se han dado cuenta del truco.

—Tengo que salir de aquí.

—Pero ¿a dónde vas a ir?

—Hay una última cosa que debo hacer —dije—. Y necesito salir sin que me vean.

—Por la ventana —señaló con un gesto el abuelo—, es la mejor opción.

—¿Cómo?

Jon Garaikoa cogió uno de los arpones de la pared, uno que tenía un tramo de cuerda enrollado al lado. Desenrolló la cuerda.

—A rapel —dijo—, por este lado de la fachada no te verá nadie. El poli está en la cocina, ¿no?

—Me aseguraré de que mire en la dirección correcta —dijo Dana—, dame medio minuto.

Dana salió escaleras abajo. Abrimos la ventana. El abuelo colocó el arpón en transversal para fijarlo al marco y dejó caer la cuerda.

—Agárrate fuerte. La cuerda no se romperá.

El corazón me dio un respingo según salía por la ventana. Miré a mi abuelo, que sujetaba la cuerda con fuerza.

—Debería haber confiado en ti desde el principio.

—Ánimo —respondió, y una sonrisa se le dibujó en el rostro, una fantástica sonrisa que era muy rara de ver en los últimos tiempos—, y vuelve pronto.

Empecé a descender por la fachada caminando como un hombre araña mientras sentía la presión de la cuerda en los brazos. Me detuve justo encima de la ventana del salón. No había luces, pero no me quería arriesgar. Solté la cuerda y me dejé caer sobre el parterre de rosas que había a los pies de la ventana. El mismo lugar por el que aquel ladrón había intentado entrar días atrás. ¿Un ladrón u otra cosa? Silencio. Escuché un ruido de conversaciones dentro de la casa. Dana entretenía al poli.

Sin pensármelo dos veces, salí corriendo hacia el pinar.

3

La noche empeoraba. La tormenta estallaba sobre el acantilado y daba miedo caminar por allí. El oleaje retumbaba con más fuerza que nunca en las concavidades de aquella roca. Unos crujidos gargantuescos resonaban bajo mis pies como si todo el maldito cabo estuviera a punto de partirse en dos.

Llegué al coche. Si Arruti había descubierto la trampa, ¿estarían buscando el Golf de Erin? Demasiado tarde para preocuparse por eso. En cualquier caso, Ispilua estaba muy bien situada para llegar al cabo Atxur. Solo tenía que conducir hacia el norte, por la carretera que bordeaba el mar.

Con los limpias bailando a toda velocidad, apartando litros de agua, aceleré por las curvas como un alma enloquecida, desesperada. Se había abierto una pequeña posibilidad de salvación. Una grieta mínima, y yo estaba dispuesto a escudriñar hasta el último hueco por el que pudiera colarme. Quizá Félix solo tenía una intuición, pero era la correcta. Punta Margúa, Ane, Mirari, Begoña y esas luces en la casa. Supongo que planeaba chantajearme, a mí y a mi abuelo, amenazarnos con entregarme a la policía si mi abuelo no revelaba la verdad sobre lo ocurrido esa noche. Pero alguien lo mató antes de que pudiera sonsacarme ese secreto.

¿Ane?

Llegué a Gure Ametsa y frené frente a los dos portones. Bajé y llamé al timbre con insistencia. Desde donde yo estaba se podían ver luces en el salón de la casa. Pensé que saltaría si hiciera falta, aunque entonces recordé a los perros, a Roberto… ¿Estaría allí dentro esperándome?

La luz del interfono se encendió. Nadie dijo una palabra al otro lado, pero casi acto seguido los portones comenzaron a abrirse. Volví al coche y conduje muy despacio por el sendero del jardín. No había nadie en el camino. En el aparcamiento cubierto había solo un coche: un pequeño Mazda de color rojo. Aparqué justo al lado y caminé hacia la casa esperando que alguien me saliera al paso. Roberto, Carlos, Dolores… Pero no había nadie. Solo el viento, la casa iluminada a bandazos por el faro. Entonces oí una voz que me llamaba en la oscuridad.

—¿Álex? ¿Eres tú? Sube por la terraza, por favor.

Aunque no la distinguía entre las sombras, reconocí la voz de Ane. Me dirigí a la terraza y por un instante pensé en si debería armarme con algo. Un palo, una piedra… Pero en realidad ¿qué iban a hacerme? ¿Matarme allí mismo?

Llegué arriba y caminé por la amplia terraza mirando el salón. Una de las puertas de cristal estaba entreabierta. Sonaba música, Chet Baker. Casi como una broma macabra. La misma música que sonaba en la noche de la fiesta.

Ane estaba allí, en el cuadro de sofás de terciopelo color frambuesa. Se encendía un cigarrillo con el mechero de mesa con forma de búho. Lanzó una flecha de humo y me hizo un gesto para que pasara.

—Qué sorpresa, Álex… Un poco tarde para cortar la hierba, ¿no?

Di un par de pasos dentro del salón. Había unas pocas lámparas encendidas y el lugar estaba en penumbra. Miré a un lado, al otro, un poco desconfiado.

—¿Estás sola?

—Sí. —Se sentó—. Carlos está de viaje y Dolores se ha puesto enferma.

Me acerqué.

—¿Y Roberto?

—¡Ah! Ni idea. Ese siempre va a su bola.

Observé la mesa. El otro sofá.

—¿Quieres tomar algo? Estaba a punto de prepararme otro gimlet. Te gustaban, ¿no?

—Ane. ¿Quién más está contigo?

Eso logró apagar un poco la sonrisa de su cara.

—¿De qué hablas?

—Últimamente me he vuelto bastante observador con los detalles. En la mesa hay marcas de otro vaso. Y ese sofá… Me apuesto algo a que si pongo la mano… —Puse la mano sobre el sofá que estaba al lado. Caliente.

—Vaya con Sherlock Holmes —se rio Ane.

—¿Quién se esconde?… ¿Mirari?

—Un chico muy listo —dijo una voz desde el fondo del salón.

Mirari apareció tras la puerta del pequeño distribuidor, con un vaso en la mano. Sin decir otra palabra avanzó hasta mí y me dio un beso en la mejilla.

—Vaya… —La miré de frente—. ¿Por qué te escondías?

—¿Por qué no te sientas y hablamos? —respondió Mirari, nerviosa.

—La verdad es que tengo prisa. La policía me pisa los talones.

—Lo sabemos, Álex. Precisamente hablábamos de ti.

—Ya veo —dije—. Las amigas que siempre se llevaron tan mal y resulta que últimamente os pasáis la vida juntas. Dime la verdad, Mirari. ¿Por qué no querías que te encontrara aquí?

Ane y Mirari se miraron en silencio, sin perder la sonrisa, aunque era una sonrisa tensa. Tenían algo que ocultarme, pero no por mucho tiempo.

—Estábamos charlando. —Mirari intentó sonar tranquila—. Cuando te hemos visto por el interfono, he decidido esconderme por si venías con alguna intención desagradable. La policía nos ha contado cómo mataron a Félix. Una piedra.

Me reí.

—Tenéis mucho estilo inventando mentiras.

Ane se puso en pie.

—Será mejor que te sientes. Álex, estás demasiado nervioso. ¿De verdad no quieres una copa? Te prepararé una…

—No. No quiero nada, solo encontrar a la persona que mató a Félix. Y creo que estoy muy cerca de hacerlo. Estoy tan cerca que creo que la puedo tocar.

Dije todo esto mirando a Ane. Ella parpadeó unos segundos.

—¿Yo? —Rompió a reír mientras se dirigía al bar—. No sé de dónde has sacado esa idea, pero es ridícula.

—Incluso molesta —dijo Mirari—. Félix era un amigo. Raro, mezquino a veces…, pero un amigo a fin de cuentas.

Ane llegó a la barra. Sacó una botella de gin y una lima. Se puso a cortarla.

—Un amigo que estaba a punto de revelar algo que os iba a hacer mucho daño —dije yo—, y tú lo sabías, Ane.

—¿De qué hablas?

—Podéis ahorraros todo este teatro, Mirari, lo sé todo. Sé exactamente lo que pasó la noche en que Floren murió. Tu marido te maltrataba, Ane, y puedo comprender que lo hicieras… Después de matarlo viniste a mi casa a pedir ayuda. Mi madre estaba allí. Te acogió. Entonces llegaste tú, Mirari. ¿Tras una llamada de teléfono? Hicisteis un pacto de silencio… y mi madre convenció a mi abuelo para protegeros.

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